Los libertadores. Gerardo López Laguna

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Los libertadores - Gerardo López Laguna


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una idea -soltó de improviso Lí.

      Todos volvieron la cabeza algo asombrados: Lí era un muchacho de rasgos orientales famoso en la comunidad tanto por su perenne sonrisa como por su silencio. Jamás intervenía en el Consejo...

      Lí expuso entonces lo que se le había ocurrido:

      -¿Os acordáis de lo que pasó hace dos inviernos, cuando los metimos en el corral?

      Todos recordaron. Aquel invierno había sido muy frío. Lo pasaron mal, sobre todo con los pies. Habituados a inviernos más o menos templados iban, como siempre, con sus sandalias encima de las vendas con las que enrollaban los pies. Aquello no bastaba para contener adecuadamente ese frío. Los chicos, ignorantes de las fuerzas y capacidades de aquellos perros, temieron por ellos, y en lugar de dejarles, como era lo habitual, en sus casetas abiertas, en las que entraban y salían a su gusto, optaron por encerrarlos de noche en el corral con las ovejas. Don Ángelo les había dicho que los perros no iban a tener problemas con ese frío, pero los chicos pensaron que era mejor guarecerles en ese lugar cerrado y más caliente. Los perros parece que opinaban como Don Ángelo, de modo que durante varias horas, por la noche, se dedicaron a escarbar por los laterales del corral, al pie de una de las paredes. Cuando amaneció, los muchachos encontraron, sorprendidos, que los perros estaban jugueteando fuera del corral. Inspeccionaron la puerta, pero seguía cerrada. Entonces se percataron del agujero. Lí, con sus breves palabras, les recordó a todos aquel suceso. Y siguió diciéndoles:

      -Si hacemos ahora lo mismo tendremos una ventaja de varias horas hasta que consigan salir.

      Todos lo aprobaron, y espontáneamente Magdi se dirigió a Lí:

      -Vamos a hacerlo nosotros, Lí.

      Los dos chicos se fueron corriendo, primero a liberar a las ovejas, que estaban en la cerca exterior del corral, y después a llamar a los perros para proceder a su encierro.

      Don Ángelo escuchaba con atención, y con la grata sensación de que muchas de sus enseñanzas habían calado en el corazón de los chicos. Otros habrían zanjado el problema matando a los perros, pero para aquellos muchachos esto habría resultado inconcebible. Es verdad que cazaban y pescaban, pero también era verdad que lo hacían ajenos a toda crueldad.

      Tras la carrera precipitada de Magdi y de Lí, Yuri volvió a tomar la palabra:

      -Vamos rápido a terminar con los petates que queden y a llenar los pellejos de agua.

      Don Ángelo le dijo:

      -Yuri, por favor, prepara uno para mí; yo tengo que recoger algunas cosas.

      Los chicos siguieron a Yuri y Don Ángelo entró de nuevo en su choza. Agarró una pequeña mochila con una correa, que luego guardaría en su petate, y salió deprisa en dirección a la pequeña capillita que habían construido años atrás. Don Ángelo pensaba, rezaba y se movía a la vez. Guardó en la mochila una cantimplora con vino, un frasco pequeño con aceite y, envueltas en un paño, varias obleas de pan.

      El vino lo elaboraba él mismo, con ayuda de los muchachos. Cuando llegó al lugar dependía de los visitantes que bajo la solicitud de monseñor Virás siempre la traían algo de vino y harina. Algún tiempo después apareció por allí un desconocido que se presentó como enviado por el obispo: vino con un carro cargado hasta lo inverosímil de cepas para que Don Ángelo las replantase allí. El vino seguía llegando con las nuevas visitas, y la harina también, pero al final Don Ángelo vio los frutos de aquellos esfuerzos cuando pudo obtener algo de vino, poco pero suficiente, de aquella pequeña viña. Más tarde, su amigo Abdelá, el jefe del Aduar, se encargaría de proporcionarle harina y aceite de olivas.

      Don Ángelo veía pasar estas escenas por su mente mientras procedía a llenar la mochila. Acercándose al sagrario se arrodilló. Sólo un instante pues no tenían más tiempo. Se levantó, lo abrió y tras recitar mentalmente una oración y una súplica, comulgó. Inmediatamente apagó la mecha que ardía en un cuenco de aceite, guardó los dos pequeños cálices en la mochila y, mirando una cruz y una pequeña talla de la Virgen, se dio la vuelta y salió casi corriendo. El corazón le latía muy rápido. Ya no era el marcharse de aquel lugar de esa manera... él siempre había creído en el famoso «cortar las amarras» que decía a los chicos, sino la súplica al Cielo para que le diera luz sobre cómo ayudar a Bo, cómo hacerlo sin que los otros resultaran dañados, sin que nadie resultara dañado...

      Al salir frenó sus veloces pasos un momento. Giró la cabeza y enderezó su camino hacia un lateral de la capilla, donde estaban las tumbas de Saúl y Moha... Les pidió ayuda.

      En un instante ya estaban todos reunidos otra vez en la puerta de la choza de Don Ángelo. Iván había permanecido en silencio tras concluir su relato. Escuchaba con atención todo lo que se decía, observaba con ansiedad... Fue el único que recibió la noticia de Don Ángelo sobre la pretensión de liberar a Bo con un cierto alivio secreto. Alivio sazonado de inquietud, pero provocado por una vaga sensación de culpa. No en vano les había dicho a todos: «no he podido hacer nada»... De pronto rompió su silencio para anunciar otra fuente de preocupaciones:

      -La gente que se ha llevado a Bo iba hacia el este. Creo que tenemos que hacer algo... tenemos que avisar a nuestros amigos del Aduar.

      El lugar que Don Ángelo había encontrado para asentarse muchos años atrás, era una especie de lengua de tierra paralela a la costa de Aquitania. En el sur de esta casi isla había un istmo curvado que hacía de puente o paso hacia el continente. En la zona centro-occidental de esta pequeña península, casi a orillas del mar, estaba el que conocían como «arroyo del oeste», el lugar en que Iván y Bo fueron atacados. Al norte de este arroyo, en el noroeste, es decir, en la parte superior de la península estaba la comunidad de Don Ángelo y sus chicos. Y en la parte centro-oriental, también pegada al mar y desde donde se podía divisar la costa de Aquitania, estaba la aldea de Abdelá y su gente, conocida como el Aduar Al-Tahat. Para llegar al Aduar antes que los traficantes tenían que recorrer transversalmente la península, en dirección sureste. El camino era largo y duro, con más obstáculos que los que la columna de mercenarios encontraría atravesando la península de lado a lado. Luego si querían advertir a sus amigos debían darse mucha prisa.

      Todos habían acogido la propuesta de Iván. Yuri intervino para especular sobre las intenciones de los mercenarios:

      -Ojalá podamos llegar antes que ellos... Don Ángelo, ¿qué cree que harán cuando encuentren el Aduar?

      Don Ángelo, pensativo ante esta iniciativa de los chicos, dijo lastimosamente:

      -Intentarán capturar a los que les puedan servir... pero si encuentran alguna resistencia, algún problema, con los otros...

      La frase interrumpida de Don Ángelo fue elocuente. Todos advirtieron a qué se refería. Don Ángelo continuó:

      -Después nos buscarán. Cuando vean la forma de vestir de la gente del Aduar, sabrán que Bo no era de esa aldea... Ellos han cruzado el istmo para entrar aquí, han visto el mar al oeste y cuando lleguen al Aduar se encontrarán con el pasillo de mar que hay en el este... Creo que irán hacia el norte, cuando se topen con el mar abierto seguirán bordeando la costa hasta llegar a dónde estamos nosotros... Venga, no podemos perder más tiempo.

      Yuri, el mayor, estaba poniendo en juego de un modo repentino y acelerado la capacidad de liderazgo que tenía. Inmediatamente después de que Don Ángelo dijera esas últimas palabras, Yuri azuzó a los otros:

      -Colgáos los petates, nos marchamos. Don Ángelo, tú ve rezando por el camino.

      Emprendieron la marcha enseguida. Allí quedaban las chozas, los corrales, la despensa, la Gran Cabaña, la explanada, la capilla, las tumbas de sus compañeros... y los tres perros dentro de un corral, y las ovejas y las gallinas dispersándose por los huertos... las herramientas tiradas por el suelo, el sagrario vacío... Se oían las rápidas pisadas de los fugitivos y el rumor del agua del manantial. Este leve sonido hizo volver la cabeza a Don Ángelo. A sólo unos doscientos metros del emplazamiento de la comunidad brotaba de entre unas rocas una corriente de agua abundante, clara y fría. Don Ángelo


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