La muñeca ciega. Giorgio Scerbanenco

Читать онлайн книгу.

La muñeca ciega - Giorgio  Scerbanenco


Скачать книгу
con estas palabras. Sonrió tristemente y miró a través de la ventana, pensativa.

      La visita había acabado, pero Jelling no parecía satisfecho. Se despidió de Evelina Soldier con una reverencia correcta y siguió a Andrea Déravans a la salida. En el momento de despedirse de él, encontró por fin las fuerzas para decirle:

      —Perdóneme, señor Déravans, pero necesitaría conocer a los señores Dundley. ¿Sabe usted dónde los podría encontrar sin molestarle una vez más con mis visitas?

      —¿Los Golden? No creo que le sirvan de mucho en su investigación, pero si tanto interés tiene en verlos, puede encontrarlos esta misma noche en el Círculo... en la Abeja Verde... van todas las noches allí.

      Evidentemente, Andrea Déravans estaba harto y le había dado esa información para acabar con el tema. Jelling no se atrevió a decir más, sonrió en agradecimiento y salió.

      En la calle, Matchy emitió un suspiro que pareció el soplido de un muelle.

      —¡Vaya con esta gente! –exclamó–. Siempre te tratan como si fueras algo sucio que hay que manejar con guantes... Usted es demasiado amable, Jefe. Si llegamos a quedarnos un poco más, le habría dicho un par de cosas a ese tipo. No hay que olvidar que somos la Policía y que estamos trabajando en beneficio de su hermano y no para divertirnos, ¿no cree?

      Jelling, aunque hiciera tanto frío como en una nevera, se secó dos o tres gotitas de sudor que le bañaban las sienes.

      —Sí, claro, yo también estaba incómodo... Pero no hay que prestarle atención... –Y, tras una pausa–: ¿Qué impresión le ha causado todo en general?

      —¡Pues..! ¡Realmente me da miedo que estos Déravans sean avaros! Con el dinero que tienen poseen un chalé de cuatro dólares, y la novia del millonario lleva el abrigo de piel de una secretaria... Él es un tipo que parece un pobre hombre gobernado por una máquina, cuando dice que sí, cuando dice que no, cuando sonríe y cuando habla es como si se lo estuviera ordenando otro, no por propia voluntad... Ella me parece una chica un poco abatida; esta historia no le tiene que estar gustando nada.

      —Pero ¿no ha notado nada especial? –insistió Jelling.

      —Yo no. En el fondo me parece gente normal en una casa normal. Lo único son los Dundley, que se dejan mantener por ellos. Pero esto también es normal. Todos los ricos tienen alrededor algún parásito.

      —¿No percibió –murmuró Jelling meditabundo– olor a salvaje?

      —¿A salvaje?

      —... Sí... El mismo olor que percibí en la clínica Linden... Puede que sea una idea algo complicada... Una falsa impresión... Mire, yo no soy un policía. No sé tomar huellas, no busco trocitos de papel puestos distraídamente en el suelo... Me baso en mis impresiones, en mis intuiciones... Y a menudo me equivoco, Matchy, a menudo.

      —Pero ¿a qué huele lo salvaje? –preguntó inquieto Matchy.

      Jelling buscó con trabajo las palabras:

      —Mire, Matchy. Imagínese que está en un salón, en un salón muy elegante. Señoras enjoyadas, señores vestidos de negro y camisa almidonada, amabilidad, refinamiento... y al fondo, detrás de las puertas... –aquí Jelling bajó el tono, como aterrado–, al fondo, detrás de las puertas hay tigres al acecho, listos para lanzarse sobre los ignorantes invitados... Tigres enormes, feroces..., uno de los invitados nota un olor extraño, un olor a salvaje, a jungla; este es precisamente el olor que percibo... Matchy, hay tigres al acecho en toda esta historia. Van a salir de un momento a otro.

      Matchy, aunque llevaba un pesado abrigo negro, sintió un escalofrío. Su buen sentido habría querido hacerle exclamar: «Pero no, señor Jelling, ¡qué está diciendo!», pero no fue capaz de hablar. Sabía por experiencia que Arthur Jelling no exageraba.

      —Esa casa mediocre –continuó Jelling–, esa tapicería de flores, propia de salón preguerra, ese jovencito pálido como un cadáver, esa mujer tan preocupada, angustiada, todos los millones que posee esa gente... Le confieso, Matchy, que hay algo siniestro que me da miedo.

      —Jefe –dijo Matchy–, ¿vamos a tomar algo caliente?

      —Sí, vamos –accedió Jelling. En ese momento se dio cuenta de que le había metido algo de miedo en el cuerpo al bueno de Matchy–. Pero, dígame, ¿no tiene un traje de gala?

      —¿Uno de esos con cola?

      —No, sin cola. De los otros, los que tienen la chaqueta con solapas brillantes.

      —Francamente, no –respondió Matchy perplejo.

      —Debe procurarse uno, Matchy, para acompañarme esta noche a una fiesta: vamos a la Abeja Verde.

      —¿Para ver a esos dos?, ¿cómo dijo? ¿Los Golden?

      —Sí, Isidoro y Dora Dundley, conocidos como los Golden.

      Dos horas después, los dos hacían su entrada en la Abeja Verde, uno de los mayores círculos privados de Boston. Jelling estaba muy bien con traje de gala. La pechera blanca daba un impresionante aire aristocrático a su esbelta figura. Quizá no tan bien estaba Matchy, aunque hay que decir que llevaba el traje con mucha desenvoltura y que no tenía en absoluto el aspecto de un policía. De no haberlo traicionado las manos grandes y pesadas, acostumbradas a apretar con facilidad las muñecas de los delincuentes, se le habría podido tomar por un banquero acaudalado.

      La Abeja Verde era un típico círculo de millonarios: una hilera de salas pequeñas y grandes destinadas una a sala de juego, otra a biblioteca, otra a sala de lectura; dos amplísimos salones llenos de mesas preparadas y con una orquesta entre las bóvedas comunicantes y un escenario al fondo para los espectáculos de variedad. No todos los asistentes llevaban traje de gala (a la moda de los nobles de Boston que no quieren exagerar con la etiqueta), pero todos iban vestidos con elegancia, en especial las mujeres, que eran numerosas. Matchy y Jelling se presentaron al encargado de turno y le preguntaron dónde se encontraba el matrimonio Dundley. El encargado les señaló una mesa. Ellos miraron.

      En la mesa estaban sentados un hombre y una mujer. Ella era bastante gorda, alta, con el pelo de color zanahoria, y se reía de una manera infantil, no se entendía muy bien por qué. El hombre era mucho más bajo que ella, un poco calvo, y tenía una cara extraña, una mezcla de ingenuidad y arrugas, como los niños que ya tienen cara de viejos.

      —¿Qué le parece, señor Jelling? –preguntó alegremente Matchy. Empezaba a acostumbrarse a su traje, al calor de la sala, a la gente elegante, y puede que se diera cuenta de que allí se estaba bien.

      —Todavía no he visto una cara honrada en toda esta historia –respondió Jelling–. Estos señores Dundley también parecen gente perfectamente capaz de disparar a un hombre sin vacilaciones.

      —Pero ¡si los acaba de ver! –exclamó Matchy.

      Una cantante apareció en el pequeño escenario que había al fondo de la sala de la derecha, y el público aplaudió largo rato calurosamente. Bajaron las luces de la sala y las sustituyeron por una iluminación violácea, como de acuario, y la cantante empezó a cantar.

      —Tiene razón, Matchy. Puede que sea muy presuntuoso juzgar así a la gente, tan imprudentemente. Incluso nosotros, para alguien que nos juzgase así, a primera vista, no tendríamos cara de honrados...

      ¿Qué diablos cantaba esa chica? Casi no se entendía nada la letra, pero la voz era tan engañosamente suave e insinuante, que el propio Matchy, sin sabérselo explicar, se sintió desconcertado.

      Jelling no escuchaba. Seguía observando, ahora mejor protegido por la semioscuridad de la sala, a los Dundley.

      —La señora Jelling tiene que haber bebido un poco –dijo en voz baja.

      —¡Ah! –dijo Matchy espabilándose, sin dejar de mirar el escenario.

      Volvió la luz. Los aplausos fueron ensordecedores. Al final, Jelling le rogó a Matchy:

      —Vaya


Скачать книгу