Amistad funesta: Novela. Jose Marti

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Amistad funesta: Novela - Jose Marti


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me había sido dado tratar y su muerte representaba no solo una pérdida irreparable para Cuba, de la que habría sido uno de sus preclaros presidentes, sino para la América latina toda, pues desaparecía el escritor genial en quien el fuego de la solidaridad americana brillaba con resplandores que iluminaban ambos continentes.

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      Notas de Arte (Colombia), agosto 15 de 1910

      Le conocí y traté en New York el año de 1891.

      Me consagró su amistad. La amistad es la única rosa que no tiene espinas. La única fuente arrulladora que no tiene lodo.

      Fui su amigo—en el trajín social—de pocos meses.

      Soy su amigo perdurable por el recuerdo y la memoria.

      Su recuerdo es para mí un ariete, relámpago que cruza las soledades de mi cerebro, viento agitado en mi calma abrumadora, águila que despierta—en horas de abatimiento—a picotazos mi alma.

      Fui, con varios condiscípulos, expresamente a conocerle. Habitaba casa humilde y vivía modestamente.

      Enamorado yo de sus escritos, deslumbrada mi juventud por aquel vuelo de cóndores de su prosa soberana, entré a aquel Areópago con el pensamiento en las nubes y el corazón en los labios.

      Eran días tétricos para los colombianos residentes en New York, días en que un desdichado compatriota, al frente de un puesto distinguido, había llevado a sus gavetas joyas que no eran suyas.

      Fue ese el tópico obligado, y Martí me decía: «los suramericanos enviamos trozos humanos putrefactos para que estos países los escarben y examinen, mandamos el rostro ensangrentado de la Patria para que estos países lo abofeteen».

      Sobre Cuba exclamaba:

      «Estoy desorientado y triste, pero con la mirada siempre fija en la cumbre inaccesible.

      »En mi tierra no hay más que dos hombres: Gómez y Maceo, y una bandera: yo.

      »A ellos los tienen como visionarios y a mí me consideran loco. Nos han dejado solos.

      »Aquí, en los momentos de angustia, en esos días lóbregos en que en vano lucho y brego con los hombres y las cosas, al trasladar al papel mis pobres pensamientos, no me explico, no comprendo cómo no se transforma en Vesubio mi cabeza ni se convierte mi pluma en bayoneta.

      »Ustedes, los colombianos, tienen aun esperanzas de redención: allí hay vida, hay savia, hay esplendor.

      Nosotros no tenemos nada.

      »Cuba es una tumba muy grande que guarda un cadáver más grande que ella: la raza india muerta.

      »Esa raza me alienta, y la máxima de Bolívar me conforta: '¡Venceremos!'».

      Calló, inclinó la cabeza meditabundo, me pareció escuchar el ruido estruendoso de las armas en la manigua, y comprendí que aquel hombre era algo más que tribuno, algo más que genio: ¡era la Libertad!

      La América latina ha sido escasa en mentes colosales. El genio, como el célebre arbusto parlante de Sumatra, no se ha dado en América sino muy de tarde en tarde.

      Ha habido ilustraciones altas y macizas, pensadores vastos y profundos, prosistas, oradores y poetas de palabra de oro y alas luminosas; pero el genio auténtico, la cabeza batida por aquilones y coronada de rayos, la lengua de fuego que realza y purifica cuanto toca, la pluma gigante que vierte a raudales la ternura, la ciencia y la filosofía... esos, han sido muy raros en América.

      Genio Montalvo; genio José Martí.

      El primero con una sombra: el arcaísmo; el segundo, sin sombras y sin manchas.

      La estulticia de las muchedumbres, el espíritu fácil al aplauso de nuestra raza, la lisonja desmesurada de los gacetilleros, el coro vacuo y frívolo de las mediocridades, han hecho aparecer en ocasiones como lumbreras a seres que apenas han tocado los primeros peldaños de la gloria.

      Entes grandes y pomposos—como la encina de Lebes—, pero huecos.

      Árboles corpulentos de espléndido ramaje, pero torcidos e inclinados a la tierra.

      Hoy la serie de pensadores es como una serie de montañas, pero sin cumbres que sobresalgan, sin picos que se despidan de las otras.

      La constante difusión de las luces, el espíritu incansable e investigador del siglo, la rapidez y la facilidad en las comunicaciones, la escuela, el libro, la prensa y la tribuna, han eliminado esas eminencias, cúspides de la humanidad.

      Con la abundancia de las colinas han desaparecido los Himalayas.

      Con la dilatación ha resultado el aplanamiento, con el ensanche se ha perdido la altitud.

      El peñón abrupto es arena rutilante.

      El nido es colmena.

      La altura es extensión.

      La cima ha sido cubierta por la arboleda en marcha: no se ven más que árboles.

      La roca altísima ha sido invadida por el mar: no se ven más que olas.

      Hoy es plaza lo que ayer fue torre, lago lo que fue atalaya, cielo inconmensurable lo que fue astro esplendoroso.

      «Las cumbres se han deshecho en llanuras, las llanuras son cumbres.

      »Son muchos los poetas secundarios, escasos los poetas eminentes solitarios.

      »El genio va pasando de individual a colectivo.

      »El hombre pierde en beneficio de los hombres.

      »Se diluyen, se expanden las cualidades de los privilegiados a la masa».

      Las golondrinas se han elevado y los cometas han descendido.

      Las legiones han subido y Júpiter ha bajado.

      El mérito de Martí consistió precisamente en eso: haber dado sombra a tantas grandezas.

      En época, en que la ciencia es ambiente y el talento multitud, él fue Argos impoluto, gigante, solo, y ¡único!

      Todo tiene en la naturaleza su punto culminante, su nota dominadora, su faz grave y severa: la selva, el roble centenario; el océano, la ola inmensa de cresta arrebolada; el desierto, el león hirsuto y arrogante; y la sociedad, el genio.

      ¡Y genio fue José Martí!

      Murió a los 42 años y es asombrosa su labor política y literaria.

      A la edad en que otros comienzan a ascender, ya él traía guirnaldas del Olimpo.

      En un mismo día, y en ocasiones en una misma hora, escribía un discurso, redactaba una carta, pergeñaba una revista, otorgaba una clase, leía un libro, hojeaba un folleto, traducía una fábula, hablaba de cosas fútiles con su familia y de cosas lisonjeras con sus amigos.

      Tenía el don de contorcerse y dividirse, la cualidad de la centuplicación.

      Un caso de polizoísmo.

      Trabajaba en una casa de comercio, colaboraba en varias sociedades y magazines, sostenía incansable correspondencia con sus adictos, enseñaba a los desgraciados, meditaba, discutía, exaltaba a los pusilánimes, asaeteaba a los cobardes, confortaba a los sufridos, se erguía ante los poderosos, lloraba con los indigentes; tenía un báculo para cada caída, una esperanza para cada lacería, un bálsamo para cada dolor, una rosa para cada beldad, un pensamiento dulce para


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