Inteligencia social. Daniel Goleman
Читать онлайн книгу.lo que sucede con otras regiones cerebrales especializadas en una determinada tarea, estos centros ejecutivos requieren más tiempo para realizar su trabajo. Pero, como ocurre con el resto de los repetidores cerebrales multiuso, la región prefrontal es mucho más flexible y capaz de enfrentarse a un rango mucho más amplio de tareas que cualquier otra estructura neuronal.
«La corteza prefrontal –me dijo Cohen– ha transformado el mundo humano hasta un punto en el que ya nada es física, económica ni socialmente igual.»
La capacidad creativa de los circuitos prefrontales nos ayuda a esquivar los mismos escollos generados por el genio humano (como las guerras por el control del petróleo provocadas por el consumo de gasolina, la sobreabundancia de calorías de las granjas industrializadas, los delitos informáticos, etcétera). Si tenemos presente que muchos de esos peligros y tentaciones se asientan en los deseos más primordiales de la vía inferior ante la explosión de oportunidades de autocomplacencia y abuso proporcionados por la vía superior nos daremos cuenta de que nuestra supervivencia depende, en gran medida, de esta última.
Como dijo Cohen: «Es cierto que ahora podemos acceder fácilmente a lo que queremos, como azúcar y grasas, pero todavía debemos aprender a equilibrar mejor nuestros intereses a corto y a largo plazo».
Este equilibrio depende de la capacidad de la corteza prefrontal de decir “no” a los impulsos (y de negarnos, en consecuencia, una segunda ración de mousse de chocolate) o pensárnoslo mejor (y convertir así una respuesta violenta en otra más amable), en cuyo caso la vía superior domina a la inferior.23
DECIR “NO” A LOS IMPULSOS
Semana tras semana, un hombre de Liverpool (Inglaterra) jugaba a los mismos números de la lotería nacional: 14, 17, 22, 24, 42 y 47. Un buen día, mientras contemplaba las noticias en la televisión, se enteró de que esa misma secuencia había obtenido el premio de dos millones de libras, pero entonces se dio cuenta de que, por primera vez, había olvidado echar a tiempo su boleto y, abrumado por la desesperación, acabó suicidándose.
Esta tragedia aparece citada en un artículo científico sobre el remordimiento derivado de una decisión equivocada.24 Esos sentimientos se originan en la corteza orbitofrontal, despertando la punzada de recriminaciones y reproches que acabaron sacando de sus casillas a ese pobre jugador de lotería. Pero los pacientes que presentan lesiones en los circuitos de la corteza orbitofrontal carecen de ese tipo de sentimientos y jamás se lamentan, en consecuencia, de las ocasiones perdidas.
La corteza orbitofrontal ejerce una influencia moduladora “descendente” sobre el funcionamiento de la amígdala, fuente de impulsos y oleadas emocionales ingobernables.25 Por esa razón, quienes tienen lesionados esos circuitos inhibidores, se comportan como niños que no saben reprimir sus impulsos emocionales y son incapaces, en consecuencia, de dejar de imitar el rostro de la persona con la que se encuentran. Y es que, al carecer de ese dispositivo de seguridad emocional, se hallan a merced de las respuestas de la amígdala.
Esos pacientes tampoco muestran la menor preocupación por errores sociales que atormentarían a otros. Así, por ejemplo, no tienen problema alguno en besar y abrazar a un completo desconocido, en contar chistes que harían las delicias del más escatológico de los niños de tres años, o en revelar alegremente sus más embarazosas intimidades a cualquiera que esté dispuesto a escucharles, ignorando incluso el escándalo que ello pueda ocasionar.26 Tal vez sepan explicar racionalmente las normas sociales del decoro, pero no muestran el menor empacho en olvidarlas y quebrantarlas, como si el inadecuado funcionamiento de la corteza orbitofrontal impidiera a la vía superior modular el funcionamiento de la inferior.27
La corteza orbitofrontal también funciona mal en el caso de aquellos veteranos de guerra que, al contemplar una escena bélica en el telediario de la noche o la explosión de un camión en una película, se ven desbordados por la emergencia de sus propios recuerdos traumáticos. Ésta es una respuesta originada en una sobreexcitación de la amígdala que, ante cualquier señal que evoque vagamente el trauma original, desencadena equivocadamente una oleada de pánico. En condiciones normales, la corteza orbitofrontal evaluaría de forma adecuada esos sentimientos primordiales de miedo y llegaría a la conclusión de que no se halla sumido en el fragor de la batalla, sino tan sólo viendo la televisión.
Mientras la vía superior la mantiene a raya, la amígdala no puede desempeñar el papel de chico malo del cerebro. En este sentido, la corteza orbitofrontal opera como centro de control que puede reprimir los impulsos límbicos procedentes de la amígdala. Así pues, cuando los circuitos de la vía inferior transmiten impulsos emocionales primordiales (como: «Tengo ganas de gritar» o «Estoy tan nervioso que quisiera salir corriendo»), la corteza orbitofrontal los evalúa para tener una comprensión más exacta de lo que realmente está ocurriendo («Estoy en una biblioteca» o «Ésta no es más que la primera cita») y los modula en consecuencia, actuando como una especie de freno emocional.
En ausencia de este freno, nuestra respuesta resulta inadecuada. Veamos, por ejemplo, el caso de cierta investigación en la que estudiantes universitarios desconocidos acudieron a un laboratorio para conocerse “virtualmente” en un chat on-line, una investigación que puso de manifiesto que cerca del veinte por ciento de esas charlas no tardaron en asumir tonalidades manifiestamente sexuales y que no faltaron los términos explícitos, las representaciones gráficas y hasta las propuestas más desinhibidas.28
Cuando el experimentador que dirigió esa investigación leyó las transcripciones de las charlas se quedó atónito porque, en el momento en que había acompañado a los diferentes participantes a sus cubículos, todos ellos se habían mostrado muy respetuosos, comedidos y educados, algo que contrastaba mucho con la desinhibición verbal que posteriormente mostraron en su conducta on-line.
Es de suponer que, en el caso de haberse tratado de un encuentro cara a cara, ninguno de ellos se habría atrevido a zambullirse en una conversación tan abiertamente sexual. La rela- ción interpersonal directa nos permite establecer lazos y mantener un feedback continuo basado en las expresiones faciales y el tono de voz de los demás que nos dicen de inmediato si estamos bien o mal encaminados.
Desde hace mucho tiempo –casi desde los mismos orígenes de Internet– se sabe de la desinhibición de la conducta de los adultos que están conectados on-line.29 La vía superior nos ayuda a no transgredir ciertos límites, pero Internet carece del tipo de feedback que necesita la corteza orbitofrontal para mantenernos socialmente a raya.
PENSÁNDOLO BIEN…
«¿Qué hace esa mujer llorando a solas frente a una iglesia? Parece que se trata de un funeral y está lamentando la pérdida de un ser querido pero, pensándolo bien… esto no tiene la menor pinta de ser un funeral. ¿Qué estaría haciendo, en tal caso, esa limusina blanca engalanada de flores aparcada frente a la iglesia. ¡Es una boda! ¡Qué bonito!»
Eso fue, aproximadamente, lo que pensó al contemplar la fotografía en la que una mujer estaba llorando delante de una iglesia y se sintió tan afligida que estuvo a punto de llorar. Pero, después de echarle una segunda ojeada más detenida y de pensárselo mejor, sin embargo, su primera impresión cambió por completo y, cuando se dio cuenta de que era una mujer dispuesta a acudir a una boda, la tristeza se trocó en gozo. Y es que cuando nuestra percepción cambia, también lo hacen correlativamente nuestras emociones.
Este episodio de la vida cotidiana se deriva de una investigación sobre los mecanismos cerebrales dirigida por Kevin Ochsner quien, a los treinta y pocos años, se ha convertido en una de las figuras pioneras de esta disciplina en ciernes que emplea las nuevas técnicas de imagen cerebral que hoy en día nos proporciona la ciencia.30 Cuando visité a Ochsner en su pulcra oficina, un oasis de orden en Schermerhorn Hall, la rancia conejera que aloja el departamento de psicología de Columbia, me explicó sus métodos.
En la investigación realizada por Ochsner, un voluntario de la RMNf Research Center de Columbia yace tumbado