La muñeca ciega. Giorgio Scerbanenco

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La muñeca ciega - Giorgio  Scerbanenco


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      Akal / Básica de Bolsillo / 274

      Giorgio Scerbanenco

      La muñeca ciega

      Traducción: Cuqui Weller

      Diseño de portada

      Sergio Ramírez

      Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

      Nota a la edición digital:

      Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

      Título original

      La bambola cieca

      © Sellerio Editore, Palermo, 2008

      © Ediciones Akal, S. A., 2013

      para lengua española

      Sector Foresta, 1

      28760 Tres Cantos

      Madrid - España

      Tel.: 918 061 996

      Fax: 918 044 028

       www.akal.com

      ISBN: 978-84-460-3842-9

      1

      Arthur Jelling se enamora (o casi)

      No es habitual que en un departamento de Policía, donde se encuentran montones de informes que narran historias de delitos misteriosos, haya un hombre soñando mientras mira a través del cristal de la ventana y avahándose los dedos por el frío. Sin embargo, esto era lo que sucedía en la Central de Policía de Boston, en la unidad de «Archivo Criminal».

      Arthur Jelling soñaba. Soñaba sentado en su escritorio, con el abrigo puesto y el cuello levantado, y miraba a través del cristal el cielo blanco rosáceo de la mañana. No se puede decir con qué estaba soñando. Arthur Jelling era un hombre de cuarenta años, había estudiado medicina hasta los veinticinco, se había casado a los veinticuatro, y no había hecho nada más de importancia salvo descubrir la trama secreta de algunos delitos famosos. Pero en su vida nunca había tenido idilios más que de pasada. Tras descubrir al autor de un célebre delito, o después de archivar el informe del último proceso, él volvía a casa, con su mujer y su hijo, leía el periódico mientras comía, leía un libro en la cama, y por la mañana estaba en la Central, en el Archivo Criminal, como un empleado cualquiera, como el más oscuro de los empleados, catalogando interrogatorios y listas de partes médicos o declaraciones de coartadas.

      Quién sabe lo que hay en el corazón de los hombres. Por fuera, parecen una cosa, y por dentro, sólo Dios sabe lo que son. Hacía frío aquella mañana en el despacho de Jelling. El termómetro registraba tan sólo ocho sobre cero. Jelling tenía las puntas de los dedos heladas, y un rayo de sol gris, glacial, entraba por la ventana. Todos los expedientes se archivaban y catalogaban, y las plumas se posaban en orden sobre la boca de los dos tinteros, azul y rojo; los sellos pendían ordenadamente del portasellos, un silencio sepulcral reinaba en el despacho. A veces, de la calle llegaba el grito de un boceras, o el sonido del claxon de un coche. Jelling soñaba, se le notaba en los ojos, que clavaban una mirada atónita en el rosa gélido que se transparentaba por la ventana.

      Quién sabe qué. De repente la puerta se abrió de par en par y entró el capitán Sunder. El capitán Sunder era el superior directo de Arthur Jelling y el subdirector de la Central de Policía. Jelling era demasiado celoso de sus deberes de archivero como para desconcertarse ante aquella aparición inesperada. Dejó de soñar, se bajó el cuello del abrigo, hizo como que cogía una pluma, pero el capitán Sunder era lo suficientemente psicólogo como para no dejarse embaucar con maniobras como esa. Disimuló y, mientras se encendía un cigarrillo, lanzó su «¡Buenos días, Jelling!».

      —Buenos días, señor Sunder... –respondió Jelling.

      —Bueno, ¿qué tal?

      —Bien, señor Sunder.

      —Hace frío. Dieciocho bajo cero, fuera de aquí.

      —Bastante frío, señor Sunder.

      —Además, cuando uno se aburre, se nota más el frío.

      —Efectivamente, señor Sunder.

      La conversación había comenzado con este tono lleno de buenas maneras y de formalismo, hasta que el capitán Sunder volvió a sus modos bruscos y expeditivos.

      —Vamos, Jelling, este despacho le empieza a hartar. Necesita un trabajo divertido, ¿no es cierto?

      Jelling se lo agradeció con una sonrisa sincera.

      —Me aburro un poco, tiene razón... –murmuró.

      —Vaya a darse una vuelta o cójase vacaciones, qué sé yo... ¿Le he dicho alguna vez algo por ausentarse del despacho unos días?

      —No, señor Sunder...

      —¿Y entonces? ¿Qué quiere, que también le pague el viaje? Vaya al lago Michigan, hay regatas, me refiero a las regatas invernales, un espectáculo único en el mundo. O, si no le gustan, vaya a Nueva York. ¿Ha visto alguna vez Nueva York en invierno?

      —No, señor Sunder. Nunca he estado en Nueva York.

      —Pues vaya entonces. La Calle 42, Broadway, las estrellas de Hollywood... Podría conseguirle un billete de ida y vuelta gratis, con la excusa de una gestión...

      Arthur Jelling, que estaba medio sentado, se levantó del todo, se limpió burocráticamente el abrigo, sólo para darse importancia, y dijo:

      —Quiero trabajar, capitán. Me aburro porque no tengo nada que hacer. Quiero ser útil a la Central...

      El capitán Sunder tosió haciendo mucho ruido, y cuando paró echó un vistazo alrededor sin disimular en absoluto que veía a Jelling.

      —Trabajar... –murmuró como para sí mismo–. ¿Y quién se lo impide? En una ciudad como la nuestra, donde hay al menos cuatro delitos sin explicación cada día, un policía siempre tiene algo que hacer... Pero, ¡claro! Me olvidaba de que usted es un policía especial. ¡Me hizo tragar más bilis en el asunto Vaton que todos los ladronzuelos que arresto en un año juntos!...

      Ante ese reproche afectuoso de una culpa, si es que existía una culpa, que ya había prescrito, Arthur Jelling se sonrojó. Y era raro ver sonrojarse a un hombre alto como él, severo, al menos en apariencia, como él.

      —Por eso –dijo– no quise interesarme por trabajos que no tuvieran que ver con mi unidad. Me acuerdo perfectamente de que le causé muchas molestias.

      —Mal, querido Jelling –replicó Sunder de golpe–. Dejémonos de cortesía y hablemos con más concreción... Si usted quiere, hay un asunto que le iría bien. Me refiero a la denuncia del profesor Linden, si me sigue...

      —¿El cirujano que tiene que operar a Alberto Déravans?

      —En efecto, querido Jelling. Usted ya es un policía especializado en delitos que todavía no han ocurrido. Los demás trabajan con muertos, con una pistola que ya ha disparado. Usted trabaja con el vivo que aún tienen que matar, con la pistola que todavía tiene que dispararse...

      Mientras decía esto, el capitán Sunder se había acercado a la puerta y la había abierto.

      —En definitiva, si me he explicado, le digo que se interese usted por este asunto. El expediente lo tiene usted, arrégleselas... Pero no deje que lo encuentren en el despacho con el cuello levantado y con los dedos helados. ¿Entendido?

      Se


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