El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!. Andrés Vázquez de Prada

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El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea! - Andrés Vázquez de Prada


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improviso entre el origen de Eva y la costilla de Adán, Josemaría trató de hacerse espacio y ganar tiempo. Habló primero en latín, largo y tendido, sobre nuestro padre Adán, para proseguir luego con Eva. Pero, por más vueltas que daba al asunto, no le venía a la cabeza ninguna idea salvadora. Se alargaba más de lo que permitía la paciencia del profesor, el cual, interrumpiendo las divagaciones, le apremió en castellano: «Bien, ¿pero dónde dejamos esa costilla?» 69.

      * * *

      De las cuentas del seminario, que no podían ser más elementales, se encargaba el Rector. Los gastos generales de la casa corrían a cargo del Real Seminario de San Carlos. Y, como casi todos los seminaristas disfrutaban de beca, o prestaban servicios que les eximían de pago, el cálculo de los ingresos tampoco era operación demasiado complicada. En el curso 1920-1921, por ejemplo, los ingresos consistían en lo obtenido por la venta de doce escudos para los mantos de los colegiales, más cuatro pensiones y media. De los cinco seminaristas que pagaban estancia en el San Carlos, la media pensión correspondía a Josemaría, que tenía concedida media beca.

      La escrupulosa minuciosidad del Rector en el cómputo de los días de estancia en el seminario y de las cantidades a pagar es muy de agradecer. Según la “Hoja de cuentas” de aquel curso, Josemaría satisfizo 157 pesetas con 50 céntimos por 252 días de permanencia (la pensión completa era de una peseta y veinticinco céntimos diarios) 70. Los 252 días son, exactamente, los que median entre su ingreso (28 de septiembre de 1920) y el cierre de las cuentas (7 de junio de 1921). La estancia ininterrumpida de los seminaristas, de septiembre a junio, era lo acostumbrado y lo que señalaba el Reglamento 71.

      En esos largos meses, lejos de la familia, el seminarista mantenía frecuente relación con los suyos, dándoles cuenta en sus cartas de los estudios e ilusiones juveniles, procurando animarles. La Navidad de 1920 fue la primera que pasó fuera de casa. Y recordaría con nostalgia las Navidades de Barbastro y el viejo villancico que le cantaba doña Dolores, y con el que arrullaría ahora a su hermano Santiaguín (Guitín le llamaban familiarmente):

      «Madre, en la puerta hay un Niño, más hermoso que el sol bello, diciendo que tiene frío...» 72.

      Al recibir noticias de Logroño, releyendo los pequeños sucesos domésticos, adivinaba, entre líneas, las dificultades del hogar y los sufrimientos del padre 73. Cuando llegaban las vacaciones de verano, su presencia en casa era una ráfaga de alegría. Visitaba a don Hilario, el párroco de Santiago el Real, y se ponía a su disposición. Procuraba distraer y acompañar a don José y descargar a su madre de trabajo. Tomaba de la mano al pequeño Guitín y se iban juntos a pasear. En el verano de 1922 —el hermano tenía entonces tres años y medio— se hicieron una foto en un banco del parque. Josemaría vestido de traje gris oscuro, corbata negra y sombrero de paja. Guitín, con vestido blanco, un gorrito calado hasta los ojos y una cara con expresión de circunstancias 74.

      De la amistad de Josemaría con un compañero seminarista, Francisco Moreno, nació la idea de intercambiar unos días de descanso, durante las vacaciones, en casa de sus respectivas familias. Así fue cómo Francisco pasó unas cortas temporadas en Logroño, invitado por los Escrivá. Hacían los dos seminaristas excursiones por la ribera del Ebro y, muy frecuentemente, se llegaban luego a la tienda de don José, a “La Gran Ciudad de Londres” , para acompañarle, dando una pequeña vuelta, hasta su casa. «Era un agradable paseo, aunque a mí me hacía sufrir no poco el ver a aquel hombre, aún de edad joven, pero que había envejecido prematuramente» , refiere Francisco Moreno, quien echa a don José más años de los 55 que por entonces contaba. Recordaba también cómo, «después de pasarse las horas largas tras el mostrador de la tienda, tenía los pies hinchados hasta el punto de tener que descalzarse en cuanto llegaba a casa» 75.

      El corazón materno de doña Dolores se mostraba entonces al descubierto en pequeños desvelos domésticos, en el cuidado y cariño con que preparaba, por ejemplo, el desayuno de los dos seminaristas: «quería darnos, con esta y otras cosas —refiere el invitado—, lo que no podíamos tener cuando estábamos en Zaragoza» 76.

      De la estancia en casa de los Moreno hay noticias más abundantes, pues allí se reunía un grupo de amigos de la misma edad. A ese grupo pertenecía Antonio, el hermano de Francisco, que estudiaba medicina en Zaragoza y era también conocido de Josemaría; y los dos hermanos, Antonio y Cristóbal Navarro. Sobre aquellos días de vacaciones refiere Francisco Moreno: «No recuerdo bien si fueron dos o tres los veranos en los que Josemaría pasó unos días —quince o veinte— con mi familia en Villel, un pueblo cercano a Teruel en donde mi padre había ejercido como médico. Todos los de mi casa le apreciaban mucho porque se hacía querer: era comedido, discreto y prudente pero, a la vez, era afectuoso y expansivo. Además, constantemente aparecía su natural y maravilloso sentido del humor. Su llegada a Villel era en aquella casa una gran fiesta y, cuando se marchaba, se notaba que había dejado un gran vacío. Para mi madre era un hijo más» 77.

      Llevaba trajes oscuros y corbata negra, como para no ocultar su condición de seminarista. Asistía diariamente a misa y ayudaba al párroco si hacía falta. El cura del pueblo, un santo varón que padecía la “enfermedad del sueño” , daba mucha pena a Josemaría. Apenas podía cumplir sus deberes. El sueño le atacaba en los momentos más inoportunos, en plena celebración litúrgica o al predicar desde el púlpito 78.

      Por las mañanas salían de paseo siguiendo las orillas del Turia, que traía las aguas recién nacidas. Si sus compañeros se bañaban desnudos, Josemaría no lo hacía, por pudor. Regresaban a comer; y, pasadas las horas del bochorno, en las largas tardes del verano, organizaban excursiones a parajes vecinos: a la Peña del Cid o al Santuario de la Virgen de la Fuensanta, en pleno monte. Si a la gira se agregaban, a veces, algunas chicas, siempre hallaba el seminarista un pretexto para quedarse en casa trabajando. Pero su ausencia no pasaba inadvertida a las muchachas. Carmen Noailles, en este punto del trato con las amigas de sus compañeros, asegura que «se notaba claramente la decisión y firmeza de su vocación al sacerdocio» 79.

      Cuando el grupo iba al casino del pueblo a jugar a las cartas, Josemaría se quedaba en su cuarto a leer o a escribir. Trasladaba en versos jocosos las incidencias de la jornada y de las excursiones, e ilustraba los versos con dibujos, en un cuaderno que llevaba por título: “Aventuras de unos chicos de Villel en sus idas y venidas de Zaragoza a Teruel” 80.

      En esos largos ratos en que se quedaba solo, charlaba con la madre de los Moreno, todavía no recobrada de su reciente viudez. Para la pobre mujer era un gran consuelo conversar con Josemaría; y cuando, frecuentemente, sacaba el tema de la pérdida del marido, Josemaría solía decirle: No la quiero ver triste. No llore Sra. Moreno. Hemos de pedir mucho por él. Yo, en cuanto me ordene, ofreceré la Misa por él 81.

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