La Regenta. Leopoldo Alas

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La Regenta - Leopoldo Alas


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El pueblo crucificó a Nuestro Señor Jesucristo, el pueblo dio la cicuta a Hipócrates.

      —A Sócrates—corrigió Orgaz, hijo, vengándose bajo el seguro de la presencia de don Álvaro.

      —El pueblo—continuó el otro sin hacer caso—mató a Luis diez y seis....

      —¡Adiós! ya se desató—interrumpió Foja.

      Y cogiendo el sombrero añadió:

      —Abur, señores; donde hablan los sabios sobramos los ignorantes.

      Y se aproximó a la puerta.—Hombre, a propósito de sabios—dijo don Frutos Redondo, el americano, que hasta entonces no había hablado—. Tengo pendiente una apuesta con usted, señor Ronzal... ya recordará usted... aquella palabreja.

      —¿Cuál?—Avena. Usted decía que se escribe con h...

      —Y me mantengo en lo dicho, y lo hago cuestión personal.

      —No, no; a mí no me venga usted con circunloquios; usted había apostado unos callos....

      —Van apostados.—Pues bueno ¡ajajá! Que traigan el Calepino, ese que hay en la biblioteca.

      —¡Que lo traigan! Un mozo trajo el diccionario. Estas consultas eran frecuentes.

      —Búsquelo usted primero con h—dijo Ronzal con voz de trueno a Joaquinito, que había tomado a su cargo, con deleite, la tarea de aplastar al de Pernueces.

      Don Frutos se bañaba en agua de rosa. Un millón, de los muchos que tenía, hubiera dado él por una victoria así. Ahora verían quién era más bruto. Guiñaba los ojos a todos, reía satisfecho, frotaba las manos.

      —¡Qué callada! ¡qué callada!

      Orgaz, solemnemente, buscó avena con h. No pareció.

      —Será que la busca usted con b; búsquela usted con v de corazón.

      —Nada, señor Ronzal, no parece.

      —Ahora búsquela usted sin h—exclamó don Frutos, ya muy serio, queriendo tomar un continente digno en el momento de la victoria.

      Ronzal estaba como un tomate. Miró a Mesía, que fingió estar distraído.

      Por fin Trabuco, dispuesto a jugar el todo por el todo, se puso en pie en medio de la sala y cogió bruscamente el diccionario de manos de Orgaz, que creyó que iba a arrojárselo a la cabeza. No; lo lanzó sobre un diván y gritando dijo:

      —Señores, sostenga lo que quiera ese libraco, yo aseguro, bajo palabra de honor, que el diccionario que tengo en casa pone avena con h.

      Don Frutos iba a protestar, pero Ronzal añadió sin darle tiempo:

      —El que lo niegue me arroja un mentís, duda de mi honor, me tira a la cara un guante, y en tal caso... me tiene a su disposición; ya se sabe cómo se arreglan estas cosas.

      Don Frutos abrió la boca. Foja, desde la puerta, se atrevió a decir:

      —Señor Ronzal, no creo que el señor Redondo, ni nadie, se atreva a dudar de su palabra de usted. Si usted tiene un diccionario en que lleva h la avena, con su pan se lo coma; y aun calculo yo qué diccionario será ese.... Debe de ser el diccionario de Autoridades....

      —Sí señor; es el diccionario del Gobierno....

      —Pues ese es el que manda; y usted tiene razón y don Frutos confunde la avena con la Habana, donde hizo su fortuna....

      Don Frutos se dio por satisfecho. Había comprendido el chiste de la avena que se había de comer el otro y fingió creerse vencido.

      —Señores—dijo—corriente, no se hable más de esto; yo pago la callada.

      Casi siempre pasaba él allí por el más ignorante, y el ver a Ronzal objeto de burla general, le puso muy contento.

      Se quedó en que aquella noche cenarían todos los del corro a costa de don Frutos. ¡Raro desprendimiento en aquel corazón amante de la economía! Ronzal creyó que una vez más se había impuesto a fuerza de energía; ¡y ahora delante de don Álvaro! Aceptó la cena y el papel de vencedor; por más que estaba seguro de que en su casa no había diccionario. Pero ya que Foja lo decía....

      Había cesado la lluvia. Se disolvió la reunión, despidiéndose hasta la noche. Aquellos eran, fuera de Orgaz padre, los ordinarios trasnochadores.

      La cena sería a última hora. Mesía ofreció asistir a pesar de sus muchas ocupaciones.

      ¡Cuánto envidió esta frase Ronzal! Comprendió que todos habían interpretado lo mismo que él aquellas «ocupaciones». Eran ¡ay! cita de amor. «¡Tal vez con la Regenta!» pensó el de Pernueces; y se prometió espiarlos.

      Don Álvaro Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz salieron juntos. El Marquesito comprendió que a don Álvaro le estorbaba Orgaz.

      —Oye, Joaquín, ahora que me acuerdo ¿no sabes lo que pasa?

      —Tú dirás.—Que tienes un rival temible.—¿En qué... plaza?—Tienes razón, olvidaba tus muchas empresas.... Se trata de Obdulia.

      —Hola, hola—dijo Mesía, sonriendo de pura lástima—; ¿con que tiene usted en asedio a la viudita?

      —Sí—dijo Paco—es... el Gran Cerco de Viena.

      Joaquín, a pesar de lo flamenco, se turbó, entre avergonzado y hueco. Sabía positivamente que don Álvaro había sido amante de Obdulia, porque ella se lo había confesado. «¡El único!» según la dama. Pero Orgaz sospechaba que había heredado aquellos amores Paco. Obdulia juraba que no.

      —Pues tu rival es don Saturnino Bermúdez, el descendiente de cien reyes, ya sabes, mi primo, según él.... Ayer creo que hubo un escándalo en la catedral, que el Palomo tuvo que echarlos poco menos que a escobazos: ¿qué creías tú, que Obdulia sólo tenía citas en las carboneras? Pues también en los palacios y en los templos...

      Pauperum tabernas, regumque turres.

      Joaquinito, fingiendo mal buen humor, preguntó:

      —Pero tú ¿cómo sabes todo eso?

      —Es muy sencillo. La señora de Infanzón... ya sabe este quién es.

      —Sí—dijo Mesía—la de Palomares....

      —Esa, fue a la catedral con Obdulia, las acompañó el arqueólogo, y en la capilla de las reliquias, en los sótanos, en la bóveda, en todas partes creo que se daban unos... apretones.... La Infanzón se lo contó a mamá que se moría de risa; la lugareña estaba furiosa.... Hoy mi madre, para divertirse—ya sabes lo que a la pobre le gustan estas cosas—quería ver a Obdulia y a don Saturno juntos, en casa, a ver qué cara ponían, aludiendo mamá a lo de ayer. La llamó, pero Obdulia se disculpó diciendo que esta tarde tenía que pasarla en casa de Visitación para hacer las empanadas de la merienda... ya sabes, la de la tertulia de la otra....

      —Sí, ya sé.—Con que allí las tienes, con los brazos al aire... y... ya sabes... en fin, que está el horno para pasteles.

      —En honor de la verdad—observó Mesía—la viuda está apetitosa en tales circunstancias. Yo la he visto en casa de este, con su gran mandil blanco, su falda bajera ceñida al cuerpo, la pantorrilla un poco al aire y los brazos un todo al fresco... colorada, excitadota....

      El flamenco tragó saliva.—Es la mujer X—dijo sin poder contenerse—. ¿Y él?—añadió.

      —¿Quién?—El sabihondo ese...—¡Ah! ¿don Saturnino? Pues tampoco fue a casa. Contestó muy fino en una esquela perfumada, como todas las suyas, que parecen de cocotte de sacristía....

      —¿Qué contestó?

      —Que estaba en cama y que hiciera mamá el favor


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