Una canción de juventud. María Casal

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Una canción de juventud - María Casal


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estaba vacío.

      Cuando la situación se calmó un poco, pudimos volver a Punta Umbría sin más inconvenientes. El hecho de que Sevilla fuese tomada muy pronto por el general Queipo de Llano nos ahorró parte de las penalidades más crudas de la guerra. Aparte de algún bombardeo esporádico, en que teníamos que salir al campo porque la casa no tenía sótano —mientras la nonna se quedaba preparando la comida para que estuviese lista a la vuelta—, gracias a Dios, no nos tocó vivir de cerca los horrores de la guerra. Recuerdo de aquella época, una ocasión en que mi madre —que de cobarde no tenía nada—, al oír un bombardero se puso muy pálida y exclamó: Le bombe! («¡Las bombas!»). La nonna, que estaba leyendo el periódico, le dijo: Bambina, tu lo sai, siamo in guerra («Hija, tú ya lo sabes, estamos en guerra»), y siguió leyendo tranquilamente la Neue Zürcher Zeitung.

      Sin embargo, aunque nos salvamos de momentos crudos, nuestra infancia de esa época estuvo marcada por la preocupación y la tristeza de los adultos, que había comenzado ya antes de la guerra. En el año 1931 habían ardido en Sevilla —ciudad dominada entonces por la izquierda extremista— los primeros conventos e iglesias. En la Semana Santa de 1934, por ejemplo, solo salió en procesión la cofradía de la Estrella, y hubo alguien que disparó contra la imagen de Nuestra Señora. También recordaré siempre el semblante desencajado de mi padre una vez que volvió a casa contando cómo, unos minutos antes, había visto asesinar a un colega suyo en la calle. Su amigo aún había tenido tiempo de dirigirle una sonrisa de despedida... Siendo ya un anciano, mi padre contaba sucesos tristes de esa contienda fratricida, y siempre se emocionaba profundamente.

      Cuando los militares del bando nacional fueron avanzando por el sur del país, mi padre empezó a acompañarlos con otro señor suizo, no como militar, sino con la misión de restablecer servicios e instalaciones. La Sevillana de Electricidad tenía centrales por casi toda Andalucía, y ellos debían conseguir que volvieran a funcionar con normalidad, para devolver a aquellas tierras, que habían sido disputadas en la contienda, una cierta estabilidad. A la vez, gracias a su trabajo, tuvieron ocasión de salvar a muchos de sus obreros de la cárcel o de la muerte, explicando que los conocían, que se trataba de buenas personas que habían sido arrastradas por los acontecimientos, o alegando que tenían muchos hijos, o cualquier otro argumento que pudiera servir. Muchas veces se arriesgaban seriamente ellos mismos, pues ni el uniforme del ejército de Franco —sin grado militar—, ni el fajín con la bandera suiza que llevaban en el brazo ofrecían mucha protección en un tiroteo ocasional o ante las autoridades militares a quienes acompañaban. El capitán que encabezaba el pelotón llegó a amenazar a mi padre, tratando de disuadirle de realizar aquella labor para salvar a los obreros: «Don Emilio, si sigue así, le va a tocar a usted».

      A mis padres, como a tantos en esa época, les preocupaba mucho que algún suceso inesperado dispersara a la familia y que algún hijo pudiera perderse en una huida precipitada o en un bombardeo. Por eso, mi padre nos hizo unas fotografías individuales bastante grandes, escribió detrás el nombre de cada uno y nuestra dirección, y las sujetó con una cinta para que pudiésemos colgárnoslas del cuello. Al acabar el día, las dejábamos cada noche al pie de la cama, junto con el abrigo y los zapatos, por si había que salir corriendo. Aun con la inconsciencia propia de la niñez, estos detalles no dejaban de impresionarnos. Las noticias del frente de personas conocidas que morían por la guerra; los discursos en la radio (la televisión aún no existía) —como los famosísimos del general Queipo de Llano—; las escenas bélicas en el NODO, el reportaje de actualidad que solía proyectarse en el cine antes de las películas… Todo aquello, sin duda, ayudaba a reflexionar sobre el sentido de la vida y de la muerte ya desde edades muy tempranas.

      Apenas terminada la Guerra Civil en abril de 1939, estallaría, pocos meses más tarde, un conflicto de proporciones mucho mayores que sacudiría al mundo entero hasta los cimientos, causando un número incalculable de víctimas: la Segunda Guerra Mundial. A mi padre siempre le daba mucha pena, según decía, que sus hijos hubiésemos pasado tiempos de guerra durante casi nueve años de nuestra vida, hasta el punto de que Bernardo, el menor de mis hermanos, no recordaba otra cosa. Nuevamente, al menos para mí, veo en estas vivencias la intervención de Dios, que me iba preparando, como a todos mis hermanos, para tomarme en serio la vida.

      [1] Conversaciones, n. 32.

      [2] Conversaciones, n. 104. «Suelo decir, a los miembros de la Obra, que deben el noventa por ciento de su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a ser generosos».

      [3] Amigos de Dios, n. 138.

      [4] Modo coloquial, marcado por el acento del sur de España, de denominar al hambre.

      [5] Forja, 693.

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