El hechizo de la misericordia. José Rivera Ramírez

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El hechizo de la misericordia - José Rivera Ramírez


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vislumbrar, y por ello gozar”10.

      Es muy significativo lo que dice en uno de sus poemas: “Sálvalos tú solo, Señor, yo soy malo y los condeno”:

      Señor, que los amas tanto

      que has muerto en la cruz por ellos.

      Sálvalos, Señor, Tú solo,

      ¡yo soy malo y los condeno!

      No me pidas que te ayude,

      que están mis brazos enfermos,

      que está ronca mi garganta

      y mis ojos están ciegos.

      Que asfixian el alma mía

      los ardores del infierno

      de los hombres que podía

      y no quise alzar al cielo.

      Sálvalos entre tus brazos

      fuertes de amoroso celo;

      no cargues sobre mis hombros

      de su dicha eterna el peso.

      Sálvalos solo, que yo,

      soy débil y me doblego11.

      Desde esta luz enfoca la experiencia del propio límite, de la finitud, e incluso del pecado, que la solemos gestionar no desde un enfoque verdaderamente cristiano; pues si “Dios elige lo que no cuenta”12 (1Co 1,28), «¿por qué nos extrañamos de que nos haya elegido a nosotros? ¿por qué nos molesta que realmente no contemos?», decía él con frecuencia. Y en otras ocasiones: «Que a uno le moleste ser indigente es absurdo. El niño cuando no se deja ayudar es precisamente cuando va a hacer una travesura»13.

      Frente a tantas críticas y prejuicios, qué bien vivía la expresión del Salmo: “pero yo confío en el Señor; tu misericordia sea mi gozo y mi alegría” (Sal 30,7-8). Y decía: «Que no me quieren, pues me da pena; pero no por mí, sino porque deberían quererme y, sobre todo, porque pudieran estar ofendiendo a Dios. A mí, el amor de Cristo me basta y me sobra, para dar y regalar». Tener prejuicios es como tener piojos, luego hay que «desprejuiciarse»… y ¡con la de cosas que hay que hacer!… Lo nuestro es “ser testigo, no más, de la ternura de Cristo”14, ser misericordioso como el Padre15.

      Alejandro Holgado

      1. Misericordia: Oración, limosna y ayuno

      

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      Se trata de una meditación de un retiro de Cuaresma a sacerdotes, en marzo de 1988 [32-B]16. En esta charla, Rivera, nos ofrece unas claves y pautas de examen para ayudar a los sacerdotes a prepararse para vivir bien la Cuaresma, pues ellos son “cuaresmeros”, han de servir a los fieles el acceso a la intensificación de gracia propia de ese tiempo santo. La misericordia aparece como realidad fundamental en la vida cristiana (cf. 1Jn 4,16), a partir de la Bienaventuranza de los misericordiosos (cf. Mt 5,7), que se comunica y vive en las grandes actitudes a cuidar especialmente en la Cuaresma: la oración, la limosna y el ayuno, como se muestra en el Evangelio del mismo Miércoles de Ceniza (cf. Mt 6,1-18) y en la vida de los santos.

      Concretando brevemente las actitudes de humildad y de esperanza, y contando con la contrición, contemplemos estas tres expresiones, que vamos a predicar esta Cuaresma abundantemente. Nos puede llevar a hacer un poco de examen: Examen del amor de Dios a nosotros y del amor nuestro a Dios.

      Estas expresiones son: la oración, la limosna y el ayuno. Naturalmente, de lo que se trata es de recibir la misericordia de Dios. La recibimos no sólo cuando nosotros nos damos cuenta, cuando estamos en oración refleja, explícita, sino siempre que estamos en oración, aunque ni siquiera nos demos cuenta de que lo estamos, pero estamos atentos, conscientes de esta misericordia del Señor que viene sobre nosotros.

      Recibir misericordia en la administración de Sacramentos

      Estoy pensando, por ejemplo, en la administración de Sacramentos; sobre todo, en la administración del sacramento de la Penitencia. El que seamos conscientes de cómo actúa la misericordia de Cristo, que actúa para perdonar pecados; por tanto, es imposible que no esté perdonando los nuestros, si nosotros tenemos la actitud suficiente para recibirlo. Daos cuenta de que siempre que hay un acto sacerdotal, ministerial, el primero –primero no es cuestión cronológica ni siquiera es cuestión de abundancia– el primero que recibe el fruto, el que ciertamente lo recibe, el que no puede no recibirlo, si no se opone abiertamente, es cabalmente el ministro.

      Más o menos habréis estudiado en el tratado de Eucaristía que la Misa tiene:

       Un fruto general, por cada una de las personas de este mundo que estén bien dispuestas;

       Un fruto especial, por las personas por quienes se aplica;

       Un fruto particular, por las personas que están presentes que, en igualdad de circunstancias y de disposición, recibirán más;

       Un fruto especialísimo (se llama especialísimo porque ya no quedan otras palabras), por el que celebra.

      Y es normal que si Dios me concede la gracia de celebrar es evidente que, en igualdad de disposición, recibiré más fruto que nadie. Por eso, si hay una persona que es más santa que yo y que está simplemente participando de la Misa, aunque sea cuidando sus hijos, pero sabiendo y queriendo participar en la Misa que se celebra, recibirá más fruto que yo. Pero yo, ciertamente, debo recibir un fruto.

      Lo mismo sucede, cuando administro otro Sacramento cualquiera. Cuando estoy administrando un Bautismo, evidentemente yo recibo la gracia del Bautismo no porque me bauticen otra vez, claro está, sino porque revive la gracia de mi Bautismo; es decir, porque todo lo que el pacto que el Señor ha hecho conmigo en el Bautismo se renueva, se intensifica, se vigoriza, y eso es causa de una serie de gracias actuales que voy a recibir después, aparte de que en aquel momento estoy creciendo en gracia.

      Y lo mismo digo cuando estamos administrando la Palabra de Dios, como yo ahora mismo. Si estamos actualizados –y no hace falta que sea una actualización refleja cada vez–, entonces, muchas veces esto es muy útil. Si estamos actualizados en esta misericordia de Jesucristo que se derrama sobre nosotros, en el «nosotros» está el que predica; y si está actualizando la misericordia, simplemente crece él en misericordia. No estoy diciendo más que el enunciado de una de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7). Si yo estoy ejercitando la misericordia predicando, yo alcanzo misericordia en aquel momento mismo y voy creciendo en misericordia. Lo mismo que aquello que dice san Pablo: “¡Bendito sea Dios, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra, hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios!” (2Co 1,3-4) –esto parece aquello de la razón de la sinrazón del Quijote–. La cosa está bastante clara: Yo estoy atribulado y recibo consuelo para que con ese consuelo consuele a los demás y, al consolar a los demás, aumenta mi consuelo también. Bueno, pues igual pasa con la misericordia.

      Misericordia y oración

      Démonos cuenta de que, desde el punto de vista de la oración, nuestra disposición es siempre disposición a recibir la misericordia; por lo menos, en su grado más alto, cuando estamos realizando las tareas sacerdotales, que deben ser todas las que realicemos. Caer en la cuenta y vivir estas tareas con una actitud de oración; es decir, con un contacto con Jesucristo misericordioso, que está derramando su misericordia sobre mí. Derramar su misericordia no quiere decir más que una cosa: que está influyendo sobre mí, gratuita y misericordiosamente. Por consiguiente, está actuando en mí porque yo soy indigente y no puedo actuar solo. Ese ser indigente y no poder actuar solo contiene el aspecto de que yo no


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