Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz

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Las tertulias de la orquesta - Hector Berlioz


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rel="nofollow" href="#ulink_f459c3f8-c193-51ab-bd93-fbe22e01cb75">[6] Giovanni Battista Rubini (1794-1854), tenor italiano representante del belcantismo decimonónico de Donizetti y Bellini. Berlioz hace referencia a él en numerosas ocasiones. Creó escuela en su uso del vibrato y era conocida su capacidad para emocionar al público.

      Tercera tertulia

      El cazador furtivo

      Nadie habla en la orquesta. Cada uno de los músicos cumple con su obligación con el mayor celo e incluso con cariño. En un entreacto, uno de ellos me pregunta si es cierto que en la Ópera de París utilizaron un esqueleto de verdad en la escena infernal. Respondo afirmativamente y prometo relatar al día siguiente la biografía del desafortunado personaje.

      Cuarta tertulia

      Un debut en El cazador furtivo. Un relato necrológico. Marescot. Un estudio sobre el descuartizador

      Hoy tocan una ópera italiana moderna. Muy aburrida.

      Los músicos no han hecho más que llegar, y la mayor parte de ellos, dejando sus instrumentos, me reclaman mi promesa de la víspera. Se forma un círculo a mi alrededor. Los trombones y el bombo trabajan con ardor. Todo está en orden. Tenemos por delante, al menos, una hora de dúos y coros al unísono. No puedo negarles la historia que me reclaman.

      El director de la orquesta, que siempre finge ignorar nuestro esparcimiento literario, se reclina ligeramente para poder escuchar mejor. La prima donna ha gritado un re agudo tan terrible que hemos creído que estaba pariendo allí mismo. El público patalea de gozo. Dos enormes ramos de flores caen sobre el escenario. La diva saluda y sale. Es reclamada, vuelve a entrar, vuelve a saludar y vuelve a salir. De nuevo es llamada a escena, aparece otra vez, saluda otra vez y sale otra vez. Se le reclama una vez más, se apresura en aparecer y en saludar… y como no sabemos cuándo acabará la comedia, comienzo mi relato:

      UN DEBUT EN EL CAZADOR FURTIVO

      —¡No se extrañe nadie, pues le conozco! ¡Es el empleado de un tendero en la rue Saint-Jacques!

      Todo el patio de butacas le aplaudió.

      Seis meses más tarde, después de haber dado buena cuenta del banquete de bodas de su patrón, el pobre diablo (el muchacho) cae enfermo. Se le lleva al hospital de la Piedad; se le atiende debidamente, muere, pero como habrá podido suponerse, no es enterrado.

      Nuestro joven, debidamente atendido y bien muerto, pasa por azar bajo la mirada de Dubouchet, que le reconoce. El despiadado alumno de la Piedad, en lugar de dedicar una lágrima a su enemigo derrotado, se apresura a comprarlo e indica al asistente del quirófano:

      —François –le dice–, te traigo material para secar, pero hazlo con cuidado que es un conocido mío.

      Pasan quince años (¡quince años!, ¡qué larga es la vida cuando no se tiene nada que hacer!). El director de la Ópera me confía la composición de los recitativos para El cazador furtivo y la tarea de poner la obra maestra en escena. Duponchel estaba entonces a cargo de la dirección del vestuario…

      El mismo, señores. Y puesto que Duponchel estaba entonces a cargo de la dirección del vestuario, de las procesiones y de los doseles, me dirigí a él para conocer sus proyectos relativos a la escena infernal, en la que, desgraciadamente, su dosel no podía figurar.

      —Por cierto –le dije–, necesitamos una calavera para la evocación de Samiel y esque­letos para las apariciones. Confío en que no nos dé una calavera de cartón ni esqueletos en tela pintada como los que nos dio en Don Giovanni.

      —Pero, amigo mío, no se puede hacer de otra manera. Es el único procedimiento conocido.

      —¡Cómo el único! Y si yo le consigo,


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