Roma antigua. Ana María Suárez Piñeiro

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Roma antigua - Ana María Suárez Piñeiro


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de sus tumbas indica el inicio de una clara estratificación social y la formación de sociedades aristocráticas; hallamos ejemplos de manera bastante regular por un amplio territorio: en Preneste (tumba Bernardini) y Decima, en el Lacio; Vetulonia, Tarquinia y Ceres (tumba Regolini-Galassi), en el área tirrénica; o Cumas (tumba de Fondo Artiaco), en la Campania. Las similitudes en estas estructuras funerarias se explicarían por la influencia griega, común a todas ellas. Señalemos, además, cómo la arqueología funeraria, tan fecunda hasta aquí, enmudece a partir de finales del siglo VI a.C. El relevo lo toma entonces la arquitectura religiosa, de la mano de los santuarios, sobre todo en la costa, que adquieren un desarrollo monumental.

      En este contexto, el proceso de Roma parece más lento y, a pesar de que se recogen evidencias de ocupación desde el Bronce Medio (cerámicas de la cultura apenínica), estas solo señalan una habitación estable desde la fase final de este periodo e inicios del Hierro. De hecho, las primeras chozas se constatan a partir del siglo VIII a.C. En este sentido, las investigaciones de las últimas décadas, en particular las excavaciones practicadas en el foro Boario, Palatino y Quirinal (desde los años setenta del siglo pasado), modificaron profundamente los conocimientos sobre la Roma primitiva. Dentro del marco espacial propicio para el desarrollo de asentamientos humanos que supone el Latium Vetes, Roma destaca por su ubicación privilegiada en un punto estratégico desde el que se controlan las principales vías de comunicación; bien hacia el centro de Italia, desde el interior del territorio a la desembocadura del río, bien por la ruta costera de Etruria a Campania, salvando el Tíber por su punto más bajo, al pie de las colinas del Capitolio, Palatino y Aventino. Junto a este puerto fluvial se situaba el mercado de ganado (foro Boario). En sus inicios, la Roma primitiva sería, en esencia, una comunidad de pastores, cuyos habitantes levantaban sus cabañas en lo alto de las colinas. A partir del siglo VIII a.C. se observa un incremento significativo de materiales, en concreto en el área del Palatino. La zona ocupada crecería entonces desde esta colina hasta el Capitolio y el foro. En este proceso ganarían terreno los asentamientos de la llanura, en contraste con la decadencia que experimenta la región de los montes Albanos.

      Por su parte, la lingüística nos presenta, al igual que la arqueología, una península itálica marcada por la diversidad, en la que, según los testimonios recogidos, se pueden establecer alrededor de cuarenta lenguas. La primera distinción para clasificarlas es su pertenencia o no a las lenguas indoeuropeas, entendiendo estas como aquellas habladas en Europa y áreas del sur y oeste de Asia, que se consideran derivadas de un tronco común por presentar similitudes notables en morfología, vocabulario o sintaxis. De la riquísima familia de lenguas indoeuropeas nacen varias ramas, una de las cuales es la itálica; de ella se derivarían: el latín (Lacio), con su dialecto el falisco (norte de Veyes), y un grupo de lenguas muy próximas a él, como el véneto (región nororiental) y el sículo (Sicilia); el umbro (Umbría); el osco, hablado en la zona sur de los Apeninos (habitada por samnitas, lucanos y brucios) y en la Campania; así como en la parte central de los Apeninos (Abruzos), donde se asientan sabinos, picenos, ecuos y volscos, entre otros; el griego (Magna Grecia) y el celta (Valle del Po y litoral adriático desde Rávena a Rímini).

      Aunque una de las principales vías para reconocer la presencia de grupos indoeuropeos es la lengua, no siempre la existencia de lenguas de este tipo implica necesariamente la ocupación masiva del territorio por parte de comunidades de su cultura. Es decir, no podemos unir de manera indisoluble lengua y comunidad indoeuropeas. Hoy en día se admite de manera bastante generalizada que los indoeuropeos entrarían en la península itálica en diferentes momentos, en olas o migraciones de distinta intensidad, para acabar mezclándose con las comunidades locales. Como lenguas no indoeuropeas tendríamos el etrusco, del que hablaremos a continuación, y el rético y el ligur, apenas conocidas.

      LOS ETRUSCOS

      La cultura de mayor desarrollo en la península itálica fue la etrusca, que floreció entre los años 800 y 500 a.C. Los etruscos (tyrrhenoi para los griegos o tusci para los latinos) se situaban al noroeste del Lacio, en la Italia central, entre los ríos Tíber y Arno, con límites interiores en los Apeninos y, por el oeste, en el mar Tirreno. La actual Toscana ocupa una gran parte de este territorio. Desde esta región se fueron extendiendo por el sur hacia el Lacio, y hacia el norte por el valle del río Po (Lombardía).

      Durante mucho tiempo, los etruscos fueron vistos por los estudiosos como un grupo atractivo y enigmático debido, por una parte, a la riqueza de sus restos materiales (frescos y relieves de tumbas), y, por otra, a las numerosas inscripciones conservadas (unas 8.000, en su mayoría funerarias) escritas en una lengua no indoeuropea (en un alfabeto derivado del griego pero que no alcanzamos a comprender por completo). La principal incógnita ha sido esclarecer su origen, tema intensamente debatido por los especialistas. En esencia, se defendieron dos hipótesis principales: un origen exterior (oriental, posiblemente de Asia Menor, del área egeo-anatólica) o la procedencia autóctona.

      Hoy en día, gracias a las evidencias arqueológicas sobre el periodo de formación, parece imponerse con claridad la segunda hipótesis. Por una parte, en la fase del Bronce Final e inicios de la Edad del Hierro la población de Etruria presenta analogías significativas con otras comunidades de Italia en los tipos de asentamiento y en los usos funerarios. Por otra parte, desde el Bronce tardío el área del Tirreno estuvo sometida a diversas influencias de grupos orientales (griegos y fenicios) que llegaban atraídos por las riquezas mineras de Cerdeña. Y, desde inicios del siglo VIII a.C., con la fundación de Pitecusa (Isquia) y Cumas, los griegos iniciaron un periodo de relaciones continuas con el área etrusca.

      Por lo tanto, en la actualidad se defiende un origen local para la cultura etrusca, a partir de un sustrato villanoviano, desde el siglo IX a.C. Sobre este sustrato actuarían, de manera decisiva, los contactos con los viajeros fenicios y griegos, cuyas influencias explicarían su enorme desarrollo. En este contexto, pues, no habría que recurrir a invasiones masivas de otros grupos para justificar el esplendor etrusco, sino que bastaría con la capacidad de una comunidad indígena para adaptarse a las corrientes culturales del Mediterráneo. Curiosamente, esta hipótesis coincide en esencia con los postulados defendidos ya en 1947 por M. Pallottino, quien hablaba de una formación gradual en la propia Italia de la civilización etrusca.

      Una vez aclarado el origen, ¿qué elementos distinguen a los etruscos de otros grupos de su entorno itálico? Ante todo, los etruscos poseen una cultura urbana que les lleva a levantar sus ciudades en lugares elevados del interior, en zonas de fácil defensa. Entre sus poleis podemos citar: Tarquinia, Veyes, Ceres y Vulci, al sur; Volterra, Populonia, Vetulonia y Rusellae, al norte; y Arezzo, Cortona, Perusa, Clusio y Volsini, en el interior. Como en otras culturas mediterráneas, los etruscos se organizaron a nivel político en ciudades-Estado, gobernadas por reyes (lucumones), luego sustituidos por magistrados elegidos anualmente, cuyo poder ejecutivo era controlado por un senado de aristócratas. Cada ciudad era autónoma y, aunque los etruscos eran conscientes de la comunidad cultural que compartían, nunca establecieron una vinculación política. Solo se evidencia una unión de tipo religioso, bajo la forma de una liga o confederación de doce ciudades.

      Los recursos a su alcance eran importantes, e hicieron un buen uso de los mismos. Desarrollaron una rica agricultura, favorecida por las fértiles tierras volcánicas y por el empleo de técnicas de irrigación y drenaje; explotaron con intensidad minas de hierro y cobre; mantuvieron activos talleres de artesanía, sobre todo de cerámica, armas y joyas. Su actividad productiva les permitió disfrutar de intensos intercambios comerciales en el ámbito mediterráneo con mercaderes griegos y fenicios, sobresaliendo el papel comercial protagonizado por Veyes (intermediaria entre Etruria y el Lacio). Esta intensa actividad económica condujo a la formación de un nuevo tipo de sociedad aristocrática, estratificada, cuya riqueza podemos reconocer en los ajuares funerarios hallados en sus tumbas.

      Los etruscos fueron grandes navegantes y comerciantes que llegaron a situarse como potencia marítima en el Mediterráneo occidental. No obstante, su poder comenzó a deteriorarse poco a poco al tener que defenderse ante varios enemigos. Primero debieron afrontar las invasiones de los galos cisalpinos llegados del norte, quienes les arrebataron el valle del Po, así como los ataques de los samnitas en la Campania. Además, frente a griegos y cartagineses lucharon por el dominio del mar Tirreno. En estas circunstancias surgió una competidora inesperada e imbatible,


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