Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

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Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio


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creía servir á Doña Beatriz ayudando al Arzobispo.

      Cerró la noche y D. Fernando se dispuso para salir.

      Sin embargo de su valor, creyó necesarias algunas precauciones.

      Vistióse bajo su ropilla, una ligera cota de maya de acero, perfectamente templado, y que podia resistir el golpe de un puñal sin perder uno solo de sus anillos; y ademas de su espada y de su daga prendió en su talabarte dos pequeños pistoletes, se caló un ancho sombrero adornado de una pluma negra, se cubrió con un ferreruelo de vellorí y salió á la calle.

      Registró con la vista por todos lados, pero nada pudo descubrir á pesar de que el cielo no estaba entoldado como la víspera, y la luna alumbraba bastante.

      Don Fernando echó á andar, y detrás de él se destacó un bulto que comenzó á seguirle á cierta distancia; pero sin alejarse mucho ni perderle de vista.

      El Oidor caminaba de prisa, pero podia notarse que cuidaba siempre que le era posible de ir por la mitad de la calle, y no torcer en las esquinas cerca de los muros de las casas.

      El hombre que le seguia debia ir descalzo, porque sus pisadas no producian el menor ruido marchando como los gatos, sin que pudieran sentirse sus pasos.

      En esos dias estaba en construccion el templo de la Catedral, y casi todo el terreno que esta ocupa, estaba lleno de andamios, de montones de piedra, de madera, de inmensos bloques de granito, en fin, de todo eso que formando para los profanos un caos inesplicable, es el pensamiento del arquitecto que va con la luz de la inteligencia á moverse, á ordenarse, á colocarse, á formar una maravilla del arte, y á materializar en una mole gigantesca una idea encendida en la pequeña cabeza de un hombre.

      Desde allí se descubria la puerta del Arzobispado, y entre aquellos materiales acumulados se perdió, como que se desvaneció, el hombre que seguia al Oidor. Era indudablemente el lugar mas propio para ocultarse, y para vigilar á todos los que entrasen ó saliesen del palacio del Arzobispo.

      Don Fernando preguntó por su Ilustrísima, y un familiar le hizo entrar inmediatamente.

      —¡Albricias!—dijo alegremente el Arzobispo al ver á Don Fernando.

      —De las mismas—contestó el Oidor, siguiendo el humor del prelado.

      —El virey da su beneplácito para continuar la obra inmediatamente; aquí está la órden.

      —Mil parabienes.—¿Pero cómo logró tan pronto su Ilustrísima.........

      —¡Ah! no ha sido poco el trabajo: su Excelencia estaba realmente prevenido, ese Don Alonso de Rivera, y su amigo Don Pedro de Mejía (Dios se los perdone), han trabajado con un teson digno de santa causa.

      —Pero al fin.

      —Ahora vereis, al llegar al palacio pareciome mas prudente consejo tener vista con mi señora la vireina, que como sabeis, muestra particular empeño en nuestra fundacion porque allá en su mocedad estuvo algunos meses en un convento de Carmelitas descalzas, y su santo celo nos ha dado tambien en sus dos hijas piadosos auxiliares para nuestra empresa. Su Excelencia debia entrar á la cámara de la vireina pocos momentos despues que yo, pero tiempo tuve suficiente para prepararla, así como á las dos niñas; de manera que ellas y yo, tanto instamos y rogamos, y suplicamos, que su Excelencia no pudo menos de darme la órden que yo solicitaba. ¡Ah, señor Oidor! Este ha sido un triunfo que hemos alcanzado, y que es preciso aprovechar sin pérdida de tiempo.

      —Yo aseguro á vuestra señoría Ilustrísima, que mañana en la tarde no conocerá el lugar en que las casas existieron.

      Y el Arzobispo y el Oidor continuaron, lo menos por dos horas, hablando de sus planes..............................

      Teodoro, que seguia á D. Fernando, se ocultó en las obras de la nueva Catedral: buscó un lugar desde donde observar la puerta del Arzobispado, y colocándose á su sabor se quedó inmóbil.

      Una hora habia permanecido allí confundido por su color negro con la sombra del naciente edificio, cuando sintió un leve rumor de pasos que se acercaban por el mismo camino que él habia traido.

      Con mucha precaucion levantó la cabeza y vió tres hombres que procuraban ocultarse tambien, muy cerca de el lugar que él ocupaba.

      —Está seguro—dijo uno de ellos al otro: está en el Arzobispado.

      —Tan seguro, que yo le ví entrar desde la pared de enfrente adonde me dijiste que me quedara de vigía.

      —Sí debe ser, porque quien nos manda me dijo que debia venir esta noche á ver al Arzobispo, y que por aquí debia pasar al retirarse.

      —Seguro es el golpe.

      —Ahora esperad, y silencio.

      Y todos callaron: Teodoro no habia perdido una palabra.

      Mucho tiempo trascurrió así, y Teodoro observaba de cuando en cuando una cabeza que se alzaba muy cerca de él para mirar la calle que venia del Arzobispado: la luna estaba ya en la mitad del cielo.

      Por fin sonó una puerta y se percibió un bulto negro que, saliendo del palacio del Arzobispo, se dirigia al lugar de la emboscada.

      —¿Es él?—dijo uno de los hombres.

      —Debe ser—contestó otro;—pero es necesario estar muy seguros, y sobre todo no precipitarnos, porque anda siempre bien armado, y es diestro.

      —Pero solo.

      —No le hace.

      El bulto se acercaba mas y mas.

      —Él es, dijo uno.

      —Listos!—contestó el otro.—Y los tres sacaron de la vaina sus puñales sin levantarse.

      El bulto se percibia ya claramente; era el Oidor y pasaba por delante de los hombres ocultos.

      Entonces sin hacer ruido, y como si hubieran sido unas sombras todos, se alzaron; pero no advirtieron que no eran ya tres sino cuatro.

      —¡A él!—gritó uno precipitándose; sobre el Oidor; pero antes que hubiera podido acercársele recibió en la cabeza un golpe terrible, que le hizo caer á tierra sin sentido. Don Fernando tiró de la espada y se puso en guardia; pero la precaucion era inútil: al mirar su actitud, el auxilio inesperado que le llegaba y la caida de uno de ellos, los asesinos echaron á huir.

      Ni Don Fernando ni el negro pensaron en seguirles, el Oidor quedó con su espada en la mano, y el negro con su habitual indiferencia, cruzados los brazos, contemplándole y teniendo en medio de ellos el cuerpo de aquel hombre, que no se sabia si estaba muerto, ó privado.

      —¿Quién sois, y qué quereis?—preguntó Don Fernando al mirar que el negro no se movia.

      —Soy el negro Teodoro, y solo quiero servir á su señoría en lo que me mande.

      —¡Teodoro! ¿qué haces aquí?

      —Seguir á usía.

      —¿Seguirme? ¿y para qué?

      —La señora mi ama sabia que esta noche querian la muerte de usía.

      Don Fernando se puso pensativo.

      —¿Ella te ha mandado?

      —No, yo le pedí licencia para acompañar á usía en esta noche.

      El Oidor volvió á callar por un rato.

      —¿Este hombre está muerto?

      Teodoro se inclinó y puso su mano en la boca, y luego en el corazon del hombre.

      —Está vivo—contestó.

      —¿Con que le heriste?

      —Con mi mano.

      —Seria bueno llevárnosle.

      El negro sin esperar mas, levantó al herido, que gimió débilmente;


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