Hagamos las paces. Marie Estripeaut-Bourjac
Читать онлайн книгу.paz y la convivencia entre diversos.
En el horizonte de la comunicación y la narración, la paz significa diversificar los reconocimientos sobre lo que hemos venido siendo y sobre cómo nos hemos venido contando, producir un relato que restituya los sentidos de vida de los “matables” y “los sobrevivientes”, disputar la enunciación pública desde los territorios. Necesitamos muchos relatos de ficción que nos hagan imaginables los futuros del hacer las paces. Y ahí es cuando el arte aparece como lo que siempre ha sido: una acción subversiva de figurarse de otros modos, en otros estilos, en nuevas lógicas, en otros destinos de ser sujeto y colectivo.
Este libro recoge esos diversos modos en que el arte llega, perturba, conmueve y propone ese país que no conocemos, ese donde hacemos las paces entre culturas, familias, regiones, historias y futuros. Este libro es una propuesta para hacer las paces en la Colombia de hoy.
Notas
1 Periodista, académico, ensayista y editor colombiano en temas de periodismo, medios, cultura, entretenimiento y comunicación política. Profesor asociado de la Universidad de los Andes (Colombia). Analista de medios de El Tiempo. Ensayista de la revista digital 070. Consultor en comunicación para la Fundación Friedrich Ebert. [email protected]
LA PAZ: EL COMPROMISO MAGNO DEL ARTE COLOMBIANO ACTUAL
Marie Estripeaut-Bourjac1
Para dos loros del pueblo de Barú (Bolívar) que repetían “Guerra y Pa”, incapaces de completar la palabra ‘paz’2.
Este libro se inscribe en la dinámica de una nueva línea en el campo de los Estudios latinoamericanos interesada en las relaciones entre prácticas estéticas y prácticas sociales, particularmente en casos de conflictos armados3. Por esta razón, la experiencia de violencia política y social de la parte hispanohablante del continente americano se revela valiosísima para la construcción de una memoria común de la inhumanidad. Pensamos, por lo mismo, que, a partir de la experiencia colombiana, se pueden “aportar elementos de reflexión nuevos en vista de una renovación de la temática teórica general de las relaciones entre arte y política” (Gómez, 2010, p. 2). La presente publicación se inscribe, así, en esta nueva dinámica de estudios, contribuyendo a la temática de la relación de las prácticas artísticas con la sociedad y la política.
Debido a la continuidad y persistencia en el tiempo del fenómeno aquí abordado, este libro no pretende, ni mucho menos, agotar el tema. Así, si tomamos el caso de la literatura, es innegable que, en Colombia, dar cuenta de la violencia secular y endémica que la asola forma parte de su tradición literaria. Al respecto, hace ya unos años, Karl Kohut opinaba que, si hubiese que establecer una diferencia entre la literatura colombiana y la de los demás países del continente, muchos dirían que se trata de la presencia de la violencia (1994, p. 11).
No se trata tampoco de establecer una continuidad en la historia de la cultura de la violencia. Esto ya lo hizo el sonado catálogo de la exposición Arte y violencia en Colombia desde 1948, realizada en 1999 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, dando cuenta de cómo el arte colombiano ha retranscrito la violencia desde 1948 hasta 1999: “[…] toda esta exposición es un documento irrefutable de lo sucedido en nuestro país desde 1948” (Medina, 1999, p. 100). Allí se demuestra también cómo toda una generación de artistas y de intelectuales se dedicó a edificar una memoria contra la impunidad y la amnesia.
Es irrefragable el impacto producido por el conjunto de obras de la mencionada exposición, ya que, si una obra constituye un signo, una muestra colectiva tiene la fuerza de la evidencia. Esta sucesión de cuerpos martirizados nos trae a la mente los escritos de Jorge Zalamea (1978), quien le dio al arte un papel de testimonio, pero también nos revela el desconcierto y la sensación de impotencia que debieron de experimentar durante decenios tanto los artistas como la sociedad en su conjunto ante tantas vidas sacrificadas.
Por esta razón y por algunos factores coyunturales que veremos más adelante, la presente publicación propone un acercamiento diferente a la actual producción artística colombiana y, en vez de hablar del arte solo en términos de violencia, lo hará pensando en la paz, es decir, dejando entrever o proponiendo una sociedad cuyas relaciones entre los seres no se basen en el enfrentamiento y el odio. En efecto, los artistas y las iniciativas aquí convocados, si bien se inscriben en la continuidad de la exposición de 1999 y no dejan borrar el camino abierto por el arte en tanto que testimonio, también plantean el arte como espacio de libertad para actuar e imaginar propuestas de otras construcciones simbólicas y modalidades de convivencia, es decir, como una forma particular de hacer las paces. La denuncia que conllevan las prácticas artísticas aquí abordadas se abre así sobre un horizonte esperanzador, indudable signo de los tiempos actuales y de la voluntad de una nación de construir un proyecto de paz que pueda plasmarse en la vida cotidiana y cuestionar la incorporación social e individual de la guerra en el diario vivir de los colombianos.
1. 1985: una fecha decisiva
Si volvemos un poco atrás en el tiempo, una fecha clave se nos impone: 1985, con lo que de inmediato se le asocia el magnicidio del Palacio de Justicia de Bogotá4. Esta fecha representa, para la historiadora María Teresa Uribe, “un corte” y “un parte de aguas” en la historia del país (Estripeaut, 2005). Y bien es cierto que lo ocurrido aquellos 6 y 7 de noviembre queda todavía presente en la mente de los colombianos: “En esos años, Colombia nunca supo realmente qué fue lo que pasó y, por lo tanto, no sepultó ese nefasto capítulo de la historia” (Santos, 2008, p. 26). Lo sucedido en el Palacio de Justicia mostró, en efecto, que la paz era la única vía posible, ya que “el conflicto cambia de tono, se deteriora, se degrada a causa de lo que sucedió allí […]” (González, 2008, p. 67). Así, para la artista plástica Doris Salcedo, este drama quebró la historia de Colombia y marcó profundamente su vida y su obra. Ella se encontraba en la Luis Ángel Arango y fue testigo:
[…] a pocos metros la gente se estaba quemando viva. Su reflexión la llevó a preguntarse: ¿qué significa esto para mí?, ¿cómo afecta mi vida?, ¿cómo sigo comiendo, viendo televisión, caminando en una vida aparentemente normal, cuando sé que esto ocurre? Si pasa esto aquí, a mí también me está sucediendo (Ibid. p. 67).
El año 1985 marca así una nueva aprehensión de la memoria, que se empieza a considerar como terreno de pugna. Se dinamizan las luchas en torno a su reivindicación, merced al papel relevante que cobran paulatinamente las víctimas. Ellas se convierten en sujetos sociales que participan en la búsqueda de verdad y de reparación con unos relatos que le plantean a la sociedad colectivizar el dolor como denominador común de una historia compartida. Estos relatos constituyen elementos que configuran un contexto diferente al que se conoció durante La violencia de los años cuarenta y que replantean la función de su narración mediante prácticas artísticas.
2. Sociedad civil y espacio público
Se puede decir que, a partir de 1985, en condiciones precarias y ante la adversidad, la sociedad civil colombiana se ha ido construyendo y autodescubriendo hasta desarrollarse considerablemente en los últimos años. Del mismo modo, en los debates que se dan en esos años, aparece cada vez más la noción de espacio público, unida a una reflexión sobre el rol de la ciudadanía ante las carencias del Estado e instituciones políticas y su marcado desinterés, por decirlo de manera eufemística, por aportar soluciones al conflicto. Se habla entonces de tejido social y de la urgencia de (re)construirlo sobre otras bases, lo que significa que esta no es solo temática de los actores armados y de la clase política, sino de la ciudadanía en su conjunto, la cual asume tomar cartas en el asunto. De esta forma, nace, más allá de los diálogos de paz, un espacio público de debate.
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