Cádiz. Benito Perez Galdos

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Cádiz - Benito Perez  Galdos


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trompeta de la Gloria

       dice al mundo Velintón...

      (lo mismo que está escrito) nuestro mister era popularísimo en toda la extensión que inunda con sus canales el caño de Sancti-Petri.

      Su mayor confianza era conmigo; pero debo indicar aquí una circunstancia, que a todos llamará la atención, y es que aunque repetidas veces procuré sondear su ánimo en el asunto que más me interesaba, jamás pude conseguirlo. Hablábamos de amores, nombraba yo la casa y la familia de Inés, y él, volviéndose taciturno, mudaba la conversación. Sin embargo, yo sabía que visitaba todas las noches a doña María; pero su reserva en este punto era una reserva sepulcral. Sólo una vez dejó traslucir algo y voy a decir cómo.

      Durante muchos días estuve sin poder ir a Cádiz, a causa de las ocupaciones del servicio, y esta esclavitud me daba tanto fastidio como pesadumbre. Recibía algunas esquelas de la condesa suplicándome que pasase a verla, y yo me desesperaba no pudiendo acudir. Al fin logré una licencia a principios de Marzo y corrí a Cádiz. Lord Gray y yo atravesamos la Cortadura precisamente el día del furioso temporal que por muchos años dejó memoria en los gaditanos de aquel tiempo. Las olas de fuera, agitadas por el Levante, saltaban por encima del estrecho istmo para abrazarse con las olas de la bahía. Los bancos de arena eran arrastrados y deshechos, desfigurando la angosta playa; el horroroso viento se llevaba todo en sus alas veloces, y su ruido nos permitía formar idea de las mil trompetas del Juicio, tocadas por los ángeles de la justicia. Veinte buques mercantes y algunos navíos de guerra españoles e ingleses estrelláronse aquel día contra la costa de Poniente; y en el placer de Rota, la Puntilla y las rocas donde se cimenta el castillo de Santa Catalina aparecieron luego muchos cadáveres y los despojos de los cascos rotos y de las jarcias y árboles deshechos.

      Lord Gray, contemplando por el camino tan gran desolación, el furor del viento, los horrores del revuelto cielo, ora negro, ora iluminado por la siniestra amarillez de los relámpagos, la agitación de las olas verdosas y turbias, en cuyas cúspides, relucientes como filos de cuchillos, se alcanzaban a ver restos de alguna nave que se hundía luego en los cóncavos senos para reaparecer después; contemplando lord Gray, repito, aquel desorden, no menos admirable que la armonía de lo creado, aspiraba con delicia el aire húmedo de la tempestad y me decía:

      —¡Cuán grato es a mi alma este espectáculo! Mi vida se centuplica ante esta fiesta sublime de la Naturaleza, y se regocija de haber salido de la nada, tomando la execrable forma que hoy tiene. Para esto te han criado ¡oh mar! Escupe las naves comerciantes que te profanan, y prohíbe la entrada en tus dominios al sórdido mercachifle, ávido de oro, saqueador de los pueblos inocentes que no se han corrompido todavía y adoran a Dios en el ara de los bosques. Este ruido de invisibles montañas que ruedan por los espacios, chocándose y redondeándose como los guijos que arrastra un río; estas lenguazas de fuego que lamen el cielo y llegan a tocar el mar con sus afiladas puntas; este cielo que se revuelca desesperado; este mar que anhela ser cielo, abandonando su lecho eterno para volar; este hálito que nos arrastra, esta confusión armoniosa, esta música, amigo, y ritmo sublime que lo llena todo, encontrando eco en nuestra alma, me extasían, me cautivan, y con fuerza irresistible me arrastran a confundirme con lo que veo... Esta alteración se repite en mi alma; esta rabia y desesperado anhelo de salir de su centro, propiedad es también de mi alma; este rumor, donde caben todos los rumores de cielo y tierra, ha tiempo que también ensordece mi alma; este delirio es mi delirio, y este afán con que vuelan nubes y olas hacia un punto a que no llegan nunca, es mi propio afán.

      Yo pensé que estaba loco, y cuando le vi bajar del calesín, acercarse a la playa e internarse por ella hasta que el agua le cubrió las botas, corrí tras él lleno de zozobra, temiendo que en su enajenación se arrojase, como había dicho, en medio de las olas.

      —Milord—le dije—volvámonos al coche, pues no hay para qué convertirse ahora en ola ni nube, como usted desea, y sigamos hacia Cádiz, que para agua bastante tenemos con la que llueve, y para viento, harto nos azota por el camino.

      Pero él no me hacía caso, y empezó a gritar en su lengua. El calesero, que era muy pillo, hizo gestos significativos para indicar que lord Gray había abusado del Montilla; pero a mí me constaba que no lo había probado aquel día.

      —Quiero nadar—dijo lacónicamente lord Gray, haciendo ademán de desnudarse.

      Y al punto forcejeamos con él el calesero y yo, pues aunque sabíamos que era gran nadador, en aquel sitio y hora no habría vivido diez minutos dentro del agua. Al fin le convencimos de su locura, haciéndole volver a la calesa.

      —Contenta se pondría, milord, la señora de sus pensamientos si le viera a usted con inclinaciones a matarse desde que suena un trueno.

      Lord Gray rompió a reír jovialmente, y cambiando de aspecto y tono, dijo:

      —Calesero, apresura el paso, que deseo llegar pronto a Cádiz.

      —El lamparín no quiere andar.

      —¿Qué lamparín?

      —El caballo. Le han salido callos en la jerraúra. ¡Ay sé! Este caballo es muy respetoso.

      —¿Por qué?

      —Muy respetoso con los amigos. Cuando se ve con Pelaítas, se hacen cortesías y se preguntan cómo ha ido de viaje.

      —¿Quién es Pelaítas?

      —El violín del Sr. Poenco. ¡Ay sé! Si usted le dice a mi caballo: «vas a descansar en casa de Poenco, mientras tu amo come una aceituna y bebe un par de copas», correrá tanto, que tendremos que darle palos para que pare, no sea que con la fuerza del golpe abra un boquete en la muralla de Puerta Tierra.

      Gray prometió al calesero refrescarle en casa de Poenco, y al oír esto ¡parecía mentira!, el lamparín avivó el paso.

      —Pronto llegaremos—dijo el inglés—. No sé por qué el hombre no ha inventado algo para correr tanto como el viento.

      —En Cádiz le aguarda a usted una muchacha bonita. No una, muchas tal vez.

      —Una sola. Las demás no valen nada, señor de Araceli... Su alma es grande como el mar. Nadie lo sabe más que yo, porque en apariencia es una florecita humilde que vive casi a escondidas dentro del jardín. Yo la descubrí y encontré en ella lo que hombre alguno no supo encontrar. Para mí solo, pues, relampaguean los rayos de sus ojos y braman las tempestades de su pecho... Está rodeada de misterios encantadores, y las imposibilidades que la cercan y guardan como cárceles inaccesibles más estimulan mi amor... Separados nos oscurecemos; pero juntos llenamos todo lo creado con las deslumbradoras claridades de nuestro pensamiento.

      Si mi conciencia no dominara casi siempre en mí los arrebatos de la pasión, habría cogido a lord Gray y le habría arrojado al mar... Hícele luego mil preguntas, di vueltas y giros sobre el mismo tema para provocar su locuacidad; nombré a innumerables personas, pero no me fue posible sacarle una palabra más. Después de dejarme entrever un rayo de su felicidad, calló y su boca cerrose como una tumba.

      —¿Es usted feliz?-le dije al fin.

      —En este momento sí—respondió.

      Sentí de nuevo impulsos de arrojarle al mar.

      —Lord Gray—exclamé súbitamente—¿vamos a nadar?

      —¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Usted también?

      —¡Sí, arrojémonos al agua! Me pasa a mí algo de lo que a usted pasaba antes. Se me ha antojado nadar.

      —Está loco—contestó riendo y abrazándome—. No, no permito yo que tan buen amigo perezca por una temeridad. La vida es hermosa, y quien pensase lo contrario, es un imbécil. Ya llegamos a Cádiz. Tío Hígados, eche aceite a la lamparilla, que ya estamos cerca de la taberna de Poenco.

      Al anochecer llegamos a Cádiz. Lord Gray me llevó a su casa, donde nos mudamos de ropa, y cenamos después. Debíamos ir a la tertulia de doña Flora, y mientras llegaba la hora, mi amigo, que quise que no, hubo de darme nuevas


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