Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio

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Monja y casada, vírgen y mártir - Vicente Riva Palacio


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del agua, y ambos respiraron; pero nuestra situación era crítica: yo no podia salir primero que ella, y ella no se atrevia á salir porque la multitud de perros furiosos ladraban y gruñian en la orilla, é indudablemente hubieran despedazado á la madre y al hijo antes de poderles yo valer.

      «Y lo mas terrible era que yo me sentia hundir en el fango que formaba la cama de la acequia, y que las fuerzas me iban faltando, mis brazos iban bajando y la muger y el niño se iban sumergiendo: yo no podia gritar porque el agua me llegaba casi hasta la boca, pero la muger comenzó á implorar socorro á grandes voces; nadie acudió, y yo me hundia; ya no podia respirar sino por la nariz, y eso haciendo un esfuerzo, y la muger estaba casi sumergida: cerré los ojos y me encomende á Dios: me zumbaron los oidos: iba á caer cuando senti que alguien se acercaba corriendo, que algunos perros ahullaban como heridos, y que los demás ladraban mas lejos: hice un esfuerzo supremo y me enderecé lo mas que pude y abrí los ojos: un hombre tendia á la muger el cabo de un chuzo. La muger lo tomó con una mano, y ayudada por mí, salió á tierra con su hijo: luego el hombre me tendió el chuzo á mí, me tomé de él y salí casi desmayado.

      «La muger se habia sentado, y el recien venido le dijo.

      —«¿Qué ha sido esto?

      —«¡Santiago!—dijo la muger reconociéndole.

      —«¡Andrea!—contestó el hombre arrodillándose á su lado:—¿qué te ha sucedido; qué es de nuestro hijo?

      —«Aquí está bueno el pobrecito.

      —«Pero, ¿cómo ha sido esto?

      —«Buscándote venia cuando esos perros me espantaron y caí en la acequia con mi hijo; y nos hubiéramos ahogado, si este señor no nos salva.

      —«Señor, con qué os pagaré tanto—me dijo aquel hombre tendiéndome la mano.

      —«No soy señor—le contesté—soy un esclavo de mi ama Doña Beatriz de Rivera.

      —«Pues aunque seas esclavo—me dijo—sin tí, mi hijo y mi muger hubieran muerto esta noche: calcula cuánto será mi agradecimiento.

      —«Y si vos no llegais tan á tiempo, hasta yo sucumbo.

      —«Esperaba á Andrea, oí gritos pidiendo socorro, creí que fuera un pleito, tomé mi chuzo y eché á correr; pero no te habia yo conocido, hija mia.

      —«Ni yo á tí—dijo la muger.

      —«Pues vámonos para casa, te cambiarás ropa, y le daremos un trago á este amigo, que bien lo necesita, y lo merece.

      «Nos dirigimos á su casa que estaba cerca y entramos á ella; la muger se fué á mudar ropa, y yo, tomando un trago de vino, me despedí prometiendo volver á visitarlos.

      «Frecuenté la casa de Santiago y de Andrea, y Dios premió el beneficio que yo les habia hecho. Santiago era uno de los familiares de mas confianza en el Santo Oficio, y habia llegado á quererme como á un hermano: yo por mi parte, comprendiendo de cuánto podia valerme su amistad, comuniqué todo lo ocurrido á mi ama Doña Beatriz, que me daba de cuando en cuando algunos regalitos para Andrea, y le ofreció por mi conducto llevar á la pila bautismal al primer hijo que tuvieran. Con todo esto era yo tan apreciable en la casa de Santiago, como si no fuera yo un esclavo.

      «Un dia me atreví á preguntarle por mi amo.

      —«Si no fuese prohibido el decírmelo—le pregunté—podríais darme razon de un mi amo que fué, español, y llamádose Don José de Abalabide, ¿vive, ó es muerto?

      —«Aunque no debia yo dar noticias—me contestó—á tí nada te niego: ese Abalabide vive y está en una de las cárceles secretas, hereje relapso, ha sufrido el tormento ordinario y hasta el estraordinario, y nunca ha querido confesar.

      —«¡Pobrecito! quizá será inocente.

      —¿Inocente? y nosotros hemos encontrado un Cristo enterrado en la puerta de su casa, y otro azotado y escupido en su aposento; y además denuncia formal de un comerciante honrado, y cristiano viejo, vecino suyo.

      —«Quién sabe: el Tribunal sabrá lo que dispone: por mí, lo queria bien, y algo diera por verlo aunque fuera un rato.

      —¿Tendrias mucho gusto?

      —«Sería mi mayor felicidad.

      «Santiago pareció reflexionar, y tuve un rayo de esperanza; comprendia yo que á D. José lo queria como á mi padre.

      —«Si me ofrecieras un eterno silencio, quizá yo te proporcionaria el verle.

      —«¡Ojála!—le dije conmovido.

      —«Bien......... hoy nó......... mañana sí; mañana ven aquí á las ocho en punto.

      —«Y podré.........

      —«Es algo espuesto; pero probaremos... sobre todo—y puso su mano sobre la boca para indicarme una reserva profunda.

      —«Os lo juro.

      —«Bueno: mañana á las ocho.

      «Puntual estuve á la cita al dia siguiente. Santiago estaba solo en su casa: ni Andrea, ni nadie habia allí. Apenas me vió entrar, me dijo:

      —«¿Estás resuelto?

      —«Sí.

      —«He despachado fuera de casa á mi muger para que nadie se entere de nada: vístete esto.

      «Y me entregó un gran saco de sayal con su capuchon.

      —«Un compañero que debia ir conmigo esta noche—me dijo Santiago—está enfermo; tú vas en su lugar: encomiéndate á Dios para que nos saque con bien.

      «Vestí el saco de sayal y me calé el capuchon que me cubria la cara y la cabeza; las mangas del saco eran tan largas, que ocultaban mis manos.

      —«No saques las manos—me dijo—y te desconoscan por ellas.

      —«No señor.

      —«Ahora, no mas me sigues y callas.

      «Santiago cerró su casa, y siguiéndole yo llegamos á la puerta de las cárceles del Santo Oficio.

      «Al penetrar debajo de aquellas bóvedas macizas; de aquellos inmensos corredores, tan opacamente iluminados, sentí frio, terror. Muy pocos rostros encontraba descubiertos, á no ser los de algunos presos cuando atravesábamos por los calabozos; pero estos presos eran los distinguidos, los que tenian derecho á ciertas consideraciones.

      «Despues de haber caminado bastante, Santiago me dijo al oido:

      —«Vamos á ver si penetramos á las cárceles secretas,—y me guió á un aposento en donde estaba un viejo sentado en un sillon de vaqueta y leyendo el Oficio Divino.

      —«¿Me toca el registro?—dijo Santiago presentándosele.

      —«¿Quién eres?

      —«Santiago y su acompañante.

      Y Santiago se descubrió el rostro.

      —«Toma, le dijo el viejo, dándole un gran manojo de llaves.

      «Las tomó, encendió los faroles que estaban en el cuarto, me dió uno y una lanza corta pero aguda y fuerte.

      «Descendimos por una escalera á unos espaciosos subterráneos, y Santiago abria y cerraba luego grandes puertas de madera, cubiertas de planchas y barras de hierro, inmensas rejas, cadenas que impedian el paso, y con gran admiracion mia, encontramos carceleros encerrados en los corredores, que no podian salir de allí para tenerlos mas seguros cerca de los presos.

      «Comenzamos á registrar los calabozos: casi todos eran unas especies de cuevas labradas en la tierra y revestidas de piedra; todos los reos estaban atados de una gruesa cadena que pendia de la pared ó de un poste; casi todos tenian grillos y esposas, sin cama,


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