Noli me tángere. Jose Rizal

Читать онлайн книгу.

Noli me tángere - Jose  Rizal


Скачать книгу
usted, fray Sibyla!

      —Más antiguo conocido de la casa... confesor de la difunta... edad, dignidad y gobierno...

      —¡Muy viejo que digamos, no! en cambio, ¡es usted el cura del arrabal!—contestó en tono desabrido fray Dámaso, sin soltar la silla.

      —¡Como usted lo manda, obedezco!—concluyó el padre Sibyla disponiéndose á sentarse.

      —¡Yo no lo mando!—protestó el franciscano;—¡yo no lo mando!

      Iba ya á sentarse fray Sibyla sin hacer caso de las protestas, cuando sus miradas se encontraron con las del teniente. El más alto oficial es, según la opinión religiosa en Filipinas, muy inferior al lego cocinero. Cedant arma togæ, decía Cicerón en el Senado; cedant arma cottæ dicen los frailes en Filipinas. Pero fray Sibyla era persona fina y repuso:

      —Señor teniente, aquí estamos en el mundo y no en la iglesia; el asiento le corresponde.

      Pero, á juzgar por el tono de su voz, aun en el mundo le correspondía á él. El teniente, bien sea por no molestarse, ó por no sentarse entre dos frailes, rehusó brevemente.

      Ninguno de los candidatos se había acordado del dueño de la casa. Ibarra le vió contemplando la escena con satisfacción y sonriendo.

      —¡Cómo, don Santiago! ¿no se sienta usted entre nosotros?

      Pero todos los asientos estaban ya ocupados: Lúculo no comía en casa de Lúculo.

      —¡Quieto! ¡no se levante usted!—dijo Cpn. Tiago poniendo la mano sobre el hombro del joven.—Precisamente esta fiesta es para dar gracias á la Virgen por su llegada de usted. ¡Oy! que traigan la tinola. Mandé hacer tinola por usted, que hace tiempo que no la habrá probado.

      Trajeron una gran fuente que humeaba. El dominico, después de murmurar el Benedícite al que casi nadie supo contestar, principió á repartir el contenido. Pero sea por descuido ú otra cosa, al padre Dámaso le tocó el plato donde entre mucha calabaza y caldo nadaban un cuello desnudo y una ala dura de gallina, mientras los otros comían piernas y pechugas, principalmente Ibarra á quien le cupieron en suerte los menudillos. El franciscano lo vió todo, machacó los calabacines, tomó un poco de caldo, dejó caer la cuchara con ruido, y empujó bruscamente el plato hacia delante. El dominico estaba muy distraído hablando con el joven rubio.

      —¿Cuánto tiempo hace que falta usted en el país?—preguntó Laruja á Ibarra.

      —Casi unos siete años.

      —¡Vamos, ya se habrá usted olvidado de él!

      —Todo lo contrario: y aunque mi país parecía haberme olvidado, siempre he pensado en él.

      —¿Qué quiere usted decir?—preguntó el rubio.

      —Quería decir que hace un año he dejado de recibir noticias de aquí, de tal manera, que me encuentro como un extraño, que ni aun sabe cuándo ni cómo murió su padre.

      —¡Ah!—exclamó el teniente.

      —Señora, estos dos últimos años estaba en el Norte de Europa: en Alemania y en la Polonia rusa.

      El doctor de Espadaña, que hasta ahora no se había atrevido á hablar, creyó conveniente decir algo.

      —Co... conocí en España á un polaco de Va... Varsovia, llamado Stadnitzki, si mal no recuerdo; ¿le ha visto usted por ventura?—preguntó tímidamente, y casi ruborizándose.

      —Es muy posible,—contestó con amabilidad Ibarra;—pero en este momento no lo recuerdo.

      —¡Pues, no se le podía co... confundir con otro!—añadió el doctor que cobró ánimo: era rubio como el oro y hablaba muy mal el español.

      —Buenas señas son, pero desgraciadamente allá no he hablado una palabra de español más que en algunos consulados.

      —Y ¿cómo se arreglaba usted?—preguntó admirada doña Victorina.

      —Me servía del idioma del país, señora.

      —He estado un año en Inglaterra entre gentes que sólo hablaban el inglés.

      —Y ¿cuál es el país que más le gusta á usted en Europa?—preguntó el joven rubio.

      —Después de España, mi segunda patria, cualquier país de Europa libre.

      —Y usted que parece haber viajado tanto..... vamos, ¿qué es lo más notable que ha visto usted?—preguntó Laruja.

      Ibarra pareció reflexionar.

      —Notable ¿en qué sentido?

      —Por ejemplo..... en cuanto á la vida de los pueblos..... vida social, política, religiosa, en general, en la esencia, en el conjunto...

      Ibarra se puso á meditar largo rato.

      —Con franqueza, me gusta todo en esos pueblos, quitando el orgullo nacional de cada uno... Antes de visitar un país, procuraba estudiar su historia, su Éxodo, si puedo decirlo, y después todo lo hallaba natural; he visto siempre que la prosperidad ó miseria de los pueblos están en razón directa de sus libertades ó preocupaciones, y por consiguiente, de los sacrificios ó egoísmo de sus antepasados.

      Ibarra se quedó sin saber qué decir: los demás, sorprendidos, miraban al uno y al otro, y temían un escándalo.—«La cena toca á su fin y S. R. está ya harto», iba á decir el joven, pero se contuvo, y sólo dijo lo siguiente:

      —Señores, no extrañen ustedes la familiaridad con que me trata nuestro antiguo cura: así me trataba cuando niño, pues para S. R. en vano pasan los años; pero se lo agradezco porque me recuerda al vivo aquellos días, en que S. R. visitaba frecuentemente nuestra casa y honraba la mesa de mi padre.

      El dominico miró furtivamente al franciscano, que se había puesto tembloroso. Ibarra, continuó, levantándose:

      —Ustedes me permitirán que me retire, porque, acabado de llegar y teniendo que partir mañana mismo, quédanme muchos negocios por evacuar. Lo principal de la cena ha terminado y yo tomo poco vino y apenas pruebo licores. ¡Señores, todo sea por España y Filipinas!

      Y apuró una copita, que hasta entonces no había tocado. El viejo teniente le imitó, pero sin decir palabra.

      —¡No se vaya usted!—decíale Capitán Tiago en voz baja.—Ya llegará María Clara: ha ido á sacarla Isabel. Vendrá el nuevo cura de su pueblo, que es un santo.

      —¡Vendré mañana antes de partir! Hoy tengo que hacer una importantísima visita.

      Y partió. Entretanto el franciscano se desahogaba.

      —¿Usted lo ha visto?—decía al joven rubio, gesticulando con el cuchillo de postres.—¡Eso es por orgullo! ¡No pueden tolerar que el cura los reprenda! ¡Ya se creen personas decentes! Es la mala consecuencia de enviar los jóvenes á Europa. El gobierno debía prohibirlo.

      —Y


Скачать книгу