Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский


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el dinero.

      »El temor la ahogaba; su voz era apenas perceptible; sus labios temblaban… Aliocha, ¿me escuchas o estás durmiendo?

      –Dime toda la verdad, Dmitri —dijo Aliocha con profunda emoción.

      –Cuenta con ello: seré franco. Mi primer pensamiento fue el propio de un Karamazov. Un día, hermano mío, me picó un ciempiés y tuve que guardar cama durante quince días, con fiebre. Pues bien, en aquel momento sentí en mi corazón la picadura de un ciempiés; un mal bicho, ¿sabes? Miré a Katia de pies a cabeza. ¿La has visto? Es una beldad. Pero entonces estaba hermosa por la nobleza de su corazón, por su grandeza de alma y su devoción filial, junto a mí, que soy una persona vil y repugnante. En aquel momento ella dependía de mí enteramente, en cuerpo y alma. Te confieso que el pensamiento inspirado por el ciempiés se apoderó de mi corazón con tal intensidad, que creí morir de angustia. No me parecía posible luchar: no veía más solución que conducirme vilmente, como una maligna tarántula, sin sombra de piedad… Desde luego, al día siguiente habría ido a pedir su mano, para goner un fin noble a mi proceder, y nadie se habría enterado de nada. Púes aunque tengo bajos instintos, soy una persona cortés. Pero, de pronto, oigo murmurar a mi oído: «Mañana, cuando vayas a pedir su mano, ella no querrá verte y te hará echar por el cochero. Dirá que no le importa que vayas pregonanado su deshonor por toda la ciudad.» La miré para ver si esta voz decía la verdad, y advertí que la expresión de su rostro no dejaba lugar a dudas: me echarían a la calle. La cólera se apoderó de mi. Sentí el deseo de proceder con ella del modo más vil, de jugarle una mala pasada de tendero, de mirarla irónicamente mientras permanecía plantada ante mí y decirle con ese tono que sólo saben emplear los tenderos:

      »—¿Cuatro mil quinientos rublos? Fue una broma. Usted ha contado con ellos demasiado pronto, señorita. Doscientos rublos, bueno: se los daría en seguida y de buen grado. Pero cuatro mil quinientos es demasiado dinero, una cifra que no se da así como así. Se ha tomado usted una molestia inútil.

      »Desde luego, lo habría perdido todo, porque ella habría salido huyendo; pero esta venganza diabólica habría sido para mí una compensación más que suficiente. Le habría hecho esta jugada aunque después hubiera tenido que lamentarla toda la vida.

      »En semejantes circunstancias, puedes creerlo, yo no he mirado nunca a una mujer, fuera de la índole que fuere, con odio. Pues bien, lo juro sobre la cruz que durante unos segundos miré a Katia con un odio intenso, con ese odio que sólo por un cabello está separado del amor más ardiente.

      »Me acerqué a la ventana y apoyé la frente en el cristal helado. Recuerdo que aquel frío me produjo el efecto de una quemadura. Tranquilízate: no la retuve mucho tiempo. Me acerqué a mi mesa, abrí un cajón y saqué una obligación de cinco mil rublos al portador, que estaba entre las páginas de mi diccionario de francés. Sin decir palabra, se la mostré, la doblé y se la di. Luego abrí la puerta y me incliné profundamente. Ella se estremeció de pies a cabeza, me miró fijamente unos instantes, se puso blanca como un lienzo y, sin despegar los labios, sin ninguna brusquedad, sino con dulce y suave ternura, se prosternó a mis pies hasta tocar el suelo con la frente, no como una señorita educada en un pensionado, sino al estilo ruso. Después se levantó y huyó.

      »Cuando se hubo marchado, saqué mi espada y estuve a punto de clavármela. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez en un arranque de entusiasmo. Desde luego, habría sido un acto absurdo. ¿Comprendes que un hombre se pueda matar de alegría…? Pero me limité a besar la hoja y la introduje de nuevo en la funda…

      »Podría haberme callado todo esto. Por otra parte, me parece que me he extendido demasiado, jactanciosamente, al explicarte las luchas de mi conciencia. ¡Pero qué importa! ¡Al diablo todos los espías del corazón humano! He aquí mi aventura con Catalina Ivanovna. Sólo tú a Iván la conocéis.

      Dmitri se levantó, dio unos pasos vacilantes, sacó el pañuelo, se enjugó la frente y se volvió a sentar, pero en otro sitio, en el banco que corría junto a la otra pared, de modo que Aliocha tuvo que volverse por completo para poder mirarlo.

      CAPÍTULO V

      CONFESIÓN DE UN CORAZÓN ARDIENTE.

LA CABEZA BAJA

      —Bien —dijo Aliocha—; ya conozco la primera parte de la historia.

      –Es decir, un drama que ocurrió allá lejos. La segunda parte será una tragedia y se desarrollará aquí.

      –No comprendo en absoluto lo que puede ser esa segunda parte.

      –¿Crees que yo comprendo algo?

      –Oye, Dmitri, hay en esto un punto importante: ¿eres todavía su novio?

      –Yo no me puse en relaciones con ella en seguida, sino tres meses después. Al día siguiente, me dije que el asunto estaba liquidado, que no tendría continuación. Ir a pedirla en matrimonio me pareció una bajeza. Ella, por su parte, no dio señales de vida en las seis semanas que todavía pasó en nuestra ciudad. Sólo al día siguiente de su visita, su doncella vino a mi casa y, sin decir palabra, me entregó un sobre dirigido a mí. Lo abrí y vi que contenía el sobrante de los cinco mil rublos. Se habían restituido los cuatro mil quinientos, y las pérdidas en la venta de la obligación rebasaban los doscientos. Me devolvió… creo que doscientos sesenta, no lo recuerdo exactamente, y sin una sola palabra explicativa. Busqué en el sobre un signo cualquiera, una señal en lápiz, pero no había nada. Me gasté alegremente las sobras de mi dinero, tan alegremente, que el nuevo jefe del batallón me tuvo que reprender. El teniente coronel había presentado la caja intacta, ante el estupor general, pues nadie creía que esto fuera posible. Después cayó enfermo, estuvo tres semanas en cama y, finalmente, murió en cinco días a causa de un reblandecimiento cerebral. Se le enterró con todos los honores militares, pues aún no se le había retirado. Diez días después de los funerales, Catalina Ivanovna se fue a Moscú con su hermana y con su tia. Yo no había vuelto a ver a ninguna de ellas. El día de la partida recibí un billete azul, con esta única línea escrita en lápiz:

      » “Le escribiré. Espere. C.”

      »En Moscú se le arreglaron las cosas de un modo rápido a inesperado, como en un cuento de Las mil y una noches. La principal pariente de Catalina Ivanovna, una generala, perdió en una sola semana, a consecuencia de la viruela, a dos sobrinas que eran sus herederas más próximas. Trastornada por el dolor, empezó a tratar a Katia como si fuera su propia hija, viendo en ella su única esperanza. Rehizo el testamento en su favor y le entregó en mano ochenta mil rublos como dote, para que dispusiera de ellos a su antojo. Es una mujer histérica: tuve ocasión de observarla más adelante en Moscú.

      »Una mañana recibí por correo cuatro mil quinientos rublos, lo que me sorprendió sobremanera, como puedes suponer. Tres días después llegó la carta prometida. Todavía la tengo y la conservaré mientras viva. ¿Quieres que te la enseñe? No dejes de leerla. Katia se ofrece espontáneamente a compartir mi vida.

      »Te amo locamente, me dice. Si tú no me amas, no me importa: me basta con que seas mi marido. No temas, que no te causaré molestia alguna. Seré uno de tus muebles, la alfombra que pisas. Quiero amarte eternamente y salvarte de ti mismo.

      »Aliocha —continuó Dmitri—, no soy digno de transmitirte estas líneas en mi vil lenguaje y en el tono del que jamás he podido corregirme. Desde entonces esta carta no ha cesado de traspasarme el corazón, y ni siquiera hoy me siento tranquilo. Le contesté en seguida, pues me era imposible trasladarme entonces a Moscú. Le escribí con lágrimas. Me avergonzaré eternamente de haberle dicho que entonces ella era rica y yo estaba sin recursos. Debí contenerme, pero mi pluma me arrastró. Escribí también a Iván, que entonces estaba en Moscú, y le expliqué todo lo que me fue posible en una carta de seis páginas, en la que le pedía que fuera a verla. ¿Por qué me miras? Ya sé que Iván se enamoró de Katia y que sigue enamorado de ella. Hice una tontería desde el punto de vista de la gente, pero tal vez esa tontería nos salve a todos. ¿No ves que ella le admira y le aprecia? ¿Crees que ahora que nos ha comparado puede querer a un hombre como yo, y menos después de lo que pasó aquí?

      –Estoy seguro —dijo Aliocha— de que es a ti a quien ella debe amar, y no a un hombre como Iván.

      –Es


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