Naturaleza y conflicto. Danilo Bartelt Dawid
Читать онлайн книгу.En el largo siglo XIX, París fue la capital cultural de América Latina.[2]
Algo que le dio un gran impulso en su fase inicial a este concepto fue la contraposición cultural y política con el norte anglosajón del continente, sobre todo con Estados Unidos, cuya política expansiva y ambiciones hegemónicas panamericanistas se mostraban con claridad cada año, por lo menos desde la anexión de la provincia mexicana de Texas en 1845. En el ensayo Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó, publicado en 1900, la oposición entre los materialistas anglosajones en el norte y las naciones del sur del continente, que se regían por valores espirituales, se condensó en la idea central de un texto literario que gozó de una amplia recepción. Por otra parte, La raza cósmica, del mexicano José Vasconcelos (publicado 25 años después), es, a su vez, uno de los textos fundacionales del mestizaje. Según este libro, el futuro le pertenece a la mezcla de blancos e indígenas que se funden en la “raza de bronce”, no a los blancos, como lo presuponía la teoría racial hegemónica. Entonces, “América Latina” surgió predominantemente como un afán intelectual de algunos hombres que nacieron en dicho territorio, pero vivían en el extranjero.
En Estados Unidos, durante el siglo XIX se generalizó el uso de “América Española”, también como una contraposición asimétrica. Los gringos devolvían el menosprecio y categorizaban a América Latina como una región atrasada a nivel racial y cultural, así como en su desarrollo. Fue así, mediante contraposición, que la “América Española” les ayudó desde el siglo XIX a los estadounidenses a concebirse a sí mismos y a delimitarse como una nación protestante, disciplinada, moderna y obediente a las reglas.[3]
“América Latina” es hoy no tanto una unidad geográfica sino semántica: un portador de significados con ropaje de (sub)continente. Si miramos los países, ciudades y pueblos, encontraremos por lo menos tantos regionalismos, especificidades locales, chauvinismos, rivalidades y competencias como en Europa; pero la diferenciación institucional y el alcance de la “integración regional” de América del Sur, ya no digamos de América Latina, dista mucho del proyecto de unidad europeo. Quien alguna vez haya tenido que atravesar fronteras estatales en América del Sur lo habrá vivido en carne propia.
La fragmentación en Estados nacionales fue un resultado lógico de la descolonialización, desde la perspectiva de la política del poder. Los Estados de América Latina invirtieron mucha energía política, económica y cultural-intelectual en conformar o consolidar una identidad nacional (estatal) propia, y veían a su respectivo país vecino, que también fue colonizado por españoles, no como a un hermano, sino que lo construyeron como el “Otro”.
Pero, de manera paralela, se conformó en la percepción externa la imagen homogeneizante de “América Latina”, que debía buscar a su “Otro” en “Norteamérica”. En otra variante, considerar a América Latina como una prolongación de Occidente forma parte, hasta hoy, del buen tono en la cooperación al desarrollo de los Estados europeos, que gustan de hablar de la “comunidad de valores” que comparten Europa y América Latina.
¿Izquierda, derecha o qué?
Entonces, el malentendido funciona. Y también este texto tendrá que trabajar con la ficción que es América Latina, pues, en efecto, en las últimas dos décadas algo ha cambiado; algo que, aunque no incluye a todos los Estados latinoamericanos (o no en igual medida), se percibe tanto desde afuera como desde adentro como algo que sí identifica a América Latina.
La primera década del nuevo milenio hizo que América Latina apareciera bajo una luz totalmente nueva: llegaron al poder gobiernos que no sólo condenaron añejas iniquidades sociales, sino que llevaron a la práctica las críticas expresadas. Azuzadas efectivamente por un crecimiento económico largamente añorado, la pobreza y la desigualdad retrocedieron de manera notoria en pocos años.
Este momento especial llegó de manera sorpresiva, en el pasado reciente no había habido nada que lo anunciara. Aunque entre las décadas de 1920 y 1970 algunos Estados lograron construir una industria propia en economías interiores protegidas y, por tanto, sustituir importaciones, es decir, reservar divisas para sus propias economías nacionales, vastas partes del subcontinente se sumergieron en las tinieblas políticas: en los años de 1970 los militares ejecutaron golpes de Estado en Chile, Uruguay, Argentina, Bolivia, Ecuador y El Salvador contra gobiernos elegidos democráticamente y de talante social, con lo cual completaron lo que se había iniciado en la década de 1960, entre otros países, en Honduras, Brasil, Perú y República Dominicana. Nicaragua, Haití y Paraguay habían caído ya desde los años treinta y cincuenta en manos de los militares, y se mantuvieron así por décadas.
No fue sino hasta 1989 que, con la derrota del dictador Augusto Pinochet en un plebiscito nacional, se le puso fin a la última de las dictaduras militares sudamericanas. Meses antes, el ejército paraguayo derrocó al dictador Alfredo Stroessner, quien había permanecido en el poder durante 35 años, y fue así que se dio paso a la transición hacia la democracia. Con autoritarismo, represión política, tortura y asesinato, así como con una política económica que le apostaba a la industrialización modernizadora y al crecimiento, los militares latinoamericanos dejaron su impronta en una época que comenzó en la década de 1960.
A las dictaduras les sucedieron fuerzas ciudadanas moderadas, en parte aliadas con partidos de izquierda, que debían encargarse de implementar una “transición ordenada”, y que, por lo general, le dieron continuidad a la política económica liberal de los militares. Sin embargo, esto no fue siempre una decisión propia: muchos Estados latinoamericanos estaban muy endeudados y debieron plegarse a las imposiciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM). La crisis económica de los años 1970 en los países industrializados, consecuencia del repentino aumento en los precios del petróleo, hizo que disminuyera la demanda por los productos latinoamericanos y, en cambio, liberó capital en busca de rentabilidad. Gobiernos militares (y también civiles) latinoamericanos se apoyaron en dicho capital y le apostaron a un modelo de crecimiento financiado por créditos. En sólo cuatro años, de 1978 a 1982, la deuda externa latinoamericana se duplicó y llegó a los 328 mil millones de dólares. Esas enormes cantidades de dinero prestado no lograron equilibrar los crecientes déficits de cuenta corriente. Incapaces de pagarles a los bancos y gobiernos europeos y estadounidenses, y vapuleados por las altas tasas de inflación, los Estados deudores debieron aceptar que el FMI les impusiera, en la década de 1980, medidas de ajuste estructural: los gastos públicos debían recortarse drásticamente y, por tanto, las empresas públicas “inefectivas” debían ser privatizadas; la demanda interior debía reducirse para aminorar las importaciones que requerían muchas divisas, por eso, debían ser recortados tanto salarios y pensiones como puestos de trabajo. Las desastrosas consecuencias sociopolíticas hicieron tristemente célebres a estas medidas, pese a lo cual, fueron aplicadas nuevamente en la reciente crisis de la zona euro, por ejemplo, en Grecia.
Los programas de ajuste estructural correspondían a la hegemonía liberal en la política económica de las dos últimas décadas del siglo XX. El Consenso de Washington, como se le llamó a esa política económica, preveía liberar los mercados nacionales para mercancías y capital del extranjero y recortar los gastos públicos (a través de, entre otras medidas, la privatización de empresas públicas y el recorte de los presupuestos sociales). A cambio, prometía hacerle frente al alza de precios y a la inflación, así como un alto crecimiento continuo, acompañado de la creación de nuevos puestos de trabajo. También prometió los efectos positivos del liberalismo político: estabilizar la democracia, respetar los derechos fundamentales y los derechos humanos, garantizar elecciones transparentes y ponerle un freno a la corrupción.
Este ramillete de promesas se marchitó rápidamente. En muchos países, la pobreza, el trabajo informal y precario, así como el endeudamiento, aumentaron, y el crecimiento fue más bien modesto o inexistente. A cambio, se acumularon las crisis financieras, y fueron particularmente fuertes en México en 1995, en Brasil en 1988-1989 y en Argentina y Uruguay en 2001-2002. La corrupción clientelar muchas veces se mantuvo como parte de las prácticas sistémicas de los gobiernos, incluso en condiciones de democracia formal.