Relación y amor. Jiddu Krishnamurti
Читать онлайн книгу.porqué nos domina el llamado intelecto. ¿No es debido a que las palabras se han vuelto demasiado importantes y no lo que está por encima o más allá de ellas? ¿o, porque está frustrado, bloqueado en diversos sentidos, y puede que no sea consciente de ello en absoluto? En el mundo de hoy se rinde culto al intelecto y cuanto más ingenioso y astuto es uno, más progresa.
«Posiblemente todos estos factores influyan, pero ¿tanta importancia tienen? Por supuesto que podemos seguir analizando indefinidamente, describiendo la causa, pero ¿solucionaremos así la separación entre la mente y el corazón? Eso es lo que quiero saber. He leído algunos libros de psicología y nuestra propia literatura antigua, y nada me apasiona realmente. Por eso he venido a verle, aunque tal vez sea ya demasiado tarde para mí.»
¿Le interesa de verdad que estén unidos la mente y el corazón? ¿De verdad no está satisfecho con sus capacidades intelectuales? Quizás el problema de cómo unir la mente y el corazón sea sólo teórico. ¿Por qué le preocupa que se logre esa unión? En realidad, su preocupación nace del intelecto, ¿no es así?; no surge de un verdadero dolor ante el deterioro de sus propios sentimientos. Ha dividido la vida en intelecto y corazón, y está verbalmente preocupado porque observa de manera intelectual cómo su corazón va secándose. ¡Déjelo que se seque! Intente vivir sólo en el plano del intelecto. ¿Es eso posible?
«No es que no tenga sentimientos.»
Pero… ¿no son esos sentimientos en realidad sentimentalismo, pura autocomplacencia emocional? Sin duda, ése no es el sentir del que estamos hablando. Lo que estamos diciendo es: muera al amor; ¡qué importa! Viva por completo con su intelecto y con sus manipulaciones verbales, con sus astutos razonamientos; porque si realmente vive así, ¿qué sucede? Lo que está haciendo es oponerse a la destrucción de ese intelecto que tanto venera, porque toda destrucción trae multitud de problemas. Posiblemente, al ver el efecto que tienen las actividades intelectuales en el mundo –las guerras, la competitividad, la arrogancia que genera el poder–, sienta miedo de lo que pueda suceder, sienta miedo de la falta de esperanza y de la desesperación del ser humano.
mientras exista esta división entre los sentimientos y el intelecto, uno dominará al otro, forzosamente uno destruirá al otro; no hay un puente que pueda unirlos. Es posible que haya escuchado estas charlas durante muchos años y, tal vez, haya hecho grandes esfuerzos para unir la mente y el corazón, pero ese esfuerzo es de la mente y, por tanto, la mente domina el corazón. El amor no pertenece a ninguno de los dos, porque el amor no tiene la peculiaridad de dominar. El amor no es algo creado por el pensamiento ni por el sentimiento; no es una palabra del intelecto o una respuesta sensorial. Cuando dice: «Necesito sentir amor y para conseguirlo tengo que cultivar el corazón,” en realidad lo que cultiva es la mente y así mantiene siempre a ambos separados; no se puede salvar el abismo que los separa y unirlos con una intención interesada. El amor está al comienzo, no al final de cualquier intento.
«Entonces, ¿qué he de hacer?»
Ahora sus ojos brillaban más; había un movimiento en su cuerpo. miró por la ventana y empezó lentamente a enardecérsele el ánimo.
No puede hacer nada. ¡olvide todo eso! Simplemente escuche; vea la belleza de esa flor.
CAPÍTULO 4
La meditación es la manifestación de lo nuevo. Lo nuevo está más allá y por encima del pasado repetitivo; la meditación es el final de esa repetición. La muerte que la meditación trae es la inmortalidad de lo nuevo. Lo nuevo no se halla dentro del área del pensamiento, y la meditación es el silencio del pensamiento.
La meditación no es un logro personal, no consiste en retener una visión, ni es la excitación producto de las sensaciones. Es como el río que, indómito, fluye rápido y rebasa sus márgenes. Es música sin sonido; no puede ser domesticada ni utilizada. La meditación es el silencio en el cual, desde el mismo principio, el observador ha cesado.
El Sol aún no había salido y a través de los árboles podía verse el lucero del alba. Había un silencio realmente extraordinario; no era el silencio que hay entre dos sonidos o entre dos notas, sino el silencio que existe sin razón alguna, el silencio que debió existir en los inicios del mundo. Y ese silencio llenaba todo el valle y los montes.
Los dos grandes búhos, llamándose uno al otro, no perturbaban ese silencio, y un perro que a lo lejos ladraba a la Luna aún visible, formaba parte de aquella inmensidad. El rocío era muy denso y el Sol sobresalía por encima del monte, lanzando destellos de innumerables colores y bañándolo todo con el resplandor de sus primeros rayos.
Las delicadas hojas de la jacarandá estaban cargadas de rocío y los pájaros venían a ella a darse su baño matinal, agitando las alas para que el rocío de las delicadas hojas humedeciera sus plumas. Los cuervos graznaban con su peculiar insistencia, saltando de una rama a otra e introduciendo bruscamente la cabeza entre las hojas, agitando las alas y acicalándose. Alrededor de media docena de ellos estaban posados sobre una gruesa rama y había muchos otros pájaros dispersos por el árbol, tomando su baño matinal.
El silencio se expandía y parecía ir más allá de los montes. Se escuchaba el habitual alboroto de los niños, sus gritos y sus risas; y la granja empezaba a despertar.
Iba a ser un día frío y ahora la luz del Sol cubría los montes. Eran montes muy viejos, probablemente los más viejos del mundo, con rocas de formas fantásticas que parecían haber sido cinceladas con gran esmero, colocadas una en equilibrio sobre otra; y ni el viento ni golpe alguno podía moverlas de su equilibrio.
Era un valle muy alejado de los pueblos y la carretera que lo atravesaba conducía a otra aldea; estaba llena de baches y no había automóviles ni autobuses que turbaran la ancestral quietud de aquel lugar. Transitaban por ella carretas de bueyes, pero su movimiento formaba parte de los montes. Se veía el lecho seco de un río, que sólo llevaba agua cuando llovía en abundancia, y su color era una mezcla de rojo, amarillo y castaño. Él también parecía moverse con los montes; y los aldeanos, que caminaban en silencio, se asemejaban a las rocas.
El día transcurrió lentamente y hacia el final del crepúsculo, mientras el Sol se ocultaba tras los montes del oeste, el silencio que venía de muy lejos se extendía sobre los cerros, a través de los árboles, cubriendo los pequeños arbustos y la vieja higuera sagrada (el baniano). A medida que las estrellas empezaban a brillar, el silencio iba haciéndose cada vez más intenso; apenas podía uno soportarlo.
Se apagaron las pequeñas lámparas de la aldea, y, con el sueño, la intensidad del silencio se hizo aún más profunda, más amplia, e increíblemente poderosa. Incluso los montes se volvieron más silenciosos, porque también ellos habían interrumpido sus murmullos, su movimiento, y parecían haber perdido su peso inmenso.
Dijo que tenía 45 años; iba impecablemente vestida, con un sari, y llevaba varias ajorcas en las muñecas. El hombre mayor que la acompañaba dijo que era su tío. Nos sentamos los tres en el suelo, frente a un gran jardín en el que crecían un baniano, algunos mangos, una buganvilla de color muy vivo y varias palmeras aún jóvenes. Ella estaba muy triste; movía las manos inquietamente e intentaba no deshacerse en palabras y, quizás, en lágrimas. Su tío dijo: «mi sobrina y yo hemos venido para hablar con usted. Su esposo murió hace unos años y poco después perdió a un hijo; desde entonces no deja de llorar y ha envejecido terriblemente. No sabemos qué hacer. Los consejos médicos habituales no han servido de mucho; está adelgazando y creo ha perdido interés en sus otros hijos. No sabemos dónde acabará todo esto y ella ha insistido en que viniéramos a hablar con usted».
«Perdí a mi esposo hace cuatro años. Era médico y murió de cáncer, pero nunca me lo dijo y, más o menos, hasta el último año no me enteré de su enfermedad. Sufría terriblemente, a pesar de la morfina y otros sedantes que los médicos le suministraban. Ante mis propios ojos se fue consumiendo hasta morir.»
Casi asfixiada por sus propias lágrimas, guardó silencio. Posada en una rama había una paloma arrullándose pacientemente. Era de color gris oscuro, con la cabeza pequeña y el cuerpo grande –relativamente grande, claro, puesto que no dejaba