Trece sermones. Fray Luis De Granada
Читать онлайн книгу.[la Iglesia] nos pone ante los ojos la multitud de beneficios que nos hizo, lo mucho que nos amó, los pasos que dio por nosotros, todo lo que padeció; y así, considerando bien estas cosas, se enciendan nuestros corazones en su amor».
De modo que la tarea del predicador es ayudar a los fieles a contemplar el misterio de Dios manifestado en Cristo con los ojos del corazón, pues en eso consiste exactamente la oración. «Cuando oigáis que se habla de oración no debéis entenderlo como lo hace la mayor parte de la gente, que es decir mil avemarías y salmos sin espíritu, sin atención, sin reverencia y sin mirar con quién se habla, que es con el mismo Dios. Hacerlo así es más distracción que oración». La verdadera oración, escribe en el Libro de la oración y la meditación, «desencierra lo encerrado, despliega lo recogido y aclara lo oscuro; y así, esclareciendo nuestro entendimiento con la grandeza de los misterios, le da virtud y eficacia para mover nuestras voluntades e inclinarlas a todo bien».
Fray Luis volcó en los sermones su saber teológico, su conocimiento del alma humana y sus extraordinarias cualidades retóricas como predicador. Pero la categoría formal y la profundidad doctrinal de estos sermones no se pueden en modo alguno desvincular de su fuente, del alma apasionada de su autor. Fray Luis se asombra ante la grandeza de Dios, y esta actitud es la que transmite a sus oyentes o lectores. Dios es admirable en su manifestarse al hombre, en su creación, en sus acciones; y no hace falta mucho para percibir tales maravillas: basta la sencillez y la humildad de corazón, el deseo de purificar la mirada para que sea capaz de ver a la luz de la fe y el amor.
Fray Luis va repasando los episodios de la vida del Señor y de la Virgen que relatan los evangelios, y desde ellos también contempla el misterio de la Eucaristía y la vida eterna en Dios. Con frecuencia se apoya en textos del Antiguo Testamento, cita a Padres de la Iglesia —sobre todo san Agustín y san Cipriano— y a san Bernardo, pero en ningún momento imposta la voz, nunca se pierde la frescura y la cercanía. Los sermones de Fray Luis de Granada, a quien el mismo Azorín describió como hombre sencillo, afable y digno, brotan de lo profundo de su alma, alegre y delicada, capaz de volcarse en una ternura casi infantil a la vez que exige reciamente el abandono de lo que no es compatible con el amor de Dios.
Fray Luis habla de lo que sabe, de lo que ha experimentado, y de ahí su autenticidad. Después de casi cuatrocientos cincuenta años sus palabras nos siguen conmoviendo. Él es un verdadero espiritual, un hombre de Dios que ha frecuentado la escuela del Espíritu Santo. Como explica en el sermón que dedica a Pentecostés, esta es «la escuela donde han de aprender los predicadores a predicar; estas son las palabras vivas que han de dar vida: porque ni las palabras muertas pueden dar la vida a nadie, ni las que salen de un corazón frío pueden calentar ningún otro corazón».
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En 1595 aparecieron simultáneamente las dos primeras traducciones al castellano del Compendio de doctrina cristiana con los trece sermones, una en Madrid, realizada por Enrique de Almeida, y otra en Granada, de mano de Juan de Montoya, que es la que hemos tenido a la vista para esta edición. No es este el lugar para referirnos a la suerte de estas traducciones hasta nuestros días. El dominico Justo Cuervo presentó su propia traducción, que en realidad no se aparta gran cosa de las primeras, en la edición crítica de la obra completa de Fray Luis, que publicó en 1906. Esta traducción es la que se reproduce, junto al texto portugués, en el volumen XXI (1998) de la relativamente reciente edición de obras completas llevada a cabo por Álvaro Huerga.
La versión que ahora presentamos de los Trece sermones no se ajusta a las habituales normas de edición de textos del Siglo de Oro. Se ha pretendido sencillamente ofrecer al lector no familiarizado con la prosa del siglo XVI una versión modernizada a la vez que fiel al particular estilo de Fray Luis.
El autor distribuyó los sermones de modo que sus temas fueran siguiendo el curso de los meses del año: desde la circuncisión de Jesús en enero hasta su nacimiento en diciembre. En esta edición se ha preferido ordenarlos de acuerdo con la cronología de los acontecimientos y misterios que se consideran en cada sermón: desde la Concepción de la Virgen hasta la festividad de Todos los Santos.
Fidel Villegas
Diciembre de 2019
AL CRISTIANO LECTOR
ESTE LIBRO DE DOCTRINA CRISTIANA está destinado a leerse los domingos y fiestas en las iglesias donde comúnmente en todo el año no hay sermón, para que a la falta de la voz viva sirviese la letra muerta, que puede obrar alguna cosa en los corazones de los piadosos oyentes.
Y como parecería impropio que en algunas fiestas principales del año se leyera algo que no tenga nada que ver con el misterio de la fiesta, pareció conveniente entremeter aquí algunos sermones de estas principales fiestas, como son las tres pascuas del año y las principales fiestas de Cristo y de Nuestra Señora, para que se pudiesen leer en estos días.
Y como estos escritos principalmente se ordenan a la edificación y provecho de la gente sin letras, no se pretendió hacer sermones fundamentados, sino piadosos y llenos de buena doctrina, como convenía que fuesen para este propósito. Y así no siempre llevan un tema ni prosiguen una misma materia, sino que van apuntadas algunas cosas espirituales y piadosas en las que puedan ocupar su pensamiento aquel día los fieles cristianos [...].
1.
SERMÓN EN LA FIESTA DE LA CONCEPCIÓN DE NUESTRA SEÑORA
POR MUCHOS MOTIVOS CELEBRAMOS el día en que fue concebida la que fue principio de nuestra vida, puerta y llave de nuestro remedio, medianera de nuestra salvación. Y mucha razón tenemos para decir: Bendito sea el año, el mes, la semana, el día, la hora y el instante en que amaneció esta luz al mundo y fue concebida la que concebiría al Redentor, la que sería templo y morada de Dios. Dice el profeta que en este templo «vive la santidad por días sin término»[1].
Dos casas principales tuvo Dios en este mundo: la humanidad de Jesucristo —en la que «habita la divinidad de Dios corporalmente»[2]— y las entrañas virginales de nuestra Señora —donde moró por espacio de nueve meses—. Estas dos casas ya estaban prefiguradas en los dos templos que hubo en el viejo Testamento: el que edificó Salomón y el que edificó Zorobabel después del cautiverio de Babilonia. Entre ellos hay semejanzas y diferencias. Se parecen en que han pertenecido a un mismo Dios; se diferencian en la riqueza y calidad de la construcción —pues fue mucho más rico el primero— y también en la fiesta de su dedicación. En la dedicación del templo de Salomón todos cantaban y alababan a Dios[3], y en la de Zorobabel unos cantaban pero otros lloraban[4]: cantaban los que veían ya acabada aquella obra que tanto habían deseado, y lloraban los que se acordaban de la riqueza y hermosura del templo antiguo, viendo qué poca cosa era el suyo en comparación con aquel.
Pues esto mismo sucede hoy, en el día de la dedicación de estos dos templos místicos de los que hablamos. El día de la dedicación es el de la concepción, porque desde ese momento fueron dedicados y consagrados a un mismo Dios. En el día de la concepción del hijo todos cantan y alaban a Dios: todos dicen que fue concebido por el Espíritu Santo y que por eso su concepción fue santa y limpia de todo pecado, y donde no hay pecado no hay motivo para lágrimas que no sean de alegría y alabanza. Pero en la concepción de la madre, unos cantan y otros lloran. Los que cantan, dicen: «Toda eres hermosa, amiga mía, y no hay en ti mancha»[5]. Otros, lloran y dicen: «Todos pecaron en Adán»[6] y tienen necesidad de la gracia de Dios. Pero unos y otros están de acuerdo en que la santísima Virgen había estado desde antes de nacer llena de las gracias y dones del Espíritu Santo, porque así convenía que fuese la escogida desde la eternidad para ser la madre del Salvador del mundo.
Para entender esto debemos saber que antes de crear Dios al hombre edificó una casa para él y le preparó el lugar donde lo iba a colocar. Y como el lugar ha de ser conveniente a la condición y dignidad de quien ha de habitar en él —y Dios iba a crear al hombre en una altísima dignidad—, le preparó el hermoso lugar que la Escritura llama paraíso de deleites. Era un lugar de grandes arboledas y frescos aires,