Sí sé por qué: Novela. Felipe Trigo

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Sí sé por qué: Novela - Felipe Trigo


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Virgen que no sé quién organizó. No hay nadie á quien mi nuevo compañero de mesa no conozca. El solo llena de ceremoniosas reverencias las tertulias y los bailes. Toca el piano y la flauta, hace prestidigitaciones, inventa juegos de prendas, y lo mismo se pone á conversar con el segundo maquinista que con un ex presidente de la República de su país, y con la ex presidenta y las hijas, que traen la mejor cámara del barco, y que han sido en Madrid agasajadísimos. Algo anticuado el joven teniente de fragata, sin duda, en materia coreográfica anda aún por rigodones, y en lecturas por Balzac y Víctor Hugo.

      Paréceme que sus mismos compatriotas, picados de snobismo al regresar del viejo mundo, le miran con la condescendencia que á un niño candoroso. Mientras él retóricamente trata de ensalzarles á las damas las figuras de Cuasimodo ó Juan Valjuán, ellas se distraen hablando del tango, de Wagner, de los apaches de París..., y, sobre todo, de lo que constituye la última atracción de escándalo europeo: del crimen de la Montsalvato. Traen diarios é ilustraciones, y se desquitan leyendo y discutiendo á bordo cuanto no tuvieron tiempo de saborear en tierra á su placer. Los grabados de la «tristemente célebre condesa» circulan. Se admira su beldad. Una de las más bonitas mujeres de Italia y la más perversa del mundo. Creen que ya la habrán cogido, y que se la ahorcará con el amante. Aguardan impacientes, para tener noticias, la escala de Canarias. Sin embargo, se asedia al capitán, por si radiográficamente pillase algo del suceso.

      Me aburro, oyendo en todas partes hablar del crimen; y lejos de esta cubierta de joyas y elegancias, como la vasta galería de un balneario, me hundo en las encrucijadas del barco buscándome á mí mismo.

      Más que por la impulsión invencible de pensar y sentir tristezas, según antes me pasaba, diríase que voluntariamente busco ahora el pensarlas y el sentirlas por el hábito de que no quiero prescindir. Ellas han constituído durante dos años mi existencia, y sin ellas parézcome vacío... sin rumbo en la vida, sin objeto.

      Porque la verdad, la misma impulsión bestial que, desde que duermo y como, siento á veces ante las provocaciones de Placer, me abochorna hasta el extremo de preferir, incluso con su cohorte de penas desoladas, la orgánica aversión sensual de mi maldita neurastenia. Triste es tener que prescindir de la integridad del amor de las mujeres; pero más triste es tener que aceptarlas en su cercenada realidad de lascivos mecanismos. Los hombres no hemos sabido formarlas el alma todavía.

      O mejor dicho, dejar de deformársela. Ejemplo de ello lo llevamos en esta miniatura del mundo que viene á ser el buque. Por eso me place, con amarga complacencia, bajar á la cámara de tercera y ver cuán cerca van unas de otras las pobres torturadas que forman como los símbolos de extrema oposición en el martirio de las vidas femeninas. Son, por una parte, cinco religiosas italianas que irán á hospitales ó colegios argentinos; por otra, y en patrullas diferentes, un sucio rebaño de prostitutas francesas y austriacas que irán á Buenos Aires.

      Símbolos, sí, del social absurdo. Representan lo que se tiende á hacer con todas las mujeres de un modo indefectible. Se las parte, y no hay término medio para ellas. O lo espiritual, en un calvario de renunciaciones, ó lo animal, en plena desvergüenza.

      Estoy contemplando en el entrepuente el grupo de asustada y blanca sumisión que á un lado componen las monjas; el grupo de descaro arlequinesco que al otro lado componen las rameras.

      ¡Horrible! Apartados en polarización inconciliable el beso del espíritu y el beso de los labios; rotos el amor del cielo y de la tierra para el amor del hombre y la mujer..., como si la angélica inocencia de los niños no se besase con los labios..., como si las madres no dieran á sus hijos con los labios los besos de la gloria.

      Lloro por todas las desgraciadas prostitutas y monjas de la tierra, y me ahoga, me sofoca la piedad.

      Pero... otra escena se me ofrece en estos fondos del fastuoso trasatlántico donde llevamos confinados los horrores. Baja de la cubierta de emigrantes una pobrísima familia; la madre, la hija mayor y un niño de quince años, transportan, como preciosas cargas que pudieran dejar caer en la verticalidad de la escalilla, á otros niños más pequeños; la joven es bonita, y mira tímida en su torno. Pasan como en fuga junto al escándalo de burdel de las rameras, y tras el amparo de las monjas buscan el escondite de unos fardos. Al poco llega un mozo de limpieza, besa á los chiquillos y repárteles fiambres; se va inmediatamente, y la familia come, apretada en el amoroso miedo de ella misma. Los circunda una aureola de honradez. Viéndolos comer la escudilla de las sobras, y pensando en los festines de mi mesa y en lo que la bruta de Placer traga á todas horas, siento que las lágrimas del alma se me vierten por los ojos.

      Y el rubor me aleja de las gentes; porque el llanto debe ser una cosa vergonzosa en un mundo donde la impudencia de una mujer se paga con brillantes y la virtud de otra con miseria y con limosnas.

      Voy enjugándome las lágrimas, y alguien me tropieza: el mozo de antes, que al salir de un camarote con dos cubos, me vierte un poco de agua. Pensando que soy francés porque no contesto, discúlpase en francés; no respondo, y háblame en inglés, al tiempo que se apresura á limpiarme con un paño. Al incorporarse y oir mi neto madrileño, cree reconocerme. Resulta un antiguo acomodador de la Princesa. Charlamos. Se expresa discretamente. Es perito comercial; pero sin influencias para colocarse, y abrumado por los hijos, atendió á la urgencia de ganarse una peseta como pudo. La familia que he visto es la suya. Emigran, y él ha logrado del sobrecargo este puesto eventual en el servicio, que le permite sacar algunas propinillas y restos de las mesas para librar del rancho á su mujer y á los pequeños.

      Está flaco; está enfermo. Punto menos que á la fuerza le hago aceptar un billete de diez duros, y llora y quiere besarme las manos... Nos interrumpe una austriaca que viene medio desnuda, de bañarse. Es una de las rameras, grande, de senos lacios, casi vieja y casi horrible. Entra en el camarote y le reclama al mozo los cubos de agua con despótico ademán.

      Yo parto, ocultando mi dolor; el infeliz sirviente me ha cruzado una mirada que indica sus resignaciones.

      Subo adonde pueda ver el cielo. Desierto á esta hora el verandah de la cubierta alta, porque el pasaje se recluye á la música y al te del comedor, pido una cerveza.

      Mas no logro olvidar al mísero padre de familia que sabe francés, que sabe inglés, que es un inteligente trabajador, cuyo acoso de la vida le impidió desenvolver sus aptitudes..., que es un español honrado, cuando menos, que quiso darle á su patria cinco hijos..., y que, lanzado por su patria, emigra y acógese á la compasión del barco sirviéndole de rapa á inmundas extranjeras.

      La injusticia me acongoja. No sé qué parte de ella puede caberme á mí, y las lágrimas vuelven á inundar mis mejillas. ¡Oh, la neurastenia! ¡Qué excelsa maldición! ¿Por qué cuando estamos buenos y bien hallados en la vida no vemos todo esto?... Al revés, el ajeno sufrimiento nos impresiona como un contraste pintoresco que realza y le presta el claro oscuro á nuestra dicha: un golfo que, muerto de frío, cierra el coche donde nos ha unido la lujuria con una hembra de alquiler, nos hace sonreír y decirle una alegre chirigota; una anciana mendiga nos hace arrojarla de mal modo una moneda y un insulto, sin pensar que tenga las mismas entrañas hechas por Dios y las mismas canas quizá que nuestra madre; un camarero que nos habla el francés y el alemán nos parece sencillamente un majadero.

      Y... seco precipitadamente mis lágrimas..., aunque los que llegan podrían demás, á saber su causa, comprenderlas: la joven rubia con su madre y los señores sacerdotes. Siéntanse á pocas mesas de mí, y ellos se ponen á fumar y ellas á leer libros de oraciones.

      Es un ángel esta niña. Viste siempre sencillísimos trajes blancos, con la falda hasta los pies, y luce el ceniza dorado tesoro de su pelo en trenzas á la espalda. Por la gentileza del cuerpo diríase una mujer de veinte años; por la lozanía, y el candor del rostro, una chiquilla de trece.

      ¿Contará diez y siete ó diez y ocho?... No. Así como hay damitas que gustan de prolongar su aspecto adolescente valiéndose del infantil engaño de las ropas, hay niñas de precoces desarrollos que, á pesar de la puerilidad de su semblante, tienen antes de tiempo que alargarse los vestidos; y ésta es una de ellas. No he visto jamás una expresión más cándida y sincera. Tras


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