Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский


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el que cae se queda tendido para siempre. Pero yo quiero levantarme. Padres, estoy indignado del modo de obrar de ustedes. La confesión es un gran sacramento que merece mi veneración y ante el cual estoy presto a prosternarme. Pues bien, allá abajo, en la ermita, todo el mundo se arrodilla y se confiesa en voz alta. ¿Está permitido confesarse en voz alta? En los tiempos más antiguos, los santos padres instituyeron la confesión secreta. Porque, por ejemplo, ¿puedo yo explicar ante todo el mundo que yo hago esto y lo otro y…, me comprende usted? A veces es una indecencia revelar ciertas cosas. ¡Esto es un escándalo! Permaneciendo entre ustedes, uno puede ser arrastrado a la secta de los Kblysty . En cuanto tenga ocasión, escribiré al Sínodo. Entre tanto, retiro a mi hijo de este monasterio.

      Como se ve, Fiodor Pavlovitch había oído campanas y no sabía dónde. Según ciertos rumores malignos llegados no hacia mucho a oídos de las autoridades eclesiásticas, en los monasterios donde subsistía la institución de los startsy se testimoniaba a éstos un respeto exagerado, en perjuicio de la dignidad del abad. Además, los startsy abusaban del sacramento de la confesión, etcétera, etcétera. Estas acusaciones infundadas no tuvieron éxito alguno en ninguna parte. Pero el demonio que Fiodor Pavlovitch llevaba dentro y que le empujaba cada vez más hacia un abismo de vergüenza le había inspirado esta acusación, de la que él, por cierto, no comprendía una palabra. Ni siquiera había acertado a hacerla oportunamente, ya que esta vez nadie se había arrodillado ni confesado en voz alta en la celda del starets. Por lo tanto, Fiodor Pavlovitch no había podido ver nada de lo que acababa de decir y se había limitado a repetir viejos comadreos que sólo recordaba a medias. Apenas terminó de exponer estas necedades, Fiodor Pavlovitch se dio cuenta de lo absurdo de sus palabras y experimentó en seguida el deseo de demostrar a su auditorio, y sobre todo a si mismo, que no había en ellas nada de absurdo. Y aunque sabía perfectamente que todo lo que dijera no haría sino agravar las cosas, no se pudo contener y resbaló como por una pendiente.

      –¡Qué villanía! —exclamó Piotr Alejandrovitch.

      –Un momento —dijo de súbito el padre abad—. Antiguamente se dijo: «Se empieza a hablar demasiado de mi, a incluso a hablar mal. Después de haberlo escuchado todo, me he dicho: esto es un remedio que me envía Jesús para curar mi alma vanidosa.» Así, le damos humildemente las gracias, querido huésped.

      Y se inclinó profundamente ante Fiodor Pavlovitch.

      –¡Bah, bah! Todo eso son gazmoñerías, viejas frases y viejos gestos, viejas mentiras y puros formulismos como el del saludo hasta el suelo. Ya sabemos lo que son esos saludos. «Un beso en los labios y una puñalada al corazón», como en Los bandidos de Schiller. No me gusta la falsedad, padres míos; lo que quiero son verdades. Pero la verdad no está en los gobios, como ya he proclamado. ¿Por qué ayunan ustedes? ¿Por qué esperan una recompensa en el cielo? Por obtener esa recompensa, también ayunaría yo. No, santos monjes: sed virtuosos en la vida; servid a la sociedad sin encerraros en un monasterio, donde todo lo tenéis pagado, y sin esperar recompensa alguna. Esto sería más meritorio. Como ve usted, padre abad, yo sé también hacer frases… ¿Qué veo aquí? —añadió acercándose a la mesa—. Viejo oporto comprado en Fartori y otro exquisito vino procedente de los Hermanos Ielisseiev . ¡Caramba, caramba, reverendos padres! Esto no se parece en nada a los gobios. ¡Y esas otras botellas! ¡Je, je! ¿Quién os ha dado todo esto? El campesino ruso, el trabajador que os trae sus ofrendas con sus manos callosas, quitándoselas a su familia y a las necesidades del Estado. Ustedes explotan al pueblo, reverendos padres.

      –¡Eso es una falsedad indigna! —dijo el padre José.

      El padre Paisius guardaba un obstinado silencio. Miusov salió del comedor precipitadamente, seguido de Kalganov.

      –Bueno, mis reverendos padres; me voy en pos de Piotr Alejandrovitch. No volveré nunca, aunque me lo pidan ustedes de rodillas. ¡Nunca, jamás! Les envié mil rublos, y hay que ver cómo abrirían ustedes los ojos. ¡Je, je! Pero a este donativo no añadiré absolutamente nada. Quiero vengarme de las humillaciones que recibí de ustedes en mi juventud.

      Dio un puñetazo en la mesa con fingida indignación y continuó:

      –Este monasterio ha desempeñado un gran papel en mi vida. ¡Cuántas y cuán amargas lágrimas he derramado por culpa de él! Ustedes consiguieron que se volviera contra mí mi esposa, la endemoniada. Me cubrieron de maldiciones y me desacreditaron ante el vecindario. ¡Basta ya, reverendos padres! Vivimos en la época del ferrocarril y de los buques de vapor. No recibirán nada más de mi: ni mil rublos, ni cien, ni siquiera uno.

      Observemos que el monasterio no había hecho nunca nada contra él y que Fiodor Pavlovitch no había tenido que derramar amargas lágrimas por culpa del convento. Sin embargo, Fiodor PavIovitch se había indignado de tal modo ante estas supuestas lágrimas, que casi llegó a convencerse de que las había derramado. Incluso estuvo a punto de echarse a llorar. Pero comprendió que había llegado el momento de retirarse.

      Por toda respuesta a su odiosa mentira, el padre abad inclinó la cabeza y dijo gravemente:

      –También está escrito que hay que soportar pacientemente la calumnia y, sin dejarse turbar por ella, no detestar al calumniador. Así obraremos nosotros.

      –¡Bonito galimatías! Ahí se quedan, padres míos: yo me voy. Me llevaré para siempre a mi hijo Alexei, haciendo use de mi autoridad paterna. Iván Fiodorovitch, mi amabilísimo hijo, permíteme que te ordene que me sigas. Von Shon, ¿para qué te has de quedar en esta casa? Ven a la mía, que sólo está a una versta de aquí. No lo pasarás mal. En vez de aceite de lino, te daré un cochinillo relleno de alforfón, coñac y otros licores, a incluso habrá allí una bonita muchacha. Vamos, Von Shon; no desprecies tanta feficidad.

      Y salió lanzando.gritos y agitando los brazos. En este momento fue cuando lo vio Rakitine y se lo señaló a Aliocha.

      –¡Alexei —gritó a éste su padre desde lejos—, desde hoy vivirás en mi casa! ¡Coge tu almohada y tu colchón! ¡Que no quede nada tuyo aquí!

      Aliocha se detuvo, petrificado, mirando a su padre atentamente y sin decir palabra.

      Fiodor Pavlovitch subió a la calesa seguido de Iván Fiodorovitch, que, silencioso y sombrío, ni siquiera se volvió para saludar a su hermano.

      Para que nada le faltase, se produjo una escena cómica y sorprendente. Maximov llegó corriendo y jadeante. En su impaciencia, puso un pie en el estribo, donde estaba todavía el de Iván Fiodorovitch, y, aferrándose al coche, trató de subir.

      –¡Yo también voy! —exclamó con alegre risa y gesto beatífico—. Llévenme.

      –¿Ves? —dijo Fiodor Pavlovitch, encantado—. ¿No decía yo que es Von Shon resucitado? ¿Cómo te las has arreglado para salir de allí? ¿Qué te propones? ¿Cómo es posible que hayas renunciado a la comida? Para proceder así hace falta tener una cara de bronce. Yo la tengo, pero me asombra que la tengas también tú, amigo mío. Sube, sube. Déjalo subir, Iván: nos divertiremos. Se sentará a nuestros pies, ¿no es verdad, Von Shon? ¿O prefieres instalarte en el pescante, junto al cochero? Sube al pescante, Von Shon.

      Pero Iván Fiodorovitch, que se había sentado ya sin decir palabra, lo rechazó, dándole un fuerte golpe en el pecho que le hizo retroceder un par de metros. Maximov no llegó a caer por verdadero milagro.

      –¡En marcha! —gritó Iván ásperamente al cochero.

      –¿Pero por qué le tratas así? —censuró Fiodor Pavlovitch.

      La calesa había partido ya. Iván no contestó.

      –No te comprendo —dijo Fiodor Pavlovitch tras un largo silencio y mirando de reojo a su hijo—. Fue idea tuya hacer esta visita al monasterio; tú la provocaste y te parecía muy bien. ¿Por qué te enfurruñas ahora?

      –¡Basta de insensateces! —replicó rudamente Iván—. Descansa un poco.

      Fiodor Pavlovitch volvió a estar callado unos minutos. Al fin dijo con acento sentencioso:

      –Un vasito de coñac me hará bien.

      Iván no contestó.

      –También tú tomarás una copa en cuanto


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