Torquemada en el purgatorio. Benito Pérez Galdós

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Torquemada en el purgatorio - Benito Pérez Galdós


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pájaros de un tiro, ni de dos.

      —Llevamos á Rafael á que le vea Charcot.

      —Si no hiciera más que verle... Pues con mandarle el retrato...

      —Digo que curaremos á Rafael, y de paso, verás tú á París, que no lo has visto.

      —Ni falta que me hace.

      —¿Que no? ¿Te parece que no es desairado tener que decir, cuando se habla de grandes poblaciones, «pues señores, yo no he visto más que Madrid... y Villafranca del Bierzo»?... No te hagas el zafio, que no lo eres. ¡París! Si tú lo vieras, se ensancharía el círculo de tus ideas.

      —El círculo de mis ideas—dijo Torquemada, recogiendo con avidez la frase, que le pareció bonita, y quedó encasillada en su archivo de locuciones,—no es ninguna manga estrecha para que nadie me la ensanche. Cada uno en su círculo, y Dios en el de todos.

      —Y una vez en París—añadió la esposa con ganas de trastear dulcemente á su marido,—no nos volveríamos sin dar una vueltecita por Bélgica, ó por el Rhin.

      —Sí, para vueltecicas estamos...

      —Si es baratísimo... Y también nos llegaríamos á Suiza.

      —Sí, y á las Ventas de Alcorcón.

      —Ó haríamos la excursión del Palatinado bávaro, de Baden y la Selva Negra.

      —Sí, y la de la selva blanca; y luego nos llegaremos al Polo Norte y á la Patagonia, y volveríamos á casa por la Osa Mayor. Y al llegar aquí, yo tendría que pedir un jornal en las obras del Ayuntamiento para mantener á la familia, ó una plaza de Orden Público...»

      Las dos damas celebraron con francas risas esta ocurrencia, y Cruz puso fin á la contienda del modo más razonable:

      —Esto del viaje es una broma de Fidela, para asustarle á usted, D. Francisco. No necesitamos acudir á Charcot. ¡Buenos están los tiempos para gastos de viaje, y consultas con eminencias europeas! Lo que Rafael necesita principalmente es distracción, tomar mucho el aire, pasear lejos del infernal bullicio de estas calles...

      —Vamos, hablando en plata, señora mía, eso es otro memorial para el coche. Al fin tendré que apencar con el vehículo.

      —Pero si no hemos dicho nada de vehículo,—observó Fidela entre veras y bromas.

      —¡Pasear lejos!... Sí, se va á curar Rafael con el zarandeo de la berlina... Bueno... á correrla, y no paréis hasta Móstoles.

      —El coche—dijo Cruz con el tono de autoridad que no admitía réplica las pocas veces que lo empleaba, mayormente si iba acompañado de la vibración del labio,—debe ponerlo usted, y lo pondrá, yo se lo aseguro, no por nosotras ni por nuestro hermano, que bien enseñados estamos á andar á pie, sino por usted, Sr. D. Francisco Torquemada. Es indecoroso que ande hecho un azacán por esas calles un hombre de su crédito y de su respetabilidad.

      —¡Ah!... ¡ah!... amiga mía—exclamó don Francisco en voz muy alta, y en tono que tanto tenía de festivo como de airado.—No me engatusa usted á mí con ese jabón que quiere darme. Seamos justos: yo soy un hombre humilde, no una entidad como usted dice. Fuera entidades y biblias... Con esa mónita, lo que hace usted es dar pábulo á los gastos. Yo no doy pábulo más que á la economía; y por eso tengo un pedazo de pan. Pero con la actitud que ustedes toman, pronto tendremos que pedirlo prestado, y no te quiero decir... ¡Deudas en mi casa!... ¡Oh! nunca... Si viene la bancarrota, vulgo miseria, usted, Crucita de mi alma, tiene la culpa... ¡Con que coche! Pues habrá coche, no para mí, que sé ganar la santísima rosca andando en el de San Francisco mi patrono, sino para ustedes, á fin de que se den todo el pisto compatible con su nueva entidad...

      —Pero yo no he pedido...

      —¿Cómo no? ¡Si parece que le hizo la boca un fraile! ¡Si no hay día que no me traiga una socaliña! Tirar tabiques, derribarme media finca para hacer salones... Que si la modista, que si el sastre, que si el tapicero, que si el almacenista, que si la biblia en pasta... Pues ahora, con eso de que el hermanito tiene ganas de reir, voy yo á tener que llorar, y lloraremos todos. Ya estoy viendo una serie no interrumpida de antojos, y por ende de nuevos gastos. Que es preciso distraerle; y como le gusta tanto la música, tendremos que traer aquí la orquesta del Teatro Real, y al zángano aquél, que con una varita les señala el golpe de lo que han de tocar. (Risas.) Que hay que traer un facultativo. Pues venga todo San Carlos, y lluevan honorarios... Que hay que convidar á Juan, Pedro y Diego, los amigotes que vienen á darle tertulia, poetas los unos, danzantes los otros. Pues allá te van doce ó catorce cubiertos, y la mar de platos extraordinarios para que saquen el vientre de mal año esos... pará...»

      Se le atravesó la palabra, que, como de adquisición reciente, no podía ser pronunciada sin cierta precaución y estudio.

      —Parásitos—le dijo Fidela.—Sí que lo son algunos. Pero no hay más remedio que convidarles alguna vez, para que no vayan por ahí hablando de si en esta casa hay ó no hay tacañería.

      —Nuestras relaciones—afirmó Cruz,—no dicen eso. Son personas distinguidísimas.

      —No pongo en duda su distinguiduría—asentó Torquemada;—pero profeso el principio de que cada quisque debe comer en su casa. ¿Voy yo á comer á casa de nadie?

      —Hay que confesar, señor maridito—le dijo Fidela pasándole la mano por el lomo,—que hoy estás graciosísimo. Si yo no quiero que gastes; si no nos hace falta coche, ni lujo, ni bambolla... Guarda, guarda tus ahorritos, bribón... ¿Sabes lo que dijo anoche Ruiz Ochoa? Que en un mes habías ganado treinta y tres mil duros.

      —¡Qué barbaridad!—exclamó el usurero, levantándose impacientemente después de probar el café.—Lo diría en broma. Y con esas cuchufletas da pábulo... sí, pábulo, á vuestras ideas exageradas sobre lo que yo tengo. En fin, me voy por no incomodarme. Reasumiendo: es preciso economizar. La economía es la religión del pobre. Guardaremos el óbolo; que nadie sabe lo que vendrá el día de mañana, y cosas podrán venir que exijan éste y el otro y todos los óbolos del mundo.

      Metióse gruñendo en su despacho, cogió sombrero y bastón, que era, por más señas, con puño de asta de ciervo bruñida por el uso, y se marchó á la calle, á evacuar sus negocios. Hasta más allá de la Puerta del Sol le fueron burbujeando en el magín las ideas de la viva disputa con su esposa y cuñada, y seguía disparando contra ellas una dialéctica irresistible:

      —Porque no me sacarán ustedes, con todo su maquiavelismo, del sistema del gastar sólo una parte mínima, considerablemente mínima, de lo que se gana. ¡Ya...! como ustedes no tienen que discurrir para traerlo á casa, no saben lo que cuesta... Sólo me correría más de lo acordado en caso de sucesión... Eso sí, la sucesión merece cualquier dispendio considerable. Por eso me decía Valentinico anoche, cuando me quedé dormido en mi cuarto, caldeada la cabeza de tanto afilar el reverendo guarismo... Me decía dice: «Papá, no sueltes un cuarto hasta que no sepas si nazco ó no nazco... Esas bribonas de Águilas me están engañando... que hoy, que mañana, y así no puedo estar... Un pie en la eternidad y otro pie en la vida esa... vamos, que esto cansa... duele todo el cuerpo, ó toda el alma; que si el alma no tiene huesos, tiene coyunturas... y sin tener carne ni tendones, tiene cosquillas, y sin tener sangre, tiene fiebre, y sin tener piel, tiene gana de rascarse.»

      VII

       Índice

      Casi todo el día lo pasaron las dos hermanas procurando normalizar el destemplado meollo de Rafael, para lo cual corregían la palabra descompuesta con la palabra juiciosa, y la incongruente risa con la seriedad razonable y amena. Fidela pudo más que Cruz, por disponer de más paciencia y dulzura, y tener sobre su hermano cierto poder sugestivo,


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