Letras. Rubén Darío
Читать онлайн книгу.allí viene que en uso ordinario se le compare con ellos. Si es de un carácter dulce, pacífico, se dice: es un cordero. Si es duro, implacable, cruel, se le califica de oso, tigre; si es voraz, de lobo; si es glotón, de cerdo; si es engañador, de zorro, y así de tantas otras maneras de decir, fundadas en las correspondencias entre el hombre y los animales; correspondencias o relaciones conocidas, pero sobre las cuales no se reflexiona lo bastante para darnos cuenta de mil cosas, tanto naturales como espirituales, que el hombre ignora. Esta correspondencia existe también con el reino vegetal.» Esta última frase la subraya Robert de Montesquiou a propósito de las «Flores animadas» de Grandville. Un delicioso poeta mejicano, ya desaparecido, Manuel Gutiérrez Nájera, animó líricamente también a esas lindas criaturas, en sus versos sobre «La misa de las flores», inspirados por unos de Víctor Hugo en las «Chansons des rues et des bois».
J’errais. Que de charmantes choses!
Il avait plu; j’étais crotté;
Mais puisque j’ai vu tant de roses,
Je dois dire la vérité.
J’arrivais tout près d’une église,
De la verte église du bon Dieu,
Où qui voyage sans valise
Ecoute chanter l’oiseau bleu,
C’était l’église en fleurs...
Y en otra poesía también se animan las flores, en la que él titula «Celebración del 14 de Julio en la floresta»; y en otra aún, «La santa capilla», que acaba:
La bouche de la primavère
S’ouvre et reçoit le saint rayon;
Je regarde la rose faire
Sa première communion.
Maeterlinck, por su parte, observa la íntima volición de las vegetales familias, sujetas a la tierra, mas sin embargo, conmovidas por la universal ley de fecundación y de vida. Él no trae nada nuevo, como lo ha advertido; mas de hechos conocidos en botánica él saca consecuencias que hacen meditar, une con una suerte común el alma de las flores con el alma de los hombres... Saint Pierre, el dulce e ingenuo Saint Pierre, aplicaba a tales asuntos sus inofensivas filosofías. Mas ya hay distancia entre el seráfico abuelo y el creador enigmático de Tintangiles, de Maleine, explorador sombrío de lo desconocido, de la muerte, del ensueño, de la previsión, del azar, del destino.
Es después del descenso repetido a la más obscura y temerosa de las minas del cerebro, que viene el místico moderno, a inclinarse en observación sobre el cáliz de una rosa, sobre la blancura de un lirio. Y a vislumbrar en el fondo de todos esos deliciosos aparatos, una luz de probabilidad consoladora, en el perpetuo enigma en que se agita la humanidad desde lo recóndito del tiempo.
LUIS BONAFOUX «BOMBOS Y PALOS»
AS apariencias: Luis Bonafoux, hombre terrible... La realidad: Luis Bonafoux, hombre suave y cordial... Quien dice el hombre, dice el escritor. Porque convenceos de que la frase de Bouffon—que generalmente se cita mal,—se debe entender al revés: el hombre es el estilo. Por lo general, en lo físico, se observa que las personas robustas, los colosos, los hércules, los fuertes, son de carácter dulce y más propensos a la alegría que al humor agrio y melancólico. En lo moral sucede lo mismo: guardaos de las almas flacas, de las almas pálidas. Luis Bonafoux es un amante de la justicia, y su pasión lo ha llevado a veces hasta la crueldad. Y ese vociferador, ese combatiente, ese perseguidor, ese «maître aux injures» que aparecerá a veces como un espíritu tendente al odio y a las más ásperas venganzas, tiene en el fondo desmayos hacia la caridad, aflicciones de altruísmo, consagraciones de sacrificios, ímpetus de ternura que parecerían increíbles. Cuando le oigo en ocasiones, o cuando leo algunas de sus ácidas páginas que terminan generalmente en un suspiro, en una sonrisa o en una lágrima, recuerdo aquella admirable figura de abuelo gruñón y tan sensible que encarnó Hugo en el M. Guillenormand de Los Miserables. O, en lo contemporáneo y de carne y hueso, evoco la memoria de una Luisa Michel o el aspecto de un Rochefort, de un Malatesta, o de un León Bloy, plumas furiosas por exceso de amor, cada cual en su ambiente de ideas, o en su ráfaga de aspiraciones.
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La obra de Bonafoux demuestra lo vano de la diferencia que ha querido hacerse entre escritores y periodistas. No existe después de todo sino esto: hay periodistas que saben escribir y periodistas que no saben escribir; hay quienes tienen ideas y quienes no tienen ideas. Y, como decía una vez el sesudo y acre Paul Groussac, más o menos: hay quienes no escriben ni bien ni mal; ¡no escriben! Mas hay artículos de periodista que valen, por fondo y forma, lo que un buen libro. Desconfiad de la fecundidad, de la cantidad. De Magnard díjose que escribía sonetos políticos. Las crónicas de Bonafoux serían así sonetos, rondeles, letrillas, sin rimas: aladas, picantes, ligeras, pesadas, con su poco de miel, con su poco de amargura, tal como hubieran podido complacer a cierto ruiseñor alemán que anidó en la peluca de Voltaire según confesión propia, y a quien también se puede colocar entre los «periodistas». ¿No es un periodista ya aquel Séneca antiguo que nos ha dejado tan singulares «crónicas» avant la lettre?
Para buscar antecesores a Bonafoux no hay necesidad de ir a extranjeras tierras. Sus abuelos mentales están en España. Se ha hablado de Heine. Pero ¿no es Cervantes uno de los espíritus que más influencia tuvieron en el atormentado y maravilloso teutón? Estaba yo releyendo en estos días el «Centón epistolario» del bachiller Fernand Gómez de Cibdareal, cuando recibí la reciente obra «Bombos y Palos»; y leyendo el libro nuevo observé que a través de largos siglos, había más de una relación ancestral con el libro viejo. He allí otro periodista, aquel bachiller que escribía, antes de Barrionuevo, sus cuartillas a las personas, como hoy se escriben a los diarios. Mas la vida moderna y la lucha del vivir, y los años que dejan ver lo amargo de las cosas humanas, han puesto en mi amigo Bonafoux una acritud que no desea disimularse, y que aparece casi siempre en su producción.
¡Por Dios! Encontramos gentes que de todo sonríen, o ríen, satisfechos, y que todo lo encuentran excelente en el mejor de los mundos posibles. No está mal que ante la fácil «candidez» surjan de tanto en tanto los protestantes contra las inevitables miserias en las tragedias y sainetes de la hostil existencia cotidiana. Y luego, a desfacer entuertos. He allí la parte del eterno Quijote, en el defensor de los débiles, sin curarse de si una vez los galeotes libertados, no se volverán contra él y le lapidarán, como es muy de razón que así sea. ¡Y el amor de la verdad, el peligroso amor de la verdad! Decir la verdad, gritar la verdad, a riesgo de las naturales consecuencias, y prestar para ello su vocabulario al argot, a los clásicos, a Quevedo sobre todo, y, sin temor a lo escatológico, ¡al mismo general Cambronne! Y en seguida gemir por un niño mártir, por un dolor ajeno, por una tristeza que necesita consuelo... Bonafoux el Feroz se convierte en San Luís Bonafoux.
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Al recorrer este último libro, no puedo menos que pensar: ¡Si Bonafoux escribiese sus memorias! Pues hay aquí las más sabrosas páginas sobre españoles e hispanoamericanos en París. Artistas, escritores, diplomáticos, hombres de bien y pillos están tratados conforme con sus merecimientos. Y desenfadadamente, para unos maneja el sonoro instrumento en que por lo general se percute la piel de los asnos; para otros, también desenfadadamente, emplea un nudoso garrote. Sobre todo, no caben en él disimulo y engaño. Mentiri nescio. Mas, en medio de esas tareas, no descuida el ir una que otra vez a dar una vuelta por su jardín. Y allí están, cultivadas casi con pudor, casi a escondidas, bellas rosas de arte, frescos lirios de sentimiento, frías y pomposas hortensias de fantasía. Lo cual no obsta para que, en cuanto sale