Otra historia del tiempo. Enrique Gavilán Domínguez
Читать онлайн книгу.ajusta a una estructura previa; se concibe como prosa musical[59].
Sin embargo, una vez rechazada la estructura tradicional, era preciso crear un dispositivo que mantuviera la unidad de la obra. Se requería de una cierta proporción entre los periodos armónicos, las formas melódicas y rítmicas, etcétera. Los dramas musicales iban a alcanzar además una extensión inusitada, lo que hacía más perentoria la necesidad de dispositivos que les dieran cohesión. Para resolver la dificultad, Wagner recurrirá, entre otros expedientes, a lo que más adelante se denominará Leitmotiv[60]. Los Leitmotive se asocian a personajes, objetos, acontecimientos, emociones. Son motivos muy diversos: melodías, diseños rítmicos, sucesiones armónicas, asociaciones instrumentales, etcétera. No son meras tarjetas de presentación. No se trata de motivos rígidos, que aparezcan siempre iguales a sí mismos; por el contrario, están en perpetua transformación. Al calor de la acción, se van modificando, en general, en el sentido de su degradación[61].
Pero la unidad última de la obra se acentúa porque todos los Leitmotive están emparentados. Unos derivan de otros en una compleja genealogía estructurada en familias. Todos los temas proceden del acorde de Mi bemol mayor con el que se inicia Das Rheingold, asociado a un estadio inicial de naturaleza. El acorde surge a su vez de una sola nota que aparece en lo más profundo de la orquesta, un mi bemol entonado por los contrabajos. En la notación alemana, mi bemol significa también «ello» (es), metáfora portentosa, de resonancias freudianas. A partir del acorde básico del que surge el oro del Rin se crean nuevos motivos, familias de motivos, etcétera. El asombro que produce el edificio musical del Ring se acentúa cuando, al analizarlo, se descubre que en el origen hay recursos sencillísimos que, a través de esos procesos de combinación, inversión, etcétera, dan lugar a esa obra fabulosa.
La estructura de Leitmotive permite que la orquesta –tal como quería Wagner– desempeñe una función análoga a la del coro griego[62]. Comenta, explica y revela el sentido de la acción. Las alusiones contenidas en los Leitmotive desvelan los deseos, los pensamientos y sentimientos íntimos, los planes secretos de los personajes. La orquesta nos muestra las asociaciones entre lo que ocurre, lo que ha ocurrido y lo que ocurrirá. Conjura un pasado que ejerce un peso abrumador sobre el presente escénico. La presencia de Wotan nunca resulta tan imponente como en Götterdämmerung, el único drama de la Tetralogía en el que no aparece en escena. Su presencia en la orquesta resulta más poderosa y penetrante que en ninguna de las obras anteriores. Algo similar ocurre con Siegfried, que sólo alcanza su estatura heroica cuando muere y aparece transfigurado en la evocación de la marcha fúnebre. La misteriosa capacidad evocadora de la música es única. Hace real la superación del tiempo, al permitir que experimentemos simultáneamente pasado, presente y futuro[63].
El drama como fiesta
El proyecto wagneriano, nacido de un concepto para-religioso del arte, rechazaba los usos sociales de la ópera contemporánea. Se dirigía a un público distinto, un público nuevo que el drama musical trataba de formar. En su planteamiento se expresaba la hostilidad al teatro rutinario, entendido como simple entretenimiento. Nacido de la estética romántica, encarnaba la ambición de convertirse en algo más que el espectáculo de un drama profano. Wagner aspiraba a convertir la representación de la Tetralogía en la ceremonia transformadora de la colectividad, con efectos políticos y estéticos decisivos. El drama musical no se concibió para formar parte de una temporada de ópera ordinaria. Wagner pensaba su teatro según el modelo de las fiestas cívico-religiosas que en Atenas envolvían la tragedia. Desde el primer momento, la representación se concebía como celebración que interrumpía el curso ordinario de la vida social, la traducción laica de la fiesta en el terreno del arte nuevo. Como Wagner lo expresará en un escrito muy posterior: cuando la religión se vuelve artificial, le corresponde al arte salvar su esencia sagrada[64]. La representación debía convertirse en fiesta, entendida como ruptura de lo cotidiano, la adopción de una actitud de singular receptividad y expectación frente al suceso que debía ser el drama. Wagner no inventó el festival de música o teatro, que en Inglaterra tenía una tradición centenaria, pero sí fue quien, con la creación del festival de Bayreuth, le dio el impulso decisivo. El prestigio de la peregrinación a la colina sagrada se convertiría en modelo de los innumerables festivales posteriores[65].
La idea de festival trataba de invertir la relación habitual entre el espectador y el espectáculo en el teatro del siglo XIX. Para el público que acudía al teatro o a la ópera era menos importante lo que ocurría en el escenario que lo que se veía en las plateas; se iba al teatro para ver y ser visto. Ese orden de valores se expresaba en la arquitectura del edificio. Predominaba el teatro a la italiana con planta en forma de herradura, un espacio concebido mucho menos para proporcionar una buena visión del escenario que para la observación recíproca de los espectadores. Pero el punto más bajo en la valoración de quienes acudían al teatro no era lo que ocurría en el escenario, sino que todavía era menos relevante el texto (musical o dramático) que estaba en su origen. Por lo general, se entendía como mera plataforma para el lucimiento de actores, cantantes, bailarinas, vestuario o decorados. El edificio de la ópera de París, inaugurado un año antes que el Festspielhaus de Bayreuth, sería la ilustración desmesurada de aquella concepción. En esa construcción, el centro no era el escenario o la sala sino la gigantesca escalera que le daba acceso. Por el contrario, Wagner pretendía convertir el drama en eje del acontecimiento, en aquello que llevase a los espectadores al teatro, para participar en algo que no ocurría en un momento sin relieve, un simple entretenimiento. La representación debía convertirse en acontecimiento, en fenómeno que rompiera el ritmo del calendario profano y abriera así una grieta en el curso del tiempo.
La transfiguración Nietzscheana: el nacimiento de la tragedia
Una tarde lluviosa de comienzos de noviembre de 1868, Friedrich Nietzsche se encuentra en Leipzig con Richard Wagner en casa del cuñado de éste, Hermann Brockhaus. Lo que comienza como un flechazo entre dos de las figuras claves de la cultura europea acabaría desembocando pocos años después en una fobia enfermiza por parte del filósofo, una fobia que se ha tratado de explicar desde las más variadas hipótesis, sin que hasta el momento pueda decirse de manera definitiva donde radica la clave del desencuentro[66]. En todo caso, durante unos pocos años Nietzsche se convierte en el gran apóstol del drama musical. Una parte de lo que escribió en ese tiempo iba a tener tanta o más influencia sobre el wagnerianismo que las ideas del propio compositor. Nietzsche malentendía en parte los propósitos teóricos de su mentor. No era extraño; esos planteamientos se habían ido modificando continuamente de forma confusa, lo que no había impedido a su autor producir una sucesión de obras maestras sin equivalente en el terreno del drama. Desde los escritos de Zúrich, las posiciones de Wagner habían evolucionado sin que el músico se hubiera preocupado de clarificar las alteraciones. El hábil bricoleur cambia sus mercancías, pero crea la falsa apariencia de una continuidad que no lo es del todo. Esas habilidades de prestidigitador contribuyen a que el fogoso filósofo interprete erróneamente aspectos esenciales de la poética wagneriana. Sin embargo, esa interpretación acaba convirtiéndose en pilar sustentador del heterogéneo edificio teórico del hechicero de Bayreuth.
De lo que Nietzsche escribió sobre Wagner en su etapa favorable, la cuarta intempestiva, Richard Wagner en Bayreuth, es quizás el peor libro que saliera de su pluma, pero quizás también por eso su influencia ha sido casi nula[67]. Muy distinto es el destino de El nacimiento de la tragedia, una de las obras más influyentes del siglo XIX y un texto capital en la estética wagneriana.
En El nacimiento de la tragedia se