La invisible luz. Robert H. Benson

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La invisible luz - Robert H. Benson


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era otro sino Dios quien estaba allí.El anciano dejó de hablar. Miré de nuevo hacia el jardín sin contestarle y probé a ver cómo las amapolas estaban engalanando una túnica, y escuchar como el piar de los estorninos no era más que el roce de su movimiento, el sonido de las joyas al rozarse, y el gemido de la paloma el crujir de la pesada seda, pero no pude. Las amapolas resplandecían y los pájaros cantaron y gimieron, pero eso fue todo.

      2 El observador“Il faut d’abord rendre l’organe de la vision analogue et semblable à l’objet qu’il doit contempler.”1MaeterlinckEl día siguiente salimos pronto después de desayunar, caminamos arriba y abajo por un camino de césped entre dos setos de tejo; el rocío aún permanecía en la hierba que quedaba a la sombra; finos parches de telarañas aún colgaban como desgarros de batista sobre los brotes de tejo a cada lado. Cuando subíamos por segunda vez el camino, el anciano se paró de pronto, echó a un lado una hoja de acedera al pie del seto y cogió un ratoncillo muerto, vio como reposaba rígido en la palma de su mano y pude ver cómo sus ojos se empañaban con lágrimas de vejez.–Él ha elegido su propio lugar de reposo –dijo–. Dejémosle yacer aquí. ¿Por qué perturbé su descanso? –y volvió a depositarlo suavemente en el suelo; entonces, recogiendo un puñado de tierra húmeda lo esparció sobre el ratoncillo–. La tierra a la tierra, las cenizas a la ceniza –dijo–, en segura y veraz esperanza –se detuvo; y tras enderezarse con dificultad volvió a caminar, le seguí.–Parecía usted interesado –me dijo– en mi historia de ayer. Debería contarle como tuve otra visión cuando era un poco más mayor –Cuando le dije lo extraña y atractiva que me había resultado su historia, él comenzó:–Le conté como me resultó imposible ver de nuevo lo que había visto en el claro. Durante unas pocas semanas, quizá meses, intenté una y otra vez forzarme a sentir aquella Presencia, o al menos volver a ver esa túnica, pero no pude, porque es un don de Dios, y no puede ser ganado con esfuerzo, como la vista ordinaria no puede ser ganada por un ciego; pronto dejé de intentarlo.«Había alcanzado al menos los dieciocho años, aquella terrible edad en la que el alma parece haber sido reducida a una burbuja sepultada por una montaña de cenizas –cuando la sangre y el fuego y la muerte y los ruidos estridentes parecen las únicas cosas interesantes, y todas las cosas delicadas retroceden y se ocultan desde el terrible mediodía de la mayoría de edad. Alguien me dio una de esas pistolas que usted habrá visto, a mí me encantaba la sensación de poder que me otorgaba, nunca había tenido un arma. Durante una o dos semanas en las vacaciones de verano me contentaba con disparar a una marca, o a la superficie del agua, y me entusiasmaba ver el cartón hecho añicos o el tranquilo estanque desgarrarse en jirones a lo largo de su espejo cuando el cielo y la hierba parecían dormidos. Después eso dejó de interesarme, y ansiaba ver algo vivo dejar rápidamente de estar vivo a mi voluntad. Ahora –levantó una mano con gesto de desaprobación–, pienso que la caza es necesaria para algunas naturalezas. Después de todo, el matar criaturas es necesario para alimentar a las personas, y la caza como usted me dirá es la remanencia del placer humano por conseguir alimento, y eso requiere ciertas cualidades nobles de constancia y habilidad. Sé todo eso, y sé más aun que para algunas naturalezas es un alivio, una liberación de tensiones que de otra manera encontrarían un desahogo violento y diabólico. Pero sé también esto: que para mí no es necesario.«Sin embargo, podría dar todo tipo de excusas, salí de buena gana una tarde de verano con la intención de disparar a algún conejo que corriera a refugiarse desde el campo abierto. Caminé a lo largo de una valla con un bosque sobre mí y a mi izquierda, y una verde pradera a mi derecha. Probablemente debido a mi falta de experiencia, aunque podía escuchar las pisadas y las carreras de los conejos a mi alrededor, y podía verlos a la distancia sentados y escuchado con sus orejas levantadas, como me había parapetado en la valla, no pude acercarme lo suficiente para disparar con alguna esperanza de lo que se me antojaba como un resultado exitoso; y cuando alcancé el final de la arboleda, estaba sumido en un estado de impaciencia.«Permanecí varios minutos apoyado en la valla contemplado el placentero y refrescante aspecto de la pradera más allá; el sol acababa de esconderse tras la colina ante mí y todo estaba a la sombra excepto una corona de luz que colgaba de las hojas más altas de un haya que aún alcanzaba los rayos del sol. Los pájaros empezaban a regresar de los campos, posándose uno a uno en los árboles sobre mí, donde quedaban para cantar las últimas líneas de sus melodías. Pude escuchar una sorda carrera y el rápido golpear de las alas de una paloma volviendo a casa, y cuando prestaba atención podía escuchar gorjear por encima de todos los sonidos la larga y fluida canción de un zorzal en algún sitio sobre mi cabeza. Busqué vanamente intentado ver ese pájaro y al cabo de un rato conseguí identificarlo cuando las hojas del haya se apartaban por la brisa, su cabeza erguida y su cuerpo vibrando con la alegría de la vida y de la música. Se podría decir que su cuerpo era un corazón latiendo. Los últimos rayos de sol tras la colina le alcanzaron bañándolo en un dorado resplandor. Al cesar la brisa las hojas le ocultaron pero su canción seguía sonando.«En ese momento me inundó un ciego deseo de matarlo. Todas las otras criaturas me habían esquivado corriendo a sus casas. Aquí al menos estaba la víctima, y yo derramaría ese amargo odio que había estado acumulando durante mi paseo, y que demandaba esta vida como sustituto. Al mismo tiempo recordé claramente que había salido a cazar para comer: ésta era mi única justificación. Vi a la vez las dos cosas y no tenía excusa, ninguna excusa.«Giré la cabeza a ambos lados y me moví uno o dos pasos atrás para recuperar una visión directa de nuevo, y, aunque esto pueda sonar fantástico y recargado, todo mi ser estaba en lucha entre la luz y la oscuridad. Cada fibra de mi ser me decía que el zorzal tenía el derecho a vivir. ¡Ah! Él se lo había ganado, lo hizo a propósito, por esa misma canción que estaba guiando a la muerte hacia él, y no por el negro y amargo odio que había nublado mi conciencia y que estaba ahora empujando sin parar hasta que el proyectil fuera disparado. Esperé una ráfaga de brisa, y cuando llegó, fría y de dulce olor como el aroma de un jardín, las hojas se abrieron. Allí volvió a cantar bajo un rayo de sol, en un instante levanté la pistola y apreté el gatillo.«Con el estallido de la pólvora sobrevino el silencio, y después de lo que pareció un interminable instante vino el suave sonido de algo cayendo y el imperceptible impacto entre las caídas hojas caducas. Permanecí medio aterrado, mirando entre las hojas muertas. Todo parecía penumbra misteriosa. Mis ojos estaban aún algo deslumbrados por el brillante horizonte de aire luminoso y nubes rosadas que había estado contemplando con intensidad, el espacio entre las ramas era un mundo de sombras. Aun busqué algunos metros más allá, intentando encontrar el cuerpo del zorzal, y temiendo escuchar un empuje o batir de alas entre las hojas secas.«Entonces elevé ligeramente los ojos, vagamente. Pocos metros más atrás de donde yacía el zorzal había un arbusto de azalea. Las flores se habían caído y le rodeaba la oscuridad, sus hojas lacias estaban apenas perfiladas por un tenue toque de color. Cuando lo miré vi un rostro mirando hacia abajo desde sus ramas más altas.«Era una cabeza perfectamente calva y una cara, finos labios formaban una sonrisa alegre, había innumerables líneas en torno a los extremos de la boca, y los ojos estaban rodeados de arrugas de diversión. Quizá lo más terrible de todo era que los ojos no estaban mirándome a mí, sino hacia abajo entre las hojas; los pesados párpados colgaban, y largas, estrechas y brillantes ranuras mostraban como unos ojos divirtiéndose. La frente caía súbitamente hacia atrás, como la cabeza de un gato. La cara era del color de la tierra, los perfiles de la cabeza caían por debajo de los oídos y la barbilla hacia la tiniebla del oscuro arbusto. No había cuello, o cuerpo o brazos hasta donde yo podía ver. La cara simplemente colgaba allí como una abandonada máscara africana en una vieja tienda de curiosidades. Y sonrió con descarado placer, no a mí, sino al cuerpo del zorzal. No hubo ningún cambio en su expresión mientras la estuve mirando, solo una silenciosa sonrisa de placer petrificada en la cara. No pude quitar mis ojos de ella.«Al cabo de un minuto más o menos, la cara había desaparecido. No la vi irse, solo me di cuenta de que estaba mirando a unas simples hojas.«No; no había sido dibujada por las hojas, o por un juego de sombras que pudieran tomar la forma de una cara. Imagínese cómo intenté convencerme de que eso fue todo; cómo miré una y otra vez para volver a verla; pero no había rastro de la cara.«No sé decirle cómo lo hice; pero aunque estaba medio paralizado por el miedo, fui hacia el arbusto y busqué furiosamente entre las hojas el cuerpo del zorzal; hasta que finalmente lo encontré y lo cogí. Estaba todavía blando y caliente al tacto, su pecho algo despeinado, y tenía una pequeña gota de sangre en la raíz del pico bajo los ojos, como una lágrima de desaliento y dolor


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