Invierno bajo la estrella del norte. Santiago Osácar

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Invierno bajo la estrella del norte - Santiago Osácar


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la recordaba. No muy lejos, cuatro o cinco corzos escarbaban con los hocicos en busca del pasto oculto; aunque me quedé absolutamente inmóvil para no asustarlos debió llegarles mi olor y entre ásperos gritos de alarma alzaron sus cabezas mirándome fijamente antes de emprender la carrera; el espesor de la nieve les obligó a dar grandes saltos en una hondonada y más adelante rompieron a su paso la costra de la charca entre salpicaduras y cristales de hielo, para correr a refugiarse en la discreta penumbra del pinar.

      Sólo sus menudas pezuñas habían hollado la nieve recién caída y casi con respeto, como si mis pisadas comenzaran a escribir un nuevo capítulo de mi vida en aquella blanca página, me adentré yo también en la llanada.

      El trazado de la carretera, totalmente oculta, apenas se dejaba adivinar por algunas señales de tráfico… por eso la pradera me había parecido tan grande. También la imponente fábrica barroca del monasterio nuevo alzaba con más solemnidad sus torres gemelas en aquella soledad sin turistas; “mi” casa, situada en el centro de aquella extensión inmaculada, se veía diminuta pese a sus dos plantas y al jardincillo delantero cerrado con una graciosa cancela.

      Dentro el frío era helador; busqué los diferenciales de la calefacción, puse el termostato a 20 grados y cogiendo un cartón para sentarme encima, salí otra vez al zaguán de la casa, limpié de nieve el poyo y allí, al sol, tomé posesión de la plaza.

      Sabía que no había nadie más que yo en toda la montaña; la nieve y el silencio me apartaban del mundo mucho más que la distancia que pudiera separarme de Jaca y su centro comercial, sus coches y sus semáforos. ¡Qué lejos quedaba Zaragoza y los despachos de la administración, los pisos de moqueta y sus plantas de interior! Los viceconsejeros, secretarios, consejeros y asesores estarían ahora en la cafetería con sus trajes, sus tabletas y sus corbatas, dándose palmadas en la espalda y regocijándose por los últimos vídeos que aquella mañana de duro trabajo habían circulado por la red. Pero todo aquello se iba difuminando en mi conciencia y ante mí adquiría una realidad mucho más consistente la llanura nevada, los pinos que cerraban sus horizontes, los rayos del sol que templaban mi cuerpo y la gran paz que iluminaba mi alma. Yo mismo, en aquel paraje donde la urgencia más inmediata era mantenerse seco y caliente, veía mi propia persona mucho más real que cuando me agitaban los afanes de mi oficio y las humillantes inquietudes con que me sometía aquella política de encargos azarosos.

      Ni un ruido; una quietud absoluta y profunda, más profunda y más verdadera que las preocupaciones del mundo. Cerraba los ojos y casi podía escuchar los latidos de mi corazón… ¿O era el corazón de la Peña, aquel corazón que los anacoretas excavaron en la roca, escondidos en las subidas cavernas de la piedra del antiguo y mítico Monte Pano?

      II

      MELISA Y LA CASA DE LOS FORESTALES

      La llave que me habían dejado abría la que fue puerta principal de la casa de forestales antes de su reconversión en centro de visitantes. Se trataba de un hermoso edificio de ladrillo construido quizá a principios de siglo XX, seguramente para que vivieran allí los guardabosques con sus familias. Tenía incluso adosada una pequeña capilla con su espadaña y su campana, pues en aquellos tiempos el oficio religioso era todavía una necesidad básica.

      El primer día que subí a san Juan de la Peña, el fin de semana antes de la gran nevada, entré sin embargo por el acceso de visitantes, pues Melisa estaba en la mesa de recepción y tenía muchas cosas que consultarle.

      Melisa vivía en Sallent, era muy viva y de trato agradable; me enseñó a conectar la calefacción y me puso al corriente de la rutina del centro.

      –Pues mira, mi horario –me dijo– es en invierno sólo de fines de semana, de 10.00 a 18.00 como pone en el cartel de la puerta... pero en días de mucho frío, hay un par de curvas a la altura del monasterio viejo, donde se forman placas de hielo en cuanto deja de dar el sol, así que yo me subo como pronto a las once de la mañana, y en cuanto dan las cinco de la tarde, me bajo a escape; total estos días no viene nadie por aquí... y si el coche se me va y me estampo contra un acebo ¿crees que la Diputación me va a pagar el chapista? Igual hasta me cae una multa por ser especie protegida; el acebo, quiero decir, no mi persona…. Espera, quita esos papeles y siéntate ahí.

      –El otro día –siguió contando– se le cruzó el todoterreno a un almendrón en esa curva que te digo, con el morro encajado en el quitamiedos, que no había manera de sacarlo... ¿por qué has esperado al invierno para subirte aquí? En verano todo es más llevadero y yo estoy todos los días.

      Se lo expliqué paseando con ella por las dos salas del pequeño museo, mirando la maqueta de la sierra, los mapas y las fotografías de pájaros hasta llegar ante la entrada principal.

      –Esta puerta se abre por fuera con la llave que te han dejado, y por esta otra, que siempre está cerrada, se sube a las antiguas habitaciones de los guardas. Esa es la pared que tienes que decorar, ¿no? y en este cuarto, que usamos como almacén, puedes dejar tus cosas de pintor.

      Mientras hablaba fui haciéndome a la idea de que era impensable (además de muy caro) subir y bajar cada día para dormir y cenar en algún pueblo, pues apenas podría sacar cinco horas limpias de trabajo por jornada... y eso sin contar con que el acceso no sería tan fácil cuando comenzaran las nevadas por debajo de los mil quinientos metros: la única solución posible sería dormir en el propio centro de visitantes, sobre el duro suelo, entre las cajas de libros del almacén… pero era mejor no decir nada, al menos de momento.

      –Oye, son casi las dos; si vienes conmigo te dejarán el menú de la hospedería a mitad de precio: seis euros; y luego me invitas al café ¿vale?

      Acepté encantado. La hospedería era un hotel de lujo con pretensiones autonómicas de parador nacional instalado en las dependencias del monasterio nuevo. Tenía un restaurante de postín que estaba totalmente vacío y otro comedor más modesto con autoservicio donde nos sentamos solos.

      –Ya ves, hoy debemos ser los únicos; mañana es el último día que se abre la hospedería; para el puente de la Inmaculada abrirán cuatro días y esto se pondrá a tope, sobre todo si hace mal tiempo, ya verás, y luego otra vez cerrado hasta Febrero. Toma, ponte aceite… y pásame la sal.

      Durante la comida hablamos de muchas cosas. La verdad es que me llenó de satisfacción constatar que Melisa sabía de mí y de mis dibujos de pájaros por las ilustraciones del Heraldo y las publicaciones de medioambiente. Yo le pregunté por su vida en la montaña y por su relación laboral con la DGA.

      –Somos tres socios y llevamos este centro y el de Arguís; antes organizábamos campamentos de verano y ahora hacemos también el seguimiento del zapatito de dama en los puertos de Sallent.

      –¡El zapatito de dama! Es una orquídea, ¿verdad? Una muy bonita, amarilla y morada; tuve que dibujarla para el periódico, pero nunca la he visto, copié una foto…. Y ¿qué hacéis, estar ahí, sentados al lado de la flor?

      –Bueno, es una zona de hayedo y prados donde hay bastantes, no sólo una; y aún va pasando gente por ahí, no te creas; hay que informar a los montañeros y vienen muchos fotógrafos extranjeros con unos equipazos de impresión. Les pedimos los permisos, estamos con ellos mientras hacen las fotos… eso en mayo y junio, que es cuando florecen, pero hay que seguir subiendo todo el verano…… ¿quieres más patatas? yo no me las voy a terminar, trae tu plato, apara, que parece que te has quedado con hambre.

      –El año pasado –siguió diciendo– estando allá arriba, hice una foto que me van a publicar en el anuario ornitológico: un bando de avocetas cruzando a Francia por el collado de San Martín, con el Balaitus todo nevado al fondo.

      –¿Avocetas? ¿Y qué hacían ahí las avocetas? Yo pensaba que pasaban por la costa, a buscar las marismas de la Camarga o por la desembocadura del Bidasoa hacia las Landas.

      –Sí, eso pensábamos todos… y las pillé en pleno día, que siempre se había dicho que emigraban de noche…

      –Oye –dije volviendo al tema que me preocupaba– entonces aunque llevas ese uniforme, no eres funcionaria, sino que


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