Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VIII Premio Internacional HQÑ). Allegra Álos

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Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VIII Premio Internacional HQÑ) - Allegra Álos


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delatar mi posición para recuperarla. Sopesé en mi mano aquella pistola, comprobé, por inercia, que el seguro estuviera quitado aunque ni en sus mejores tiempos Jairo hubiera sido tan tonto, y luego me tensé como una gata a punto de saltar sobre un ratón mientras escuchaba el taconeo de unas botas que se dirigían hacia el cuerpo abatido de quien siempre pensé que era, y sería, el amor de mi vida.

      Capítulo I

      Supervivencia

      Uno nunca es consciente de hasta qué punto puede empeorar un día que ya comienza mal. En la eternidad que pasé refugiada bajo aquella mesa, temiendo que alguien me mirara a los ojos antes de apretar el gatillo, pensé que había sido una ingrata quejicosa con el Universo en mayúsculas, y que por eso el Universo había decidido darme una lección exagerada.

      La tarde anterior mi coche de quince años me había dejado en la cuneta y había tenido que soportar la mirada condescendiente del tipo sudado de la grúa mientras lo subía en la parte de atrás, diciendo que aquello “pintaba mal” al tiempo que removía entre los dientes un palillo de madera. Aquel coche había sido un regalo de un padre orgulloso el día que había aprobado la oposición para la escala ejecutiva de la policía con el segundo puesto. “Así podrás venir los fines de semana a casa”, me dijo mientras hacía tintinear las llaves entre sus dedos y mi madre se enjugaba discretamente una lagrimita. Al igual que el orgullo, el coche se había ido desgastando con los años, y sentada en aquella grúa que apestaba a puro, veía por el espejo retrovisor a mi pequeño coche ser arrastrado como un fardo sin ninguna esperanza de supervivencia. Sentía que aquel coche era el último vestigio de una época que no volvería, pero en realidad, como el destino me había dejado claro, aún quedaba otro vestigio del que no me había deshecho y que había vuelto a mi dolida memoria, como un grano impertinente, cuando menos lo esperaba. Y este caminaba sobre dos piernas y tenía más lustre que mi coche.

      Mi ex novio, el flamante inspector Jairo Marqués, “Inspector jefe, Lucecita, ya ves”, como me recalcó en una ocasión, esperaba el ascensor cuando llegué al trabajo. En contraste con mi desolación, Jairo lucía su sempiterna e irreverente sonrisa de tipo encantado de haberse conocido. Iba impecablemente trajeado, con el abrigo de lana en una mano y el teléfono móvil en la otra, y masticaba, indolente, un chicle de clorofila. Jamás cambiaba de sabor. Pensé que gustosamente iría al trabajo todos los días en autobús si Dios me ahorraba la humillación de subir con Jairo en el ascensor. Pero no hay piedad para los perdedores. Para mi gran desazón, Jairo ya me había visto y había bloqueado cortésmente la puerta de acero, lo que me obligó a apretar el paso para compartirlo. Hubiera preferido subir con una pitón, pero sonreí cordial mientras él marcaba el botón de nuestra planta.

      –Íscar. Qué sorpresa verte por aquí, corazón –dijo con su media sonrisa. Imaginé que había dejado el coche en el cotizado parking subterráneo, en el que, paradojas del destino, yo acababa de conseguir una plaza un par de semanas atrás. Al menos, para mi alivio y un pequeño prurito de decepción, Jairo no hizo amago de acercarse a darme dos besos.

      –Una sorpresa notable, teniendo en cuenta que trabajo aquí y que no es la primera vez que nos encontramos –dije resignada.

      Podía recordar amargamente nuestro primer encuentro y cada uno de los posteriores en los que no había podido eludirle. Jairo venía esporádicamente por la empresa, sin ninguna previsión que me permitiera tomar medidas para evitarle, como una gripe galopante o la súbita muerte de algún pariente. Y aquella idea me atormentaba cada mañana al despertar porque su presencia seguía perturbándome como una tormenta lejana en una tarde de verano.

      –El cinismo no te va, Lucía. Te pone una arruguita en el entrecejo, justo aquí, y te estropea esos ojitos azules tan bonitos –Jairo esbozó una sonrisa traviesa al tiempo que ponía su dedo entre mis ojos. Se lo habría arrancado de cuajo.

      –En cambio a ti el cinismo te sienta fenomenal. Pero claro –apunté directo al corazón–, a mí no me ha criado tu madre.

      De todas las cosas que extrañaba de mi relación con Jairo, su madre no era una de ellas, y cada vez que la melancolía me arañaba el corazón, me acordaba de Esperanza y daba gracias al Universo por haberme librado de aquella mujer horrible que hubiera dedicado toda su vida a hacer la mía imposible.

      Jairo se rio mientras el ascensor parecía no llegar nunca a nuestro destino. Recé para que se diera prisa, pero lo único que conseguí fue que parara en cada planta y se abarrotara de gente cargada de vasos de café, que no hacía sino empujarme más hacia Jairo, acortando distancias físicas mientras yo me afanaba en mantener lo más lejos posible las emocionales. Por fin volvimos a quedarnos solos, camino de la décima planta.

      –Cómo echo de menos tu lengua viperina, Lucía. Y mi madre, aunque no lo reconocería ni muerta, también. De hecho no deja de quejarse de que todas mis novias son demasiado sosas.

      –No me extraña si ahora has trasladado tus caladeros a Swiss&Co. El mundo de los seguros es muy formal y muy aburrido –mascullé con mal disimulada inquina.

      Me maldije por entrar al trapo, pero Jairo ensanchó aún más su sonrisa marcando hoyuelos. Llevaba el pelo rubio muy corto, cortado a cepillo como un soldado, y la luz del ascensor le hacía aguas blanquecinas en las sienes. Sus ojos glaucos chispearon divertidos mientras yo sentía que enrojecía hasta mis vísceras más recónditas. Odiaba ser tan transparente y, sobre todo, me molestaba que pudiera pensar que me importaba su vida sentimental porque yo cada día me esforzaba en que me importara un poco menos.

      –Podría ser –dijo guiñándome un ojo, coqueto–, pero este sitio está lleno de chicas guapas, y las más sosas son las que más sorpresas dan.

      –Pues ten cuidado con la chica que eliges, no vaya a ser que no sea del agrado de mamá. Aunque creo que Sonia estaría perfectamente a su altura.

      Vaya, pensé, mordiéndome la lengua, desde luego que hay rencores que parecen muertos, como una zarigüeya asustada, y que en cuanto te descuidas saltan a tu yugular.

      Guardamos un silencio glacial mientras el ascensor recorría las dos últimas plantas. Jairo aprovechó para ajustarse en el espejo el impecable nudo windsor de su corbata, mientras yo me concentraba en la puntera no muy limpia de mis botas. ¿Por qué insistía en llevar aquellas botas zarrapastrosas y aquel abrigo de piel de camello que había conocido mejores tiempos, a la par que el desgastado bolso de cuero? Cada vez que me encontraba con Jairo me prometía a mí misma que sería la última vez que me vería con aquel aspecto de sospechosa que pedía a gritos un cacheo y unas esposas. Parecía una suerte de niña bien devenida en prostituta o drogadicta.

      El espejo me devolvió la imagen horrible que proyectaba al mundo, el ridículo corte de pelo ratonil (“bob”, dijo la peluquera, mientras me ponía un espejo de mano en la nuca), la piel mortecina y las profundas ojeras azuladas que parecían una continuación de mis propios ojos, como si me hubieran dado sendos puñetazos en una pelea callejera. Al menos el pelo, me dije, siempre vuelve a crecer. Mucho antes que el orgullo.

      –Hasta la vista, Jairo –me despedí, lacónica, en cuanto la puerta del ascensor se abrió.

      Salí sin volver la vista atrás y me escurrí precipitadamente hacia el baño de chicas para no tener que cruzar con él la pesada puerta de cristal esmerilado de Swiss&Co. Podía ceder otra vez a la tentación de estampársela en su perfecto rostro de modelo de calzoncillos y sabía por experiencia que solo me sentiría mejor durante cinco minutos.

      –Mi madre también te recuerda con afecto, Lucía, que lo sepas. Y por cierto, vuelve a dejarte el pelo largo. Se te ven mucho las orejas.

      Hice una silenciosa peineta al aire para él y para el recuerdo de su señora madre, tratando de obviar el hecho de que tuviera la última palabra en todas nuestras conversaciones y la empleara, como era su costumbre, en hacer leña del árbol derribado.

      Ya a salvo en el baño de señoras, apoyé las manos sobre la fría loza del lavabo y me obligué a respirar hondo, hasta que las costillas me dolieron y los nudillos estuvieron del mismo blanco níveo. Deseé


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