Dublineses. Джеймс Джойс

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Dublineses - Джеймс Джойс


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hacia nosotros y luego continuó su camino. Le seguimos con la vista y cuando se había alejado unos cincuenta pasos vimos que se daba la vuelta y volvía sobre sus pasos. Siempre golpeando levemente el suelo con el bastón, caminó hacia nosotros muy lentamente, con una lentitud tal que pensé que estaba buscando algo entre la hierba.

      —Ah, veo que eres un ratón de biblioteca, como yo. Pero –añadió señalando a Mahony, que nos observaba con los ojos muy abiertos– él es diferente; a él lo que le van son los juegos.

      —Díganos –le dijo Mahony con descaro– cuántas tiene usted.

      El hombre sonrió como antes y dijo que cuando él tenía nuestra edad tenía montones de novias.

      —Todo muchacho –dijo– tiene una novieta.

      Tras un buen rato su monólogo se cesó. Se levantó lentamente y dijo que tenía que dejarnos un minuto más o menos, unos minutos, y sin cambiar mi vista de dirección le vi alejarse andando despacio hacia el extremo más cercano del descampado. Cuando se marchó nos quedamos callados. Tras un silencio de unos minutos escuché a Mahony exclamar:

      —¡Vaya! ¡Mira lo que está haciendo!

      Como yo ni contestaba ni alzaba los ojos, Mahony volvió a exclamar:

      —En caso de que nos pregunte los nombres –dije yo–, tú eres Murphy y yo Smith.

      No nos dijimos nada más. Todavía estaba sopesando si irme o quedarme cuando el tipo volvió y se sentó de nuevo entre nosotros. Apenas se había sentado cuando Mahony, al ver el gato que se le había escapado, se levantó y le persiguió campo a través. El hombre y yo observamos la persecución. El gato volvió a escaparse y Mahony empezó a tirar piedras a la pared a la que el gato había trepado. Dejando aquello, empezó a ir de un lado a otro sin rumbo fijo en la parte más alejada del descampado.

      Tras una pausa el tipo me habló. Dijo que mi amigo era un chaval muy rudo y preguntó si le azotaban a menudo en el colegio. Yo iba a contestar indignado que nosotros no éramos chicos de colegio público a los que azotaban, como él decía; pero me quedé callado. Empezó a hablar sobre el tema del castigo a los niños. Su mente, como hipnotizada otra vez por su discurso, parecía moverse en círculos lentamente una y otra vez alrededor de su nuevo centro. Dijo que cuando los chicos eran de esa clase debían ser azotados y bien azotados. Cuando un muchacho era rudo y rebelde nada le venía bien salvo unos buenos y sanos azotes. Un golpe en la mano o un cachete no servían de nada: lo que necesitaba era unos buenos azotes en caliente. Esta opinión me sorprendió e involuntariamente alcé la vista hacia su rostro. Al hacerlo me topé con la mirada de un par de ojos color verde botella que me observaban por debajo de una frente fruncida. Volví a apartar los ojos.

      El tipo continuó su monólogo. Parecía haber olvidado su reciente liberalismo. Dijo que si alguna vez encontraba a un chaval que hablara con chicas o que tuviera novia le azotaría y le azotaría; y que eso le enseñaría a no ir hablando con chicas. Y si un chaval tenía novia y mentía al respecto, entonces le daría una azotaina como la que ningún chaval jamás hubiera recibido en este mundo. Dijo que en este mundo nada le gustaría tanto como hacer eso. Me describió la forma en la que azotaría a ese chaval como si me estuviera descubriendo un complicado misterio. Aquello le encantaría, dijo, más que nada en este mundo; y su voz, mientras me guiaba monótonamente a través del misterio, se hizo casi afectiva y pareció rogarme que le entendiera.

      Esperé a que el monólogo cesara otra vez. Entonces me levanté bruscamente. Para evitar que se me notara mi agitación me demoré unos instantes haciendo como que me ajustaba el zapato y entonces, diciendo que tenía que marcharme, le deseé buenos días. Subí por la pendiente con calma, pero el corazón me latía con rapidez del temor a que me cogiera por los tobillos. Cuando llegué arriba de la pendiente me di la vuelta y, sin mirarle, llamé con fuerza campo a través:

      —¡Murphy!

      Mi voz tenía un acento de forzada valentía y me avergoncé de mi mezquina estratagema. Tuve que gritar el nombre de nuevo antes de que Mahony me viera y respondiera mi grito. ¡Cómo me latía el corazón cuando vino hacía mí por el descampado! Corría como si viniera a socorrerme. Y yo estaba arrepentido; pues en el fondo siempre le había menospreciado un poco.


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