Crimen y Castigo. Федор Достоевский

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Crimen y Castigo - Федор Достоевский


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¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré galopar.

      Empuña el látigo y se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.

      Ya lo oís: dice que lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! exclamó una voz burlona entre la multitud.

      ¿Galopar? Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado.

      Por lo menos, os llevará a buena marcha.

      ¡No lo compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo que necesita esta calamidad!

      Todos suben a la carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas.

      La muchedumbre que rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante la idea de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los jóvenes que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se oye el grito de U ¡Arre! y el caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime, encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña en la pobre bestia, obstinado en verla galopar.

      ¡Dejadme subir también a mí, hermanos! grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.

      ¡Sube! ¡Subid! grita Mikolka . ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes… ¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!

      La rabia le ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.

      Papá, papaíto exclama Rodia . ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?

      Vámonos, vámonos responde el padre . Están borrachos… Así se divierten, los muy imbéciles… Vámonos…, no mires…

      E intenta llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de si, corre hacia la carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza a tirar nuevamente… Está a punto de caer.

      ¡Pegadle hasta matarlo! ruge Mikolka . ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo!

      ¡Tú no eres cristiano: eres un demonio! grita un viejo entre la multitud.

      Y otra voz añade:

      ¿Dónde se ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?

      ¡Lo vas a matar! vocifera un tercero.

      ¡Id al diablo! El animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos! ¡He de hacerlo galopar!

      De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus patas…!

      Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.

      Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! vocifera Mikolka.

      ¡Cantemos una canción, camaradas! dice una voz en la carreta . El estribillo tenéis que repetirlo todos.

      Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.

      Rodia se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos…, ¡en los ojos…! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus lágrimas. Uno de los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.

      ¡El diablo te lleve! vocifera Mikolka, ciego de ira.

      Arroja el látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.

      ¡Lo vas a matar! grita uno de los espectadores.

      Seguro que lo mata dice otro.

      ¿Acaso no es mío? ruge Mikolka.

      Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.

      ¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? gritan varias voces entre la multitud.

      Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar con el caballo de un solo golpe.

      ¡Es duro de pelar! exclama uno de los espectadores.

      Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora dice otro de los curiosos.

      ¡Coge un hacha! sugiere un tercero . ¡Hay que acabar de una vez!

      ¡No decís más que tonterías! brama Mikolka . ¡Dejadme pasar!

      Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se ve en sus manos una barra de hierro.

      ¡Cuidado! exclama.

      Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.

      ¡Acabemos con él! ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.

      Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran látigos, palos, estacas y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.

      ¡Ya está! dice una voz entre la multitud.

      Se había empeñado en no galopar.

      ¡Es mío! exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no tener otra victima a la que golpear.

      Desde luego, tú no crees en Dios dicen algunos de los que han presenciado la escena.

      El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.

      Ven, ven le dice . Vámonos a casa.

      Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? gime Rodia. Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.

      Están borrachos responde el padre . Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que hacer.

      Rodia le rodea con sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por recobrar la respiración, intenta gritar… Se despierta.

      Raskolnikof se despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados sus cabellos. Se levantó horrorizado, jadeante…

      ¡Bendito


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