La muñeca ciega. Giorgio Scerbanenco

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La muñeca ciega - Giorgio  Scerbanenco


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al señor Alberto Déravans...

      Entonces Matchy recalcó:

      —Pues bien, si tiene aprecio a su vida, no debe operarlo. Recuérdelo: no lo opere. De lo contrario, lo encontraré se esconda donde se esconda.

      —... Pero... –balbució Jelling.

      Matchy levantó la pistola para que se hiciera todavía más visible.

      —Le he dicho que no lo opere –y retrocedió un par de pasos, luego se giró y, caminando con rapidez, desapareció por el bulevar del que había salido.

      La escena había acabado. Jelling miró de inmediato el reloj. Había durado cincuenta y siete segundos. Matchy, que se había olvidado de quitarse la bufanda, reapareció.

      —¿Y bien?

      Arthur Jelling no respondió. Pensaba. Se puso a caminar seguido de Matchy, y sólo cuando llegaron a la salida del parque se le relajó la cara y le dijo al compañero:

      —Perdone si no le he respondido enseguida. Ahora es cuando he entendido su pregunta.

      —Sí –bromeó Matchy–. Se la he hecho hace cinco minutos.

      —He sido descortés, lo sé –respondió afable Jelling–, pero estaba pensando que una escena así es imposible.

      —¿Cómo imposible? –preguntó Matchy.

      —Se lo explicaré. Como sabe, estamos en invierno...

      —Sí, sí, me doy cuenta –dijo Matchy. Luego se dio cuenta de que todavía llevaba la bufanda de bandido enmascarado y se la quitó a toda prisa.

      —Estamos en invierno –retomó Jelling–, y en todo el Parque Clobt no hay ni una hoja. Ahora razone de esta manera: el desconocido aparece de un bulevar, que está perfectamente al descubierto porque las ramas de los árboles están secas del todo. Por eso, el profesor Linden ve avanzar al desconocido. Admitamos que es posible que sospechara a pesar de su aspecto; pero, cuando el otro se va por el mismo bulevar, ve a la perfección que se va: no es que lo vea desaparecer de repente. Y ve que se va dándole la espalda, hasta que la maraña de ramas se lo impide, es decir, unos veinte metros, como he podido comprobar. Entonces ¿es posible que un hombre de su temperamento, nada miedoso, vea que se va dándole la espalda el hombre que lo ha amenazado de muerte y no haga nada, no grite, no se ponga a seguirlo para capturarlo?

      —Habrá tenido miedo –dijo Matchy, con su tono de hombre con sentido común al que no le gustan las complicaciones–. Nosotros creemos que no es un miedoso y a lo mejor lo es, eso es todo.

      —Ya... –murmuró Jelling–. Seguramente tuvo miedo. Y esto es justo lo más sospechoso. Hay que sospechar de las personas miedosas. Son capaces de todo.

      Habían llegado a la puerta de un bar. Matchy, astuto, dio un paso para entrar y Jelling, ingenua y mecánicamente lo siguió.

      —¿Le apetece un licor hirviendo? –preguntó Matchy.

      —Sí, claro –respondió Jelling, aunque era evidente que no pensaba en lo que decía.

      —Parece que está en las nubes –dijo entonces Matchy acercándole la taza con el licor ardiendo.

      Jelling asintió.

      —Estaba a punto de preguntarle qué piensa de Lila Leland... –dijo muy despacio.

      —¿Esa carita dulce? –preguntó Matchy con poca delicadeza.

      Arthur Jelling, con perfecta educación, no mostró en absoluto su contrariedad. Sólo se puso un poco rojo.

      —Es la mujer más guapa que he visto en mi vida, incluido el cine, claro –dijo Matchy intentando arreglarlo–. Pero sepa que yo desconfío por principio de las cosas demasiado bonitas.

      —Eso era justo lo que quería saber: si desconfiaba.

      —Un poco. En esa clínica no hay una sola persona que me caiga bien.

      Como de costumbre, Jelling se tiró encima de las solapas del pesado abrigo algunas gotas de lo que estaba bebiendo, intentó limpiarse, sin conseguir otra cosa que aumentar la mancha, así que se dirigió a Matchy:

      —Ahora voy a volver a la clínica Linden. Quiero hablar con Alberto Déravans. Después de todo, él es el centro de esta historia.

      —De acuerdo, le acompaño.

      —Gracias, Matchy. Usted debería tener la amabilidad de hacerme otro favor... Es decir... hay que ir a la casa de la señorita Leland, que ahora está en la clínica, y hacer un registro formal...

      —Iré.

      Se separaron. Jelling llamó a un taxi y se dirigió a la clínica Linden. Eran casi las once. El profesor Linden, le dijeron, había salido y no volvería hasta por la tarde. Pidió ver al señor Alberto Déravans, pusieron algunas trabas, pero luego lo acompañaron ante la puerta de su habitación.

      —Entre, por favor, es la hora de visita, está el médico –le dijo el auxiliar que lo había guiado.

      Al abrir la puerta, Jelling se encontró en una especie de antecámara. Un gran ventanal con cristales de color blanco leche difundía una luz intensa, como de glaciar. A la derecha había dos puertas. Con timidez, Jelling preguntó en voz baja: «¿Se puede?». Nadie respondió. Entonces se acercó a una de las dos puertas y llamó discretamente, quizá demasiado.

      El silencio era intenso. Apenas se oía algún silencioso paso lejano. Jelling estaba a punto de volver al pasillo cuando oyó sin querer, pues estaba cerca de la puerta a la que había llamado, el fragmento de una conversación.

      —... lo suyo no es ni amor ni afecto ni nada. Usted está ciego y me necesita. Eso es todo, eso es lo que usted intenta ocultarme...

      Jelling no podía fallar. Era la voz de Lila Leland. Pero, de repente, otra voz, esta vez masculina, replicó:

      —Intente comprender. Yo no quiero mentirle. Yo amo a Evelina, estoy unido a ella...

      Con educación, un poco avergonzado, Jelling se apartó del umbral. No podía seguir escuchando sin faltarse el respeto a sí mismo. Se recompuso un poco y dijo con voz más alta:

      —¿Se puede?

      Se escuchó ruido de pasos y luego la puerta se abrió. Lila Leland apareció en la antecámara y se quedó un poco sorprendida.

      Arthur Jelling se explicó con torpeza.

      —Deseaba hablar con Alberto Déravans.

      —¿Para decirle qué? –preguntó sin mucha amabilidad la señorita Leland–. El señor Déravans no sabe nada de la amenaza recibida por el profesor Linden, usted lo sabe de sobra. Así que ¿con qué motivo quiere hablar con él?

      Era verdad. Sólo Jelling, con mucha ingenuidad, no había pensado en ello.

      —Tiene usted razón. Soy un inconsciente.

      Lila Leland sonrió. Jelling giró la cabeza, como si no quisiera que ella viera su expresión. En ese momento, la puerta que daba al pasillo se abrió de golpe y apareció Evelina Soldier. Estaba alterada, angustiada, parecía que había llegado corriendo. Miró un momento a Lila Leland y a Jelling y cerró la puerta.

      —Me alegra haberle encontrado –le dijo a Jelling–. Le tengo que decir algo que me parece importante. –Y luego, dirigiéndose a Lila Leland–. ¿Cómo está el señor Déravans?

      —Está muy bien, señorita. Esperaba precisamente su visita.

      —Sí, le había prometido que vendría a las diez, pero me he retrasado...

      Tenía la cara seria y llena de congoja.

      —Nunca me decido a venir aquí. Él es tan tranquilo, aparte de que ignora todo lo que está pasando... Y tengo miedo de traicionarme de un momento a otro, de no saberle ocultar lo que sucede...

      Esta vez se estaba dirigiendo a Jelling.


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