La práctica de la atención plena. Jon Kabat-Zinn
Читать онлайн книгу.tal como son. Lo que de verdad necesitamos y lo que la conciencia realmente encarna no tiene nada que ver con la negación ni, la represión de los sentimientos, sino con su reconocimiento y aceptación. La conciencia no puede mitigar la inmensidad del dolor en cualquier circunstancia, pero nos proporciona el apoyo necesario para reconocer íntimamente nuestro sufrimiento, lo que, a su vez, resulta transformador porque ahí, precisamente, se asienta la diferencia entre quedarnos atrapados en el dolor y el sufrimiento o liberarnos de él, por más que no nos torne inmunes a las múltiples formas del dolor a las que todos los seres humanos estamos indisolublemente encadenados.
Son muchas las ocasiones, grandes y pequeñas, en que podemos cobrar conciencia de lo que está sucediendo en nuestra vida cotidiana y, en este sentido, nuestra vida puede convertirse en el ámbito más adecuado para el cultivo sin fisuras de la atención plena. Asumir el reto de despertar a nuestra vida y de vernos transformados por la atención es una forma de yoga, el yoga de la vida cotidiana, al que podemos apelar en cualquier momento, tanto en el entorno laboral como en el de las relaciones, en la educación de nuestros hijos (en el caso de que seamos padres), en la relación con nuestros padres, estén vivos o muertos, en la relación que establecemos con nuestros pensamientos acerca del pasado y del futuro y en la relación que mantenemos con nuestro propio cuerpo. Podemos cobrar conciencia de cualquier cosa que esté sucediendo, tanto de los momentos armónicos como de los conflictivos y de aquellos otros tan neutros que ni siquiera llegamos a advertirlos. En cada instante podemos verificar por nosotros mismos si, al cobrar conciencia de ese momento, el mundo se nos abre o no en respuesta a nuestro gesto de atención plena, si –parafraseando la hermosa expresión de la poetisa Mary Oliver– “se ofrece o no a nuestra imaginación”, si nos proporciona o no formas nuevas y más amplias de ver y estar con lo que es y de liberarnos quizás de los peligros que acechan cualquier visión parcial y la frecuente identificación que podamos tener por el simple hecho de que es nuestra. Atrapado una vez más, aunque sea en medio del dolor, por la historia que, de manera inconsciente y automática, estoy contándome sobre mí mismo, tengo entonces la oportunidad –incontables oportunidades, de hecho– de contemplar su despliegue y dejar de alimentarla emitiendo, en caso necesario, una orden inhibidora, abrir la puerta y salir, por un momento, de la cárcel para enfrentarme al mundo de un modo nuevo que me permita dejar reaccionar automáticamente, retroceder y escapar o, dicho de otro modo, que me permita abrirme y abrazarlo plenamente. Esta predisposición a reconocer lo que es y a enfrentarnos a ello requiere de un gran coraje y de una gran presencia.
Suceda lo que suceda, siempre podemos, en cualquier instante, corroborarlo y verlo por nosotros mismos. ¿Se preocupa nuestra conciencia? ¿Se pierde nuestra conciencia en la vida, la avaricia o el dolor? ¿O acaso la conciencia nos permite, en cualquier instante –por más breve que éste sea– reconocer lo que está sucediendo y, de ese modo, nos libera? Esto es algo que cada cual debe verificar por sí mismo. La conciencia, según mi experiencia, nos remite a nosotros mismos, es la única fuerza que conozco que puede hacerlo, la quintaesencia de la inteligencia física, emocional y moral. Y, por más que parezca que debamos evocarla, lo cierto es que se halla continuamente presente y, en consecuencia, sólo tiene que ser descubierta, recuperada, asumida e integrada. En ese recuerdo se asienta, precisamente, el perfeccionamiento y, al soltar y dejar ser, descansar, en palabras del gran poeta japonés Ryokan, en «Esto, nada más que Esto». A ello precisamente nos referimos cuando hablamos de la práctica de la atención plena.
El reto, como ya hemos visto, es doble porque implica, en primer lugar, ser lo más conscientes que podamos, aunque sólo sea de un modo limitado y fugaz y, en segundo lugar, mantener nuestra conciencia, conocerla mejor y vivir dentro de su totalidad mayor y no contraída. Cuando así lo hacemos, descubrimos que los pensamientos se desvanecen por sí solos, aun en medio de la tristeza, como cuando extendemos la mano y tocamos con el dedo una pompa de jabón y ¡plaff! se desvanece. En tal caso, la tristeza desaparece, aun cuando todavía podamos consolar a los demás y descansar en la vivacidad e inmediatez de lo que es.
En esa libertad, podemos enfrentarnos a todo lo que la vida nos depara con una mayor apertura, fortaleza, paciencia y claridad. Ya vivimos en una realidad mayor en la que podemos descansar abrazando el dolor y el sufrimiento con una presencia sabia y amorosa, con una mayor conciencia, con actos sinceros de amabilidad y respeto hacia uno mismo y hacia los demás y dejar de estar perdidos en la ilusoria división entre interior y exterior.
Pero para que esta práctica acabe impregnando toda nuestra vida cotidiana, necesitamos un marco de referencia más amplio que nos proporcione un lugar desde el que partir, recetas para intentarlo, mapas para seguir adelante, recordatorios para no olvidarnos y aprovecharnos también de la experiencia y el conocimiento duramente logrados por otras personas. Y esto también incluye, cuando lo necesitemos, formas de acceder a la conciencia y libertad que ya están presentes en cualquier instante aunque, en ocasiones, parezcan hallarse completamente fuera de nuestro alcance.
ACERCA DEL LINAJE
Y DE LOS USOS Y LIMITACIONES
DE LOS ANDAMIOS
Si he podido ver más lejos que la mayoría sólo ha sido porque estaba encaramado a hombros de gigantes.
SIR ISAAC NEWTON
Todos conocemos implícitamente la extraordinaria ventaja que supone servirnos del legado transmitido por el genio y el esfuerzo creativo de las personas que nos precedieron, ya fuesen científicos, poetas, artistas, filósofos, artesanos o yoguis, que dedicaron su esfuerzo a explorar la naturaleza profunda de las cosas. En todos los dominios del aprendizaje nos hallamos subidos a hombros de nuestros ancestros, estirando el cuello para poder atisbar lo que su dedicación y esfuerzo les permitió ver. Si somos inteligentes, haremos lo imposible por leer sus mapas, transitar por los caminos que ellos hollaron, comprobar sus métodos y corroborar sus descubrimientos para saber por dónde debemos empezar, lo que podemos hacer y dónde debemos buscar las nuevas comprensiones, oportunidades e innovaciones. A menudo somos inconscientes del mismo suelo que pisamos, de la casa en que vivimos y de las lentes –que, de manera frecuentemente anónima, otros nos legaron– que hoy en día empleamos para ver el mundo. W.B. Yeats reconoció la inconmensurable deuda que tenemos con la creatividad y el esfuerzo de quienes nos precedieron e inmortalizó en cuatro líneas de agradecimiento a quienes llamó “instructores inconscientes”, sin cuyos logros, fugaces y evanescentes, aunque también profundos e incomparables, no podríamos conocer ni construir nada:
Ellos nos transmitieron su legado, que pende, como gota de rocío, de la hoja de hierba.
Las facultades del habla y el pensamiento verbal ilustran perfectamente la imposibilidad de que baste con nuestro esfuerzo aislado para alcanzar las cumbres más elevadas de nuestras aptitudes biológicas innatas. Los seres humanos disponemos de la capacidad verbal pero, si crecemos aislados desde la infancia y, en consecuencia, no nos vemos expuestos al lenguaje (escuchando a los demás o a través del lenguaje de los signos), jamás aprenderemos a hablar. Ésa es una aptitud que sólo puede desarrollarse en una determinada etapa del proceso evolutivo porque, en caso contrario, se estancan grandes segmentos de nuestro funcionamiento mental, cognitivo y emocional, lo que acaba cercenando gravemente nuestra capacidad de razonamiento y discurso.
Todo está dispuesto desde el mismo momento del nacimiento, pero ese marco de referencia debe prepararse, esculpirse, adaptarse y nutrirse a través de la inmersión en el mundo de los sonidos emitidos por los seres humanos, los rostros que los pronuncian, el contacto ocular, la inflexión de la voz y hasta el olor, para que se establezca una conexión emocional y sensorial ricamente multimodal. El establecimiento de las redes neuronales que cablean nuestro cerebro depende, pues, fundamentalmente de la experiencia. Y ello debe ocurrir, según parece, durante cierto estadio del proceso de desarrollo. Si desaprovechamos esta oportunidad y no participamos en la dimensión relacional necesaria para sostener y esculpir nuestra capacidad verbal innata, acabaremos siendo básicamente mudos.
La biología misma, por dar otro ejemplo quizás más esencial, es en última instancia histórica. La vida nueva se asienta y sólo puede proceder de la vieja. Las células no brotan en entornos no celulares aunque, según se cree, probablemente