Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский


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la inmortalidad descansa en Dios.

      –¡Hum! Debe de ser Iván quien tiene razón. Señor, ¡cuando uno piensa en la cantidad de fe y de energía que esta quimera ha costado al hombre, sin compensación ninguna, desde hace miles de años! ¿Quién se burla así de la humanidad? Por última vez lo pregunto categóricamente: ¿hay Dios o no lo hay?

      –Pues, por última vez, no.

      –Entonces, ¿quién se burla del mundo, Iván?

      –El diablo, sin duda —repuso Iván con una risita sarcástica.

      –Así, el diablo existe.

      –No, no existe.

      –Lo siento. No sé lo que haría al primer fanático que inventó a Dios. Ahorcarlo me parece poco.

      –Sin esa invención, la civilización no existiría.

      –¿De veras?

      –De veras. Tampoco existiría el coñac. Por cierto, que vamos a tener que quitártelo.

      –Espera, una copita más… He ofendido a Aliocha. ¿Me guardas rencor, hijito.

      –No, no te guardo rencor. Sé muy bien cómo piensas. Tu corazón vale más que tus pensamientos.

      –¡Mi corazón vale más que mis pensamientos! ¡Y eres tú quien lo dice!… Iván, ¿quieres a Aliocha?

      –Sí, le quiero.

      –Quiérele.

      Y Fiodor Pavlovitch, cada vez más borracho, dijo a Aliocha:

      –Oye: he sido grosero con tu starets, pero estaba exaltado. Es un hombre inteligente. ¿Tú qué crees, Iván?

      –Que tal vez lo sea.

      –Ciertamente, il y a du Piron là dedans. Es un jesuita ruso. La necesidad de representar una farsa, de llevar una máscara de santidad, le indigna in petto, pues es un hombre de carácter noble.

      –Pero cree en Dios.

      –No está muy convencido. ¿No lo sabías? Lo dice a todo el mundo o, por lo menos, a todas las personas inteligentes que lo visitan. Al gobernador Schultz le dijo sin rodeos: «Credo, pero no sé en qué.»

      –¿De veras?

      –Textual. Pero le aprecio. Hay en él algo de Mefistófeles o, mejor aún, de Héroe de nuestro tiempo. Su nombre es Arbenine , ¿verdad?… Es un sensual, tan sensual que yo no estaría tranquilo si mi mujer o una hija mía fueran a confesarse con él. No puedes imaginarte las cosas que dice cuando se pone a contar anécdotas. Hace tres años nos invitó a tomar el té…, con licores, pues las damas le envían licores. Empezó a referirnos su vida de antaño, y uno se partía de risa. Fue a curar a una dama de sus males del alma, y se enamoró de ella. Luego nos dijo que, si no le hubiesen dolido las piernas, habría ejecutado cierta danza… ¡Qué divertido!, ¿eh? «Yo también he llevado una vida alegre», añadió… Ha estafado sesenta mil rublos a Demidov, el comerciante.

      –¿Estafado?

      –Este se los confió, no dudando de su honradez. «Guárdemelos —le dijo—. Mañana vendrán a inspeccionar mi casa.» El santo varón se embolsó los sesenta mil rublos y le dijo: «Se los has dado a la Iglesia.» Yo le dije que era un bribón, y él me contestó que no era tal cosa, sino un hombre de ideas amplias… Pero ahora caigo en que todo esto lo hizo otro. He sufrido una confusión… Otra copita y ya no bebo más. Trae la botella, Iván. ¿Por qué no me has detenido cuando he empezado a mentir?

      –Porque sabía que te detendrías tú mismo.

      –Eso no es cierto. No me has dicho nada por maldad. En el fondo, me desprecias. Has venido a mi casa para demostrarme tu desprecio.

      –Me voy. El coñac se te empieza a subir a la cabeza.

      –Te he rogado insistentemente que fueras a Tchermachnia para uno o dos días, y no has ido.

      –Partiré mañana, ya que tanto te interesa.

      –No lo creo. Tú quieres estar aquí para espiarme.

      El viejo no se calmaba; había llegado a ese punto de la embriaguez en que los bebedores, incluso los más pacíficos, sienten de pronto el deseo de poner de manifiesto sus cosas malas.

      –¿Por qué me miras así? Tus ojos me están diciendo: «¡Despreciable borracho!» Tu mirada está llena de desconfianza y desprecio. Eres astuto como tú solo. La mirada de Alexei es radiante: él no me desprecia. Alexei, guárdate de querer a Iván.

      –No te enojes con mi hermano. Le has ofendido —dijo Aliocha firmemente.

      –Está bien. ¡Ah, qué dolor de cabeza tengo! Iván, dame el coñac: te lo he dicho ya tres veces.

      Quedó pensativo y de pronto sonrió astutamente.

      –No te enfades con un pobre viejo, Iván. Tú no me quieres, lo sé. Lo que no sé es por qué no me quieres. Pero no te enfades. Has de ir a Tchermachnia. Te diré dónde puedes ver a una muchachita con la que bromeo hace tiempo. Va todavía descalza; pero eso no debe preocuparte. No hay que hacer aspavientos ante las jovencitas descalzas: son perlas.

      Se dio un beso en la mano y en seguida se animó, como si su tema favorito le curase de su embriaguez.

      –¡Ah, hijos míos! —continuó—. Mis cochinillos… Yo…, a mí, ninguna mujer me parece fea. Es un don, ¿comprendéis? No, no podéis comprenderme. No es sangre, sino leche, lo que corre por vuestras venas. Todavía no habéis salido del cascarón. A mi juicio, todas las mujeres tienen alguna peculiaridad interesante: el quid está en saber descubrirla. Para ello hace falta un talento especial. A mí, ninguna me parece fea. El sexo por si solo hace mucho… Pero esto está por encima de vuestra comprensión. Incluso las solteronas viejas tienen a veces tales encantos, que uno no puede menos de decirse que los hombres son unos imbéciles, ya que las han dejado envejecer sin descubrir sus atractivos. A las muchachitas descalzas hay que empezar por impresionarlas, ¿no lo sabíais? Es preciso que la infeliz se sienta maravillada y confusa al ver que todo un señor se ha enamorado de una pobrecita como ella. Por fortuna, ha habido y habrá siempre señores que se atreven a todo y sirvientes que los obedecen. ¡Esto asegura la felicidad de la existencia! A propósito, Aliocha, yo siempre conseguí impresionar a tu madre, aunque de otro modo. A veces, después de haberla tenido algún tiempo privada de mis caricias, me mostraba de pronto apasionado, arrodillándome ante ella y besándole los pies. Entonces ella, invariablemente, lanzaba una risita convulsiva y aguda, pero apagada. No se reía nunca de otro modo. Yo sabía que su crisis empezaba siempre así, que al día siguiente gritaría como una poseída, que aquella risita sólo expresaba la apariencia de un arrebato; pero siempre ocurría de este modo. Hay que saber cómo conducirse en todo momento. Un día, un hombre llamado Bielavski, guapo y rico, que le hacía la corte y frecuentaba nuestra casa, me abofeteó en su presencia. Creí que tu madre, dulce como una ovejita, me iba a pegar. Exclamó: « ¡Te ha pegádo, te ha abofeteado! ¡Querias venderme a él! De lo contrario, ¿cómo se habría atrevido a abofetearte delante de mí? No quiero volver a verte hasta que le hayas desafiado.» Yo la conduje entonces al monasterio, donde se oró para calmarla. Pero lo juro por Dios, Aliocha, que no ofendí jamás a mi pequeña endemoniada. Mejor dicho, sólo la ofendí una vez. Fue en el primer año de nuestro matrimonio. Tu madre rezaba demasiado, observaba rigurosamente las fiestas de la Virgen y no me permitía entrar en su habitación. Me propuse curarla de su misticismo. «¿Ves esa imagen que tú consideras milagrosa? —le dije—. Pues le voy a escupir en tu presencia, y verás como no sufro ningún castigo.» Creí que iba a matarme, pero se limitó a estremecerse. Luego se cubrió el rostro con las manos, empezó a temblar y se desplomó… Aliocha, ¡Aliocha! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?

      El viejo se puso en pie, aterrado. Desde que había empezado a hablar de la madre de Aliocha, el rostro del joven se había ido alterando progresivamente. Aliocha enrojeció, sus ojos centellearon y sus labios empezaron a temblar. El viejo no se dio cuenta de nada hasta el momento en que Aliocha sufrió un ataque que reproducía punto por punto el que él acababa de describir. De súbito, terminado el relato, se levantó


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