Matar a la Reina. Angy Skay

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Matar a la Reina - Angy Skay


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       El ruso

       24

       Un trato

       Jack Williams

       25

       Sorpresa

       Micaela Bravo

       26

       El cambio

       27

       No olvides quién es

       28

       De vuelta

       29

       Un plan

       30

       Enséñame lo que sabes

       31

       Adrenalina

       32

       Placer

       33

       Sentimientos que duelen

       34

       Quédate

       Jack Williams

       35

       Celos que dañan

       Micaela Bravo

       36

       Pesadillas

       37

       ¿Qué quieres de mí?

       38

       El ratón cazó al gato

       39

       ¿Duele?

       40

       La verdad

       41

       Vete

       42

       ¿Bailas?

       43

       Hola, pequeña

       44

       Desesperación

       Jack Williams

       45

       Un hilo de luz

       Micaela Bravo

       46

       Adiós

       Continuará…

      El olor a tortitas de chocolate y fresa inundó mis fosas nasales e hizo que el estómago me diera un rugido tan feroz como el gruñido de un león. Aparté las sábanas de mi cuerpo y dejé libre mis piernas para poder estirarlas antes de levantarme de la cama. Observé con curiosidad cada uno de los detalles de mi cuarto de princesas, con sus paredes adornadas con todo tipo de estrellas y planetas de diferentes tamaños, ya que a mis doce años me preguntaba continuamente qué habría más allá del universo. Era un tema en el que me sumergía cada día con mi madre, quien me enseñaba los distintos nombres de todo lo que tenía relación con ello.

      Conseguí levantarme con gran esfuerzo. Al pisar el suelo, me clavé la pistola de juguete que mi hermano pequeño había dejado tirada el día anterior. Salí de mi dormitorio gruñendo por lo bajo; me había hecho daño.

      —¡Buenos días, mi pequeña princesa!

      Alcé la cabeza para dejar que mi padre depositara en mi frente ese beso mañanero que tanto me gustaba. Lo miré con ojos brillantes y lo contemplé pensativa, como cada día. Tenía la suerte de tener una familia muy unida y en la que se procesaba amor en abundancia, aunque solo la formásemos cuatro personas.

      Bajé los escalones seguida por él. Al llegar al último, me cogió en volandas y dio dos vueltas como si estuviéramos bailando. A la vez, un pequeño grito, acompañado de carcajadas inocentes, salió de mi garganta. Los enormes ojos azules de mi madre nos observaban con devoción desde la cocina. Entretanto, mi hermano de seis años intentaba limpiarse los restos de mermelada de fresa de su pequeña boca, sin éxito. Llegué a su lado y cogí una servilleta de papel para ayudarlo en su tarea mientras mi madre ponía el plato de mi desayuno. Sonreí cuando el pequeño empezó a manotear porque le hacía cosquillas.

      —Hoy vamos a darnos un paseo por el centro de Moscú, ¿qué me decís? —nos preguntó risueña.

      Acentué el entrecejo, dejando claro que la idea no me parecía de lo más correcta.

      —Hace mucho frío en la calle, mamá —renegué.

      —Nos abrigaremos bien. Estamos en Navidad, y tenemos que comprar unos cuantos adornos para decorar el árbol. —Enarcó un poco sus cejas rubias—. ¿No quieres ponerlo?

      Era muy lista. Sabía que me encantaba la Navidad y que con eso me tenía ganada. Asentí con determinación y, de nuevo, el brillo habitual que causaba mi familia en mí apareció en mis profundos ojos azules. Cogí el vaso de leche fría y lo puse en mis labios para darle un largo sorbo. Vi cómo mi padre se colocaba detrás de mi madre para depositar pequeños besos sobre su cuello; algo que siempre hacían: darse cariño. Eran el matrimonio ideal, dos almas gemelas que estaban destinadas a unirse, polos tan opuestos que si alguna vez uno de los dos faltase, el otro moriría al instante, ya que ambos se complementaban a la perfección.

      Y ese día llegó.

      Llegó tan rápido que no pude saborear todos los momentos que me quedaban en la vida, justo en la época en la que comenzaba a ver y a obtener los conocimientos de alguien que crece y sabe que las personas no son tan buenas como parecen. Y recordé en ese instante lo que una vez mi padre me dijo mirándome con atención a los ojos: «No le temas al enemigo que te ataca, sino al falso amigo que te abraza».

      Alcé


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