Cazadores de nubes. Javier Enrique Gámez Rodríguez

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Cazadores de nubes - Javier Enrique Gámez Rodríguez


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demostraba y ustedes lo saben; nosotros nos los íbamos a equipar antes de dar la señal, pero todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. No sé si se lo colocó antes de saltar o el viento se lo llevó junto con la pistola. Seguiremos discutiendo esto cuando toquemos tierra firme. —Dijo David y se dirigió a la cabina.

      El mando del equipo lo tomó David, que era el que tenía el rango más alto dentro de los cazadores, después de Milena. No hubo funeral debido a que el cuerpo de ella no fue encontrado. Buscaron, en vano, veinte kilómetros a la redonda. Le hicieron un pequeño homenaje con una estatua de porcelanicrón y la rodearon de los objetos más preciados de cada cazador.

      Esperaron un tiempo prudente para volver al trabajo y de cada cinco pedidos que el equipo hacía, tres eran con fines delictivos, bajo la máscara de los de tipo romántico o productivo. Los cazadores de nubes, al ver lo grave que se estaba poniendo la situación, decidieron disminuir los niveles de pedidos con el propósito de que no hubiera más muertos a causa de nubes. A los pocos días figuraba dentro de la clasificación de “armas letales” cualquier tipo de nube, niebla y neblina. Si el portador de esta era encontrado sin el Nube-Porte, se enviaba a juicio y se le decomisaba el arma. Además, se prohibió la caza ilegal de nubes, pues un par de aficionados murieron al intentar atrapar una en medio de una tormenta eléctrica.

      El equipo comenzaba a dividirse entre los que querían seguir cazando nubes y los que querían desmantelar el proyecto a causa de tanto alboroto. Sin embargo, no se dieron del todo por vencidos, pues a sus oídos llego la noticia de que había alguien que también estaba trabajando en el cielo, pero estaba haciendo algo particular: estaba creando vías.

      Los cazadores de nubes se dieron a la tarea de no dejar rastro de su forma de operar. Decidieron guardar sus archivos más importantes y botar a la basura el resto de equipo atrapa–nubes, a excepción de la primera red hecha por Milena.

      —Hasta un par de nubes bajadas del mismo cielo, en manos del ser humano son tan letales como un arma. —Dijo Milena entrando por la puerta con una malla repleta de nubes negras.

      Indígenas surrealistas

      A quince minutos de comenzar lo esperaba ya un público de treinta personas. Entre ellas estaba Carlos Lipuayo dispuesto a llevarse sus primeras obras. Alejandro entró por la parte trasera del bar. De ahí lo recibieron y le dieron su introducción. Él miraba al público imaginando que Gabriela estuviese entre los espectadores. «Un par de estos cuadros representan las antiguas civilizaciones […]», decía una voz gruesa que salía por los parlantes y que retumbaba en las sienes del artista y no lograba entender, «el mejor surrealista de la ciudad».

      Gabriela elevaba unas plegarias a Dios, deseando que todo estuviera marchando sobre ruedas. «Te pido que nos des fortaleza para poder afrontar estos tiempos duros que vienen, que no se convierta en otro artista sin alma y no se deje influenciar por su fama». Se persignó y apagó la luz del cuarto. Se dirigió a la ventana y se entretuvo con una mariposa que saltaba de una flor a otra con una ligera gracia que le coloreó una afable sonrisa de gato. Las sombras de las ramas del árbol dibujaban unas manos que se paseaban lujuriosas por el esbelto cuerpo de Gabriela. Ella misma se sorprendió cuando, mirando hacia abajo, vió un par de manos en la sombra. Recordó aquella noche que prometió olvidar y por esa razón rezaba antes de dormir. Inquieta, corrió las cortinas y fue a descansar.

      Alejandro veía hipnotizado la nube de humo azul que estaba formada delante de él. Las risas, las miradas de asombro, los aplausos, el vino. Todo se mezclaba, se hacía lento, rápido. «Con ustedes, Alejandro». Los aplausos aumentaron. Había ya más personas y había perdido la cuenta que llevaba. Una chica de cabello corto se encontraba en medio de a donde se dirigía su mirada. Una sonrisa, se la devolvió, los aplausos. «Alejandro, toma el micrófono», dijo la gruesa voz al otro lado. Tomó el aparato. «Gracias por asistir a mi segunda exposición; gracias a Carlos Lipuayo por estar acá». Todos dirigieron su mirada al gordo marrón que iba vestido de ropajes coloridos. Lo saludaron. «Disfruten y ojalá puedan llevar un cuadro», dijo Alejandro. Se sentó en una mesa a tomarse un whisky con agua. El abundante cabello negro le daba más calor. Se lo recogió en una cola de caballo que inevitablemente se deshizo en par de minutos. Comenzaba a reírse, a ver los colores de la música. Los que pasaban a su lado lo felicitaban, le daban la mano, una palmada en el hombro, un «usted va a ser famoso».

      Cuando Gabriela se levantó, recordó lo sucedido la noche anterior. Se sintió mal de nuevo. Eran las cinco de la mañana y quería que la casa estuviese impecable para la visita de su novio y futuro esposo si las cosas seguían su camino. Su madre preparaba el desayuno. Barriendo la sala de estar, se quedó viendo la foto que se había tomado en su aniversario con Alejandro. Se veían tan felices y esperaba con ansias verlo en unas cuantas horas.

      La camisa que él se colocó tenía manchas de pintura en la parte baja. Empacó lo que pudo. Se encontraba en el bus, remembrando aquella vez que encontró a Gabriela en la cama con Pedro. Eligió el penúltimo lugar cerca de la ventana, por donde no daba el sol. Después de lo sucedido, Alejandro se acostaba con las chicas más hermosas que iban a sus exposiciones. Mientras diversas imágenes llegaban a su mente, iban abordando el bus las gentes, los bebés llorando, las ancianas con sus bastones. En una de las paradas se subieron tres indígenas. Ellos lo miraban mientras se acomodaban en los últimos puestos cerca de él. Alejandro no se percató porque estaba sumido en un libro de Proust. Las letras se movían acordes a los saltos que hacía el bus al pasar por caminos irregulares.

      Acomodó la foto en la pared, donde pudiera verla su novio al entrar. La madre le dio unas empanadas de carne que tanto le gustaban a Alejandro y un jugo de zapote. Ella sabía la hora de su llegada. Faltaba una hora y el camino de su casa al terminal lo podía hacer a pie. Lo que le daba solo media hora de espera. Se despidió de la madre y emprendió camino.

      Sentía a los personajes salir en forma de letras. Uno de ellos le pellizcó el dedo índice. Alejandro abrió la ventana y arrojó el libro. La cerró de nuevo y viró la cabeza al lado izquierdo para ver si alguien se había dado cuenta del hombrecillo que cobró vida. Se secó el sudor de la frente. Una niña lo miraba sonriendo. «Mamá, ese señor está loco». La señora le dio un par de palmadas y comenzó el llanto. Un llanto sempiterno. Veía los cuadros de su camisa derretirse como el esperma de una vela encendida y mezclarse con las manchas de pintura. Atrás escuchaba a los aborígenes hablar en su lengua. Vociferaban entre ellos y él los entendía, o eso creía. Lo miraban, proferían gritos hacia él. Sentía el cuello de la camisa apretarse como una boa a su presa. Vio al nativo más viejo llenando una totuma con los cuadros de la camisa y se los llevó de regreso.

      Gabriela estaba sentada en la estación. Las empanadas y el jugo reposaban en la mesa que tenía al frente. Todos los hombres a su paso la saludaban. El bus ya no tardaba en llegar.

      Se sentía libre con el torso desnudo. Ahora los indígenas tenían el menjurje en una tapara, hecho con los cuadros de su camisa. Seguían hablando en su lengua. El hombre en forma de letras le preguntó si todo estaba bien. Él dijo que sí, que se fuera. El mismo de la totuma tocó la cabeza de Alejandro y pronunció su nombre.

      Seguía esperando alrededor de tres cuartos de hora. Se acabó el jugo y las empanadas. Sabía que tenía que esperar a alguien, pero no lograba recordar a quién. Tomó un taxi de regreso a casa. Entró y se quedó inmóvil mirando el espacio en la pared de la sala. A los pocos minutos llamaron a la puerta. Abrió. «Te extrañaba mucho mi amor», dijo Gabriela. El indígena le dio un beso y le entregó un cuadro que traía entre manos. Lo abrió con unas ansias milenarias. La pintura mostraba a unos aborígenes que sacaban a fuerzas de un bus a un muchacho de abundante cabello negro, sin camisa. Su cara demostraba horror y extrañeza. Se dirigían al corazón de la montaña, donde, si se acercaba lo suficiente al cuadro, se podía apreciar que lo esperaban para un sacrificio. Gabriela colgó el nuevo cuadro en la pared de la sala.

      El mejor escritor de Norteamérica

      Estaba terminando el duodécimo capítulo de su novela, cuando Federico le dijo: Deja esa libreta de una buena vez porque la voy a tirar al fogón. Orlando titubeó al guardar la agenda en el bolsillo interior de su chaleco, tropezó


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