La Edad de Oro: publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América.. Jose Marti

Читать онлайн книгу.

La Edad de Oro: publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América. - Jose Marti


Скачать книгу
tiene que ser amo del otro. Vamos a hacer un trato. Si yo no puedo hacer lo que tú hagas, yo seré criado tuyo; si tú no puedes hacer lo que haga yo, tú serás mi criado.

      —Trato hecho—dijo el gigante;—me gustaría tener de criado un hombre como tú, porque me cansa pensar, y tú tienes cabeza para dos. Vaya, pues; ahí están mis dos cubos: ve a traerme el agua para la comida.

      Meñique levantó la cabeza y vio los dos cubos, que eran como dos tanques, de diez pies de alto, y seis pies de un borde a otro. Más fácil le era a Meñique ahogarse en aquellos cubos que cargarlos.

      —¡Hola!—dijo el gigante, abriendo la boca terrible;—a la primera ya estás vencido. Haz lo que yo hago, amigo, y cárgame el agua.

      —¿Y para qué la he de cargar?—dijo Meñique.—Carga tú, que eres bestia de carga. Yo iré donde está el arroyo, y lo traeré en brazos, y te llenaré los cubos, y tendrás tu agua.

      —No, no—dijo el gigante,—que ya me dejaste el bosque sin árboles, y ahora me vas a dejar sin agua que beber. Enciende el fuego, que yo traeré el agua.

      Meñique encendió el fuego, y en el caldero que colgaba del techo fue echando el gigante un buey entero, cortado en pedazos, y una carga de nabos, y cuatro cestos de zanahorias, y cincuenta coles. Y de tiempo en tiempo espumaba el guiso con una sartén, y lo probaba, y le echaba sal y tomillo, hasta que lo encontró bueno.

      —A la mesa, que ya está la comida—dijo el gigante;—y a ver si haces lo que hago yo, que me voy a comer todo este buey, y te voy a comer a ti de postres.

      —Está bien, amigo—dijo Meñique. Pero antes de sentarse se metió debajo de la chaqueta la boca de su gran saco de cuero, que le llegaba del pescuezo a los pies.

      Y el gigante comía y comía, y Meñique no se quedaba atrás, sólo que no echaba en la boca las coles, y las zanahorias, y los nabos, y los pedazos del buey, sino en el gran saco de cuero.

      —¡Uf! ¡ya no puedo comer más!—dijo el gigante;—tengo que sacarme un botón del chaleco.

      —Pues mírame a mí, gigante infeliz—dijo Meñique, y se echó una col entera en el saco.

      —¡Uha!—dijo el gigante;—tengo que sacarme otro botón. ¡Qué estómago de avestruz tiene este hombrecito! Bien se ve que estás hecho a comer piedras.

      —Anda, perezoso—dijo Meñique,—come como yo—y se echó en el saco un gran trozo de buey.

      —¡Paff!—dijo el gigante,—se me saltó el tercer botón: ya no me cabe un chícharo: ¿cómo te va a ti, hechicero?

      —¿A mí?—dijo Meñique;—no hay cosa más fácil que hacer un poco de lugar.

      Y se abrió con el cuchillo de arriba abajo la chaqueta y el gran saco de cuero.

      —Ahora te toca a ti—dijo al gigante;—haz lo que yo hago.

      —Muchas gracias—dijo el gigante.—Prefiero ser tu criado. Yo no puedo digerir las piedras.

      Besó el gigante la mano de Meñique en señal de respeto, se lo sentó en el hombro derecho, se echó al izquierdo un saco lleno de monedas de oro, y salió andando por el camino del palacio.

       Índice

      En el palacio estaban de gran fiesta, sin acordarse de Meñique, ni de que le debían el agua y la luz; cuando de repente oyeron un gran ruido, que hizo bailar las paredes, como si una mano portentosa sacudiese el mundo. Era el gigante, que no cabía por el portón, y lo había echado abajo de un puntapié. Todos salieron a las ventanas a averiguar la causa de aquel ruido, y vieron a Meñique sentado con mucha tranquilidad en el hombro del gigante, que tocaba con la cabeza el balcón donde estaba el mismo rey. Saltó al balcón Meñique, hincó una rodilla delante de la princesa y le habló así: «Princesa y dueña mía, tú deseabas un criado y aquí están dos a tus pies».

      Este galante discurso, que fue publicado al otro día en el diario de la corte, dejó pasmado al rey, que no halló excusa que dar para que no se casara Meñique con su hija.

      —Hija—le dijo en voz baja,—sacrifícate por la palabra de tu padre el rey.

      —Hija de rey o hija de campesino—respondió ella,—la mujer debe casarse con quien sea de su gusto. Déjame, padre, defenderme en esto que me interesa. Meñique—siguió diciendo en alta voz la princesa,—eres valiente y afortunado, pero eso no basta para agradar a las mujeres.

      —Ya lo sé, princesa y dueña mía; es necesario hacerles su voluntad, y obedecer sus caprichos.

      —Veo que eres hombre de talento—dijo la princesa.—Puesto que sabes adivinar tan bien, voy a ponerte una última prueba, antes de casarme contigo. Vamos a ver quién es más inteligente, si tú o yo. Si pierdes, quedo libre para ser de otro marido.

      Meñique la saludó con gran reverencia. La corte entera fue a ver la prueba a la sala del trono, donde encontraron al gigante sentado en el suelo con la alabarda por delante y el sombrero en las rodillas, porque no cabía en la sala de lo alto que era. Meñique le hizo una seña, y él echó a andar acurrucado, tocando el techo con la espalda y con la alabarda a rastras, hasta que llegó adonde estaba Meñique, y se echó a sus pies, orgulloso de que vieran que tenía a hombre de tanto ingenio por amo.

      —Empezaremos con una bufonada—dijo la princesa.—Cuentan que las mujeres dicen muchas mentiras. Vamos a ver quien de los dos dice una mentira más grande. El primero que diga: «¡Eso es demasiado!» pierde.

      —Por servirte, princesa y dueña mía, mentiré de juego y diré la verdad con toda el alma.

      —Estoy segura—dijo la princesa—de que tu padre no tiene tantas tierras como el mío. Cuando dos pastores tocan el cuerno en las tierras de mi padre al anochecer, ninguno de los dos oye el cuerno del otro pastor.

      —Eso es una bicoca—dijo Meñique.—Mi padre tiene tantas tierras que una ternerita de dos meses que entra por una punta es ya vaca lechera cuando sale por la otra.

      —Eso no me asombra—dijo la princesa.—En tu corral no hay un toro tan grande como el de mi corral. Dos hombres sentados en los cuernos no pueden tocarse con un aguijón de veinte pies cada uno.

      —Eso es una bicoca—dijo Meñique.—La cabeza del toro de mi casa es tan grande que un hombre montado en un cuerno no puede ver al que está montado en el otro.

      —Eso no me asombra—dijo la princesa.—En tu casa no dan las vacas tanta leche como en mi casa, porque nosotros llenamos cada mañana veinte toneles, y sacamos de cada ordeño una pila de queso tan alta como la pirámide de Egipto.

      —Eso es una bicoca—dijo Meñique.—En la lechería de mi casa hacen unos quesos tan grandes que un día la yegua se cayó en la artesa, y no la encontramos sino después de una semana. El pobre animal tenía el espinazo roto, y yo le puse un pino de la nuca a la cola, que le sirvió de espinazo nuevo. Pero una mañanita le salió un ramo al espinazo por encima de la piel, y el ramo creció tanto que yo me subí en él y toqué el cielo. Y en el cielo vi a una señora vestida de blanco, trenzando un cordón con la espuma del mar. Y yo me así del hilo, y el hilo se me reventó, y caí dentro de una cueva de ratones. Y en la cueva de ratones estaban tu padre y mi madre, hilando cada uno en su rueca, como dos viejecitos. Y tu padre hilaba tan mal que mi madre le tiró de las orejas hasta que se le caían a tu padre los bigotes.

      —¡Eso es demasiado!—dijo la princesa.—¡A mi padre el rey nadie le ha tirado nunca de las orejas!

      —¡Amo, amo!—dijo el gigante.—Ha dicho «¡Eso es demasiado!» La princesa es nuestra.

      


Скачать книгу