Nuestro grupo podría ser tu vida. Michael Azerrad
Читать онлайн книгу.DE FLIPSIDE: ¿TENÉIS BENEFICIOS?
GREG GINN: INTENTAMOS NO MORIRNOS DE HAMBRE.
No debe sorprender a nadie que el movimiento indie empezara, en gran parte, en el sur de California; al fin y al cabo, esa zona contaba con la infraestructura necesaria: los fanzines Slash y Flipside se fundaron en 1977, y sellos indie como Frontier, Posh Boy y Dangerhouse se crearon poco después. Rodney Bingenheimer, un disc jockey de la emisora de radio KROQ, pinchaba la música punk local en su programa; los oyentes podían comprar lo que oían gracias a varios distribuidores y tiendas de discos de la zona y podían ver a los grupos en sitios como el Masque, el Starwood, el Whisky, el Fleetwood y varios locales improvisados. Y allí tocaban grandes grupos como The Germs, Fear, The Dickies, The Dils, X y muchísimos más. Ninguna otra región del país contaba con tan buenos cimientos.
Pero en 1979 la escena punk original prácticamente había desaparecido. Los hipsters habían pasado a seguir a grupos post-punk arty como The Fall, Gang of Four y Joy Division. Les sustituyeron un puñado de tipos duros procedentes de los barrios periféricos que estaban empezando a descubrir la velocidad, el poder y la agresividad del punk. No les importaba que el punk rock ya se considerara un estilo agotado, con grupos infantiles jugando a ser los Ramones unos cuantos años demasiado tarde. Carentes de cualquier pretensión artística, esos chicos redujeron la música a su esencia, luego aceleraron los tempos hasta la velocidad de un lápiz tamborileando impacientemente sobre un pupitre de escuela y llamaron «hardcore» al resultado. Tal y como dijo el escritor Barney Hoskyns, esa nueva música era «más joven, más rápida y más colérica, llena de la rabia contenida de adolescentes disfuncionales del condado de Orange que estaban hartos de vivir en un insípido paraíso republicano».
El hardcore se extendió por todo el país con bastante rapidez y consolidó una comunidad pequeña aunque robusta. Del mismo modo que «hip hop» era un término genérico para la música, el arte, la moda y el baile de una incipiente subcultura urbana, también lo era «hardcore». El artwork hardcore lo componían imágenes muy crudas y caricaturescas, un collage de toscas fotocopias y caligrafías violentamente garabateadas; la moda era, básicamente, la vestimenta típica de extrarradio aunque rasgada y desaliñada, coronada con peinados cortos de estilo militar; la forma preferida de expresión terpsicorea era algo nuevo llamado slam dancing, en la cual los participantes se empujaban y golpeaban como autos de choque humanos.
El hardcore punk creó una división entre los fans del rock experimental —más viejos— y una nueva generación de chavales. En un bando estaban aquellos que pensaban que la música era desagradable, ruidosa e incoherente (también pensaban eso de sus seguidores); para los del otro bando, el hardcore era la única música que importaba. Había surgido una extraña brecha generacional en la música rock. Y es en esos momentos cuando suceden cosas emocionantes.
Black Flag era algo más que el grupo insignia de la escena hardcore del sur de California. Era incluso algo más que el grupo insignia del propio hardcore norteamericano. Era de escucha obligatoria para cualquiera que se interesara por la música underground. Y gracias a sus incansables giras, el grupo hizo más que cualquier otro para abrir la senda a través de América que otros grupos pudieran seguir. No solo establecieron núcleos de punk rock en todos los rincones del país, sino que además motivaron a muchísimos otros grupos a formarse y a empezar a hacer lo mismo. La abnegada ética de trabajo del grupo fue un modelo para la década siguiente, superando la indiferencia, la falta de locales, la pobreza e incluso el acoso de la policía.
Black Flag fue uno de los primeros grupos en sugerir que si no te gustaba «el sistema», debías sencillamente crearte uno propio. Y así lo hizo Greg Ginn, el guitarrista del grupo, quien también fundó y dirigió el sello de Black Flag, SST Records. Ginn consiguió que su sello, un pequeño negocio sin apenas recursos y acosado por la policía, se convirtiera, de largo, en el sello indie underground más influyente y popular de los 80, donde publicaron clásicos del calado de Bad Brains, The Minutemen, Meat Puppets, Hüsker Dü, Sonic Youth, Dinosaur Jr y muchos más.
SST y Black Flag en concreto hurgaron en una herida profunda de la cultura norteamericana. Sus seguidores estaban tan descontentos con el main-stream como los grupos.
—Black Flag, como muchos de esos grupos, tocaban para la gente que quizá se sentía desplazada, marginada —cuenta el cuarto cantante del grupo, Henry Rollins—. Cuando dices «Sé todo lo que puedas ser», sé que no hablas conmigo, hijo de puta. Sé que no me voy a enrolar en la marina y sé que las leyes no significan una mierda para mí porque no puedo soportar la hipocresía que las sustenta. Hay mucha gente con mucha rabia acumulada en este país: América siempre está furiosa. Es como una franja de Gaza de más de cuatro mil kilómetros de extensión.
Cuando era un chaval, a Greg Ginn jamás le gustó la música rock.
—Pensaba que era un poco tonta —explica—. Creía que intentaba dotar de algún tipo de legitimidad al simple hecho de hacer anuncios pop de tres minutos.
Ginn no tuvo ningún disco hasta que cumplió dieciocho años, cuando recibió el American Gothic, una obra maestra del art-folk de 1972 de David Ackles, como regalo por suscribirse a una emisora de radio pública local. Ese disco abrió un nuevo mundo para Ginn; al cabo de un año, empezó a tocar la guitarra acústica para «liberar tensiones» tras pasarse todo el día estudiando Económicas en UCLA.
Ginn había vivido los primeros años de infancia con sus padres y cuatro hermanos en una pequeña comunidad granjera en las afueras de Bakersfield, California. Su padre tenía el mísero sueldo de un profesor de escuela, de modo que Ginn se acostumbró a vivir con estrecheces y medios limitados.
—Nunca tenía ropa nueva —explica Ginn—. Mi padre iba al Ejército de Salvación, a Goodwill, y siempre pensaba que esas tiendas de segunda mano eran caras: «¡Qué caro es el Ejército de Salvación!». Siempre encontraba los sitios más baratos.
En 1962, cuando Ginn tenía ocho años, su familia se trasladó a Hermosa Beach, California, en la zona de South Bay, una comunidad eminentemente blanca y de clase media a unos treinta kilómetros al sur de Los Ángeles. Hermosa Beach había sido una meca beatnik en los 50, pero para cuando Ginn llegó allí era un paraíso para surfistas (de hecho inspiró el clásico de 1963 «Surf City» de Jan & Dean).
Pero aunque a los chicos de su edad les gustaba montar las olas, Ginn menospreciaba la conformidad y el materialismo del surf; era un chico muy alto y callado que prefería escribir poesía y hacer de radioaficionado. Si hubiera nacido una generación después, habría sido un loco de los ordenadores. Cuando tenía doce años, publicó un fanzine para radioaficionados llamado The Novice y fundó Solid State Turners (SST), un negocio de venta por correo de equipos de radio modificados de tiempos de la Segunda Guerra Mundial; se convirtió en un negocio pequeño pero floreciente que Ginn dirigió hasta los veintitantos años.
Tras aprender a tocar la guitarra acústica, Ginn cogió una guitarra eléctrica y empezó a componer canciones agresivas, vagamente inspiradas en el blues.
—Jamás fui el típico adolescente que se sienta en su habitación y sueña en convertirse en una estrella del rock —cuenta Ginn—, de modo que solo tocaba lo que me gustaba y pensaba que estaba bien.
La música de Ginn no tenía nada que ver con el clima musical de mediados de los 70, sobre todo en Hermosa Beach, donde a todo el mundo parecía gustarle un grupo británico de rock de masas llamado Genesis.
—La percepción general era que el rock era técnico y limpio y que no se podía tocar como se tocaba en los 60 —explica—. ¡Ojalá hubiera sido todo como en los 60!
No es extraño que Ginn se emocionara cuando empezó a leer en Village Voice sobre una nueva música llamada «punk rock» que se tocaba en clubs de Nueva York como el Max’s Kansas City y el CBGB. Incluso antes de oír siquiera una nota, estaba seguro de que el punk era lo que estaba buscando.
—Veía el punk rock como una forma de romper con el conformismo imperante —afirma Ginn—. Al principio del punk rock no existía un sonido específico ni un look específico ni nada por el