Torquemada y San Pedro. Benito Perez Galdos

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Torquemada y San Pedro - Benito Perez  Galdos


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       Benito Pérez Galdós

      Torquemada y San Pedro

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664130723

       PRIMERA PARTE

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       XI

       XII

       XIII

       XIV

       XV

       SEGUNDA PARTE

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       XI

       TERCERA PARTE

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       Índice

       Índice

      Las primeras claridades de un amanecer lento y pitañoso, como de Enero, colándose por claraboyas y tragaluces en el interior del que fué palacio de Gravelinas, iban despertando todas las cosas del sueño de la obscuridad, sacándolas, como quien dice, de la nada negra á la vida pictórica... En la armería, la luz matinal puso el primer toque de color en el plumaje de yelmos y morriones; modeló después con trazo firme los petos y espaldares, los brazales y coseletes, hasta encajar por entero las gallardísimas figuras, en quien no es difícil ver catadura de seres vivos, porque la costra de bruñido hierro, cuerpo es de persona monstruosa y terrorífica, y dentro de aquel vacío, ¡quién sabe si se esconde un alma!... Todo podría ser. Los de á caballo, embrazando la adarga, en actitud de torneo más que de guerra, tomaríanse por inmensos juguetes, que fueron solaz de la Historia cuando era niña... En alguno de los guerreros de á pie, cuando ya la luz del día determinaba por entero sus formas, podía observarse que los maniquís vestidos del pesado traje de acero, se aburrían soberanamente, hartos ya de la inmovilidad que desencajaba sus músculos de cartón, y del plumero que les limpiaba la cara un sábado y otro, en miles de semanas. Las manos podridas, con algún dedo de menos, y los demás tiesos, no habrían podido sostener la lanza ó el mandoble, si no se los ataran con un tosco bramante. En lo alto de aquel lindo museo, las banderas blancas con la cruz de San Andrés colgaban mustias, polvorosas, deshilachadas, recordando los tiempos felices en que ondeaban al aire, en las bizarras galeras del Tirreno y del Adriático.

      Del riquísimo archivo se posesionó la claridad matutina en un abrir de ojos, ó de ventanas. En la cavidad espaciosa, de elevado techo, fría como un panteón, y solitaria como templo de la sabiduría, rara vez entraba persona viviente, fuera del criado encargado de la limpieza, y de algún erudito escudriñador de rarezas bibliográficas. La estantería de alambradas puertas cubría toda la pared hasta la escocia, y por los huequecillos de la red metálica confusamente se distinguían lomos de pergamino, cantos de ceñidos legajos amarillentos, y formas diversas de papelorio rancio, que despedía olor de Historia. Al entrar la vigilante luz, retirábase cauteloso á su domicilio el ratón más trasnochador de aquellas soledades: contento y ahito iba el muy tuno, seguido de toda la familia, pues entre padres, hijos, sobrinos y nietos, se habían cenado en amor y compaña una de las más interesantes cartas del Gran Capitán al Rey Católico, y parte de un curiosísimo Inventario de alhajas y cuadros pertenecientes al Virrey


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