La muñeca ciega. Giorgio Scerbanenco

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La muñeca ciega - Giorgio  Scerbanenco


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y nunca se emborrachaban: los bostonianos honestos los consideraban como dos verdaderos modelos de virtud.

      Cuando Alberto, el mayor, se quedó ciego como consecuencia del accidente de tráfico (y esto había sucedido sólo un mes después de la muerte del padre y siete meses después de la muerte de la madre), supuso una conmoción general para todo Boston. «Realmente tienen mala suerte los Déravans», decía la gente, y los periódicos publicaban por enésima vez la historia de Déravans padre, que empezó jugando a la bolsa con los setenta y cinco dólares que había retirado de la pequeña caja de una oficina donde trabajaba como contable, y seis meses después tenía doscientos mil, y así hasta enriquecerse. Después, Boston se apasionó con las historias sentimentales de Alberto Déravans: «¿Se casará Déravans con la mujer que le quitó la visión?», así eran los titulares de los periódicos frívolos. Y enseguida: «Evelina Soldier, la novia de Berty (diminutivo de Alberto) declara que no se casará con el millonario hasta que este no recupere la visión que perdió por culpa de ella».

      En definitiva, Boston quería mucho a su Berty, y precisamente por eso se debía tener oculto al público que el médico que le podría devolver la visión había recibido una amenaza de muerte si lo operaba. El interés popular y los horrorosos chismes de los periodistas harían imposible una investigación tranquila. En primer lugar, el capitán Sunder había silenciado todo el caso. En la ciudad, sólo unas quince personas conocían la existencia de la amenaza al profesor Linden.

      La misma tarde que se produjo la visita a la clínica Linden, Jelling eligió de acompañante al leal Matchy, un sargento que terminaba dando mayor fuerza a su timidez a pesar de su gran corpulencia y del manifiesto semblante de policía que le eran propios, y se dirigió al chalé de los Déravans.

      Fue a pie, para moverse un poco, y para disfrutar de ese extraño sol invernal, rojo como un batintín de cobre. Mientras caminaba, escuchaba al bueno de Matchy.

      —Señor Jelling, ¿cree realmente que el profesor Linden está en peligro?

      Arthur Jelling asintió.

      —Si opera a Alberto Déravans, sí.

      —Amenazar a un hombre es fácil, matarlo es otra cuestión. Y Linden no me parece alguien a quien se la puedan jugar tan fácilmente...

      —Sí... Pero yo siempre pienso lo mismo: que si se amenaza a una persona con matarla es porque se puede hacer. Intente mirar en mi archivo, Matchy. De cien casos de amenaza de muerte, unos ochenta se llevan a cabo siempre si el amenazado no se pliega a los deseos del amenazador. Y esto usted lo sabe mejor que yo.

      —Es cierto, es cierto –admitió Matchy–. Pero a veces sólo lo hacen para meter miedo...

      Jelling sacudió la cabeza.

      —Los ingenuos, quizá... Pero en toda esta historia todavía no he visto a nadie con cara de ingenuo, excepto la del señor Thesenty. Todos tienen la pinta de estar terriblemente ocupados en sus asuntos... Y, además, ¿sabe otra cosa? Hay demasiados millones en este caso, demasiados...

      —Pero, si es así, entonces el profesor Linden está poco protegido. ¿De qué le sirven sólo dos agentes?

      —Matchy –dijo Jelling parándose delante de la verja del chalé de los Déravans–, ¿se acuerda del caso Vaton? Estaba encerrado en su chalé, a la vista de los agentes, día y noche... Y, sin embargo, lo mataron... He pensado otra cosa: que en estas situaciones no hay que perder tiempo protegiendo al amenazado, sino que, en cambio, hay que encontrar enseguida al amenazador, antes de que consiga llevar a cabo su plan...

      Habían llamado y un portero galoneado les había abierto. Al ver el uniforme de Matchy puso mala cara, como si le molestara mucho, y dijo bruscamente:

      —¿Qué desean?

      Jelling se quedó tímidamente aparte y dejó hacer a Matchy.

      —Policía, como ve. Anúncienos a sus jefes –gruñó Matchy con severidad. Pero el portero galoneado no pareció inmutarse.

      —Esperen, voy a llamar al mayordomo –dijo, y tocó una campanilla que estaba en la pared de su caseta de guardia.

      Llegó el mayordomo y los acompañó al interior del chalé, a una sala en la planta baja, donde, tras más de cinco minutos de espera, apareció un joven alto, delgado, terriblemente pálido: Andrea Déravans.

      —Hemos venido aquí –empezó Matchy sin mucha cortesía– por la historia de su hermano. El Jefe –y señaló a Arthur Jelling que, por la actitud abochornadísima, no tenía en absoluto el aspecto de un jefe– querría formularle algunas preguntas y ver la casa.

      Andrea Déravans no disimuló cierta contrariedad.

      —Estaba a punto de ir al Círculo, donde tengo una cita, pero estaré encantado de poderles ser útil –dijo a Jelling con frialdad.

      —Debe perdonarme por venir a molestarlo –respondió Jelling mientras retorcía los guantes que tenía en la mano–. Necesitaría conocer un poco mejor el ambiente y las personas de esta casa. Estamos investigando en profundidad y no nos gustaría dejar escapar ningún detalle...

      Así empezó la visita al chalé. Visita, por lo demás, bastante breve. En la planta baja se encontraban las salas de estar, un salón de recibimiento y una biblioteca. En el primer y último piso, los dormitorios, en total tres. En el sótano, las habitaciones del personal de servicio. Aunque no lo parecía, Jelling era insistente y meticuloso. Entró en todas las habitaciones, una tras otra, en la biblioteca incluso miró el lomo de los libros y leyó bastantes títulos; y, por último, le presentaron a todo el personal de servicio, desde el portero galoneado, que se llamaba Morney, hasta un elegantísimo chófer, Ignazio Hastings, el mayordomo, Cleavendale, y la primera sirvienta, Berenice. Andrea Déravans, correctísimo, le informaba con paciencia, con esa paciencia fría que termina por molestar a cualquiera. Y Jelling estaba molesto, pero se aguantaba porque la visita le interesaba mucho.

      —... Y, perdone, ¿quién vive en este chalé, además de usted? –preguntó.

      —Mi hermano –respondió Déravans con cortesía–, cuando no está en la clínica, por supuesto. La novia de mi hermano, que tiene una habitación, y los Golden, es decir, los señores Dundley...

      —¿Los Golden? –preguntó tímidamente Jelling.

      —Ah, sí –sonrió Andrea Déravans, con una sonrisa mustia, sin calidez–. Él se llama Isidoro y ella Dora; con tanto oro en los nombres no les pasa lo mismo en los bolsillos, y de broma acabamos llamándolos los Golden, los Dorados.

      —... Sí, sí... –sonrió cortésmente Arthur Jelling–. No quiero aburrirle con mis preguntas, pero ¿le podría preguntar en calidad de qué están viviendo los señores Dundley con ustedes en el chalé?

      —Claro que puede... Todo el mundo lo sabe. Los Dundley son buenos amigos, antiguos socios del Círculo. Buena gente, pero con mala suerte... Y así, por amistad, los tenemos con nosotros...

      —¿Quiere decir que viven a su cargo?

      —... Pues, dicho sin elegancia, así es...

      En ese momento, la puerta se abrió y una mujer se asomó sobre el umbral. Andrea Déravans la presentó. Era Evelina Soldier, la novia de Alberto. Llevaba un modesto abrigo de piel y un sencillo sombrero oscuro, pero, por mucho que su vestuario no fuese demasiado elegante, su rostro era tan fino y delicado y con una expresión tan noble, que parecía como si se hubiera vestido para una gran recepción.

      —Vengo ahora de la clínica –dijo con un tono algo turbado–. Es una auténtica tortura hablar con Alberto, que no sabe nada de lo que se trama a su alrededor... Ya casi no lo resisto...

      —Lo entiendo... –dijo Déravans, pero sin mostrar mucho interés–. Menos mal que dentro de tres días operarán a Berty y toda esta historia tan desagradable habrá acabado.

      Evelina Soldier se sentó en el sillón con aspecto de preocupación y miró a Jelling.

      —¿No


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