El Idiota. Федор Достоевский

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El Idiota - Федор Достоевский


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ha mostrado hace poco Gabriel Ardalionovich, y éste ha mostrado al general.

      –¿Dónde está el retrato? —dijo vivamente la generala—. ¡Quiero verlo! Si ella se lo ha dado, Gabriel Ardalionovich debe tenerlo aún. Y Gabriel Ardalionovich está sin duda en el despacho de mi marido. Viene a trabajar todos los miércoles y nunca se marcha antes de las cuatro. ¡Qué venga en seguida! Pero no: no siento tanto interés por verle. Haga el favor, querido príncipe, de ir a pedirle ese retrato y traérnoslo. Dígale que queremos verle. Háganos este servicio.

      –Es simpático, pero demasiado ingenuo —comentó Adelaida cuando Michkin salió.

      –Tan ingenuo —confirmó Alejandra— que casi toca en ridículo, hablando francamente.

      Las dos jóvenes parecían ocultar parte de su pensamiento.

      –Hablando de nuestras caras —dijo Aglaya— ha sabido salir muy bien del apuro. Nos ha adulado a todas, incluso a mamá.

      –¡Déjate de indirectas, te lo ruego! —replicó la generala. No es que me haya adulado; es que yo he encontrado lisonjeras sus palabras.

      –¿Crees que ha obrado con malicia? —preguntó Adelaida.

      –Creo que dista de ser tan tonto como parece.

      –Bueno, basta —dijo con vehemencia la generala—. A mí vosotras me parecéis más absurdas que él. El príncipe es ingenuo, sí, pero sabe lo que se dice y es un socarrón, en el sentido más noble de la palabra. Es exactamente lo mismo que yo.

      Michkin, entre tanto, camino del despacho, reflexionaba, sintiendo algún remordimiento de conciencia.

      «He cometido una indiscreción hablando del retrato. Pero acaso haya convenido…».

      Gabriel Ardalionovich, aún en el despacho del general, estaba abstraído ante sus papelotes. Era evidente que la compañía no le pagaba su sueldo por holgar. Cuando el príncipe le pidió el retrato y le explicó que las señoras deseaban verlo, se sintió tremendamente desconcertado.

      –¿Eh? ¿Y qué necesidad tenía de haber hablado de tal cosa? ¡De una cosa de la que usted no está enterado para nada! —exclamó, presa de violento enojo. Y añadió para sí—: ¡Idiota!

      –Perdone, lo he mencionado sin darme cuenta en el curso de la conversación. Sin querer, declaré que Aglaya era casi tan bella como Nastasia Filipovna.

      Gania le pidió que le relatase con exactitud todo lo ocurrido. Michkin lo hizo y el secretario le miró sarcásticamente.

      –Veo que tiene usted a Nastasia Filipovna dentro del cerebro —murmuró.

      Y se tomó pensativo. Notándole absorto, Michkin le recordó el retrato.

      –Escuche, príncipe —dijo Gania de pronto, como si le acudiese de súbito una idea a la mente—: tengo que pedirle un inmenso favor. Pero en verdad no sé si…

      Interrumpióse, turbado. En su interior parecía librarse una violenta lucha. Michkin esperaba en silencio. Gania volvió a mirarle con ojos penetrantes e inquisitivos.

      –Príncipe —continuó—, las señoras en este momento deben de estar disgustadas conmigo a causa de una circunstancia extraña y absurda de la que no tengo culpa ciertamente… Es inútil entrar en detalles… El caso, repito, es que las señoras están, a lo que parece, algo molestas conmigo de algún tiempo a esta parte y por eso evito en lo posible pasar a sus habitaciones. Y yo tengo ahora gran necesidad de hablar con Aglaya Ivanovna. Le he escrito unas líneas —y mostraba un papelito cuidadosamente plegado que tenía entre los dedos— y no sé cómo hacérselas llegar. ¿Quisiera, príncipe, encargarse de llevárselas a Aglaya Ivanovna? Mas habría que entregárselas en propia mano y a escondidas de todos. ¿Comprende? No es un secreto grave ni cosa parecida, pero… ¿Puede hacerme este favor?

      –Confieso que el encargo no me agrada —contestó Michkin.

      –¡Oh, príncipe! —suplicó Gania—. ¡Si supiera cuánto interés encierra esto para mí! Ella acaso contestará y… Créame que se trata de algo urgente, muy urgente, para que me atreva a pedirle… ¿Por quién enviaría yo esto? ¡Y es tan importante, tan importante!

      Gania, temerosísimo de que el príncipe persistiera en su negativa, le miraba con expresión de acendrado ruego.

      –Bien; lo entregaré.

      –¿Pero sin que nadie lo note? —insistió Gania, jubiloso—. ¿Cuento con su palabra de honor príncipe?

      –No lo enseñaré a nadie —dijo Michkin—. El pliego no está cerrado, pero…

      Y el secretario se interrumpió, turbado por la inconveniencia que acababa de deslizar sin querer.

      –No lo leeré, no tema —aseguró el príncipe, sin parecer molesto en lo más mínimo.

      Y tomando el retrato salió de la estancia.

      Al quedar solo Gania se llevó las manos a la cabeza.

      –¡Una palabra de ella —exclamó— y… y acaso rompa con todo!

      Y, en la impaciencia de aguardar contestación a su nota, Comenzó a pasear de un lado a otro del despacho, incapaz de reanudar su tarea.

      Entre tanto, Michkin, preocupado, pensaba en el encargo que recibiera. La misión aceptada le impresionaba desagradablemente y el que Gania escribiera a Aglaya no le desagradaba menos. Antes de llegar a las dos habitaciones que precedían al salón, se detuvo de pronto como si acabase de surgir alguna idea en su mente y luego, lanzando una mirada en torno, se acercó a la ventana y comenzó a examinar el retrato de Nastasia Filipovna.

      Dijérase que quisiera descifrar el no se sabía qué de misterioso que antes le afectara tanto al mirar la faz de aquella mujer. Su impresión entonces había sido muy viva y ahora quería someterla a nueva prueba. Contemplando otra vez aquel rostro, que tenía de notable, no sólo su belleza, sino algo más, imposible de definir, el príncipe tornó a recibir una sensación muy fuerte, más fuerte todavía que la primera. El orgullo y el desprecio, por no decir el odio, se acusaban en aquel semblante femenino con intensidad extraordinaria: pero a la vez se desprendía de él una sorprendente expresión de ingenuidad y confianza, contraste que producía un sentimiento casi compasivo. La deslumbrante hermosura de Nastasia Filipovna tenía un carácter extraño: el rostro era pálido, las mejillas poco menos que hundidas, los ojos ardorosos. ¡Extraña belleza aquélla! El príncipe examinó fijamente el retrato por un momento y luego, después de asegurarse de que nadie le observaba, aproximó a sus labios el rostro de la joven y lo besó con precipitación. Cuando un minuto después entró en el saloncito, su rostro estaba tranquilo en absoluto.

      Pero al ir a entrar en el comedor, que estaba separado del salón por otra estancia, casi tropezó con Aglaya, que salía, sola.

      –Gabriel Ardalionovich me ha rogado que le entregue esta nota —dijo Michkin, presentándosela.

      Aglaya se detuvo, tomó el papel y miró de un modo extraño al príncipe. En la fisonomía de la joven no se delataba la menor confusión. Su extrañeza parecía limitada al curioso papel que Michkin desempeñaba en aquel encargo. La mirada altiva y serena de Aglaya parecía preguntar al príncipe por qué motivo se encontraba mezclado en aquel asunto con Gabriel Ardalionovich. Durante un par de segundos ambos permanecieron mirándose, en pie uno frente al otro.

      Al fin, una expresión un tanto burlona se pintó en el rostro de Aglaya. Sonriendo levemente, la joven se retiró.

      La generala miró en silencio por unos instantes el retrato de Nastasia Filipovna, afectando mantenerlo a mucha distancia de los ojos y con aire levemente desdeñoso.

      –Sí, es bella e incluso muy bella —declaró al fin—. La he visto dos veces, pero de lejos. ¿Así que le gusta esa clase de belleza? —preguntó bruscamente a Michkin.

      –Sí, me gusta —repuso él, no sin cierto esfuerzo.

      –Pero ¿esta clase de belleza precisamente?

      –Esta precisamente.

      –¿Por qué?

      –Porque


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