El Idiota. Федор Достоевский

Читать онлайн книгу.

El Idiota - Федор Достоевский


Скачать книгу
esposo; pero esta vez estimó imposible pasar por alto el incidente. El rumor relativo a las perlas la impresionaba mucho. El general lo notó a través de algunas palabras escuchadas el día antes, y preveía y temía el momento de la explicación.

      De aquí que pensase con vivo desagrado en el almuerzo en el seno de la familia la mañana en que comienza esta historia. Ya antes de aparecer Michkin, el general había decidido esquivarse pretextando asuntos urgentes. A menudo, «esquivarse» significaba, en el caso de Epanchin, huir. Lo esencial era lograr pasar aquel día, y sobre todo aquella noche, sin turbaciones ni conflictos. Y el príncipe había llegado con oportunidad. «El cielo me lo envía», meditaba el general mientras iba al encuentro de su mujer.

      V

      Lisaveta Prokofievna estaba muy orgullosa de su noble cuna. ¿Cómo reaccionaría cuando supiese a quemarropa, sin la menor preparación, que el último representante de su raza, aquel príncipe Michkin de quien oyera hablar alguna vez, no era más que un pobre idiota, un pordiosero necesitado de la caridad ajena? El general, temiendo un interrogatorio sobre las perlas, había premeditado este efecto teatral que dirigiría la atención de su mujer en otro sentido.

      Cuando sucedía algo extraordinario, Lisaveta Prokofievna abría mucho los ojos, recostábase en su asiento y miraba vagamente en torno suyo. Era una mujer alta y ancha de formas, pero delgada, de la misma edad que su marido, con una cabellera negra que empezaba a encanecer, aunque fuese abundante todavía. Tenía la nariz algo aquilina, mejillas hundidas y macilentas y delgados labios plegados hacia dentro. Su frente era alta, si bien estrecha, y sus grandes ojos pardos mostraban a veces las más inesperadas expresiones. Antaño había tenido la creencia de que sus ojos eran subyugadores y desde entonces nada había podido disipar su convicción.

      –¿Recibirle? ¿Recibirle ahora?

      Y abriendo mucho los ojos miraba a su marido, que paseaba de un lado a otro de la habitación.

      –No tienes por qué enojarte en lo más mínimo, querida —se apresuró a declarar Ivan Fedorovich—. No lo recibas a no ser que verdaderamente te complazca verle. Es realmente un niño, y un niño que da lástima. Padece accesos de cierta enfermedad y en este momento llega de Suiza. Ha venido a casa en seguida de apearse del tren. Va vestido un poco extravagantemente, algo a la usanza alemana. Y lo principal es que no tiene un kopec. ¡No creas que exagero! Poco le falta para que se le salten las lágrimas. Le he dado veinticinco rublos y quiero buscarle un empleo de escribiente en nuestro ministerio. Os ruego, mesdames[6], que le invitéis a almorzar, porque sospecho que debe de estar hambriento…

      –Me asombras —contestó la generala, sin cambiar de tono—. ¡Hambriento y sufriendo accesos! ¿Qué clase de accesos?

      –¡Bah! No son frecuentes y además, lo repito, es como un niño, y está bien educado. Os agradeceré, mesdames, que le sometáis a un examen —añadió el general volviendo a dirigirse a sus hijas—. Conviene conocer sus aptitudes.

      –¿Someterle a un examen? —murmuró su mujer, pronunciando lentamente cada sílaba y dirigiendo alternativamente la mirada a sus hijas y a su marido—. Querida, no lo tomes a mal… En fin, haz lo que quieras. Yo me proponía tratarle con benevolencia, introducirlo en casa… Casi sería una buena acción. —¿Introducirlo en casa?… ¿Y dices que acaba de llegar de Suiza?

      –Eso no es obstáculo… Pero repito que como quieras. Se me ha ocurrido la idea porque lleva tu mismo apellido y acaso sea tu pariente, y además porque no tiene ni donde reposar la cabeza. He juzgado también que, como miembro de nuestra familia, despertaría en ti algún interés.

      –Por supuesto… Maman, no hay que enojarse con él —dijo Alejandra—. Además llega de viaje y está hambriento. ¿Por qué no darle de comer si no tiene adónde ir?

      –Además, es un niño completo. Hasta se puede jugar con él al escondite…

      –¿Jugar al escondite? ¿Qué quieres decir?

      –¡Oh, maman, deja ya de ponerte interesante! —interrumpió Aglaya, molesta.

      Adelaida, la hija segunda, que era de carácter alegre, no pudo contenerse y rompió a reír.

      –Hazle llamar, papá. Maman lo permite —decidió Aglaya.

      El general llamó y ordenó al criado que introdujese al príncipe.

      –Pero a condición de que se le anude una servilleta al cuello cuando se siente a la mesa —declaró la generala—. Y habrá que decir a Mafra y a Fedor que estén detrás de él mientras come, sin quitarle la vista de encima. ¿Es tranquilo, por lo menos, en sus ataques? ¿No hace ademanes desordenados?

      –Está por el contrario, muy bien educado y tiene muy buenas maneras. Acaso sea un poco simple… Ea, aquí le tenéis. Te presento al último de los príncipes Michkin, que lleva tu mismo nombre y acaso sea tu pariente, Lisaveta. Tratadle bien y sed amables con él… Príncipe, el almuerzo está servido; háganos el honor. Dispense que no me quede, pero es muy tarde ya y tengo mucha prisa.

      –¿Podemos saber adónde te lleva esa prisa? —preguntó, con acento significativo, Lisaveta Prokofievna.

      –Tengo que irme, querida; dispongo de muy poco tiempo… Si dais al príncipe vuestro álbum, mesdames, y le pedís que os ponga algún autógrafo, comprobaréis el talento caligráfico que tiene. ¡Es un calígrafo consumado! Hace un momento me ha reproducido una muestra de la escritura medieval: «El igúmeno Pafnutí ha puesto aquí su firma»… Bueno, hasta luego…

      –¿Pafnutí? ¿El igúmeno? ¡Espera, espera un poco! ¿Adónde vas y quién es ese Pafnutí? —exclamó la generala, colérica y casi inquieta mientras su esposo alcanzaba la puerta rápidamente.

      –Si, sí, querida: es un igúmeno antiguo… Voy a casa del conde, que me espera hace rato. El mismo me citó. Hasta la vista, príncipe…

      Y el general salió a toda prisa.

      –¡Bien sé a la casa de qué conde va! —dijo con áspero acento Lisaveta Prokofievna dirigiendo los ojos al príncipe con expresión de descontento. Y luego, procurando coordinar sus recuerdos, gruñó—: ¿Qué decíamos? ¡Ah, sí, hablábamos del igúmeno!

      –Maman… —comenzó Alejandra.

      Aglaya golpeó el suelo con el pie.

      –Déjame hablar, Alejandra Ivanovna —interrumpió secamente la madre—. También yo deseo enterarme de eso. Siéntese en esta butaca, príncipe. No, aquí, frente a mí. Más al sol y de modo que le dé bien la luz para que yo pueda verle. ¿Qué igúmeno era ése?

      –El igúmeno Pafnutí —respondió el príncipe con gravedad.

      –¿Pafnutí? ¡Muy interesante! ¿Y qué hizo?

      Lisaveta Prokofievna preguntaba con voz brusca e impaciente, fijando los ojos en el príncipe. Cuando éste le contestó, ella de vez en cuando asentía con la cabeza.

      –El igúmeno Pafnutí vivía en el siglo catorce —comenzó Michkin—. Su monasterio estaba situado a orillas del Volga, en la región ahora conocida como provincia de Gostroma. Fue célebre por la santidad de su vida. Le enviaron a la Horda para arreglar ciertos asuntos con los tártaros y puso su firma al pie de un documento. Como el general quería ver si yo tenía suficiente buena letra para ser empleado en algún sitio, he escrito varias frases, cada una con un tipo de letra diferente. Entre otras frases se encontraba ésa: «El humilde igúmeno Pafnutí ha puesto aquí su firma». Ello agradó mucho al general y por eso lo ha mencionado hace poco.

      –Aglaya —dijo la generala—, acuérdate de lo que dice el príncipe. O, si no, anótalo, porque de lo contrario lo olvidaré. Pero yo creía que se trataba de algo más interesante. ¿Dónde está esa firma?

      –Creo que ha quedado en el despacho del general, sobre la mesa.

      –Que vayan a buscarla en seguida.

      –No vale la pena. Puedo volver a escribirla, si usted lo desea.

      –Opino,


Скачать книгу

<p>6</p>

En francés en el original, como las demás expresiones no españolas reproducidas en esta versión.