Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós
Читать онлайн книгу.digestión.
—¿El ácido qué...?
—Las hormigas, chica. No repares, y adentro. Mételes el diente. Están riquísimos.
Restauradas las fuerzas, la alegría se desbordaba de aquellas almas. «Ya no me marean los algarrobos—decía Jacinta—; bailad, bailad. ¡Mira qué casas, qué emparrados! Y aquello, ¿qué es?, naranjos. ¡Cómo huelen!».
Iban solos. ¡Qué dicha, siempre solitos! Juan se sentó junto a la ventana y Jacinta sobre sus rodillas. Él le rodeaba la cintura con el brazo. A ratos charlaban, haciendo ella observaciones cándidas sobre todo lo que veía. Pero después transcurrían algunos ratos sin que ninguno dijera una palabra. De repente volviose Jacinta hacia su marido, y echándole un brazo alrededor del cuello, le soltó esta:
«No me has dicho cómo se llamaba».
—¿Quién? —preguntó Santa Cruz algo atontado.
—Tu adorado tormento, tu... Cómo se llamaba o cómo se llama... porque supongo que vivirá.
—No lo sé... ni me importa. Vaya con lo que sales ahora.
—Es que hace un rato me dio por pensar en ella. Se me ocurrió de repente. ¿Sabes cómo? Vi unos refajos encarnados puestos a secar en un arbusto. Tú dirás que qué tiene que ver... Es claro, nada; pero vete a saber cómo se enlazan en el pensamiento las ideas. Esta mañana me acordé de lo mismo cuando pasaban rechinando las carretillas cargadas de equipajes. Anoche me acordé, ¿cuándo creerás? Cuando apagaste la luz. Me pareció que la llama era una mujer que decía ¡ay!, y se caía muerta. Ya sé que son tonterías, pero en el cerebro pasan cosas muy particulares. ¿Con que, nenito, desembuchas eso, sí o no?
—¿Qué? —El nombre. —Déjame a mí de nombres.
—¡Qué poco amable es este señor!—dijo abrazándole—. Bueno, guarda el secretito, hombre, y dispensa. Ten cuidado no te roben esa preciosidad. Eso, eso es, o somos reservados o no. Yo me quedo lo mismo que estaba. No creas que tengo gran interés en saberlo. ¿Qué me meto yo en el bolsillo con saber un nombre más?
—Es un nombre muy feo... No me hagas pensar en lo que quiero olvidar—replicó Santa Cruz con hastío—No te digo una palabra, ¿sabes?
—Gracias, amado pueblo... Pues mira, si te figuras que voy a tener celos, te llevas chasco. Eso quisieras tú para darte tono. No los tengo ni hay para qué.
No sé qué vieron que les distrajo de aquella conversación. El paisaje era cada vez más bonito, y el campo, convirtiéndose en jardín, revelaba los refinamientos de la civilización agrícola. Todo era allí nobleza, o sea naranjos, los árboles de hoja perenne y brillante, de flores olorosísimas y de frutas de oro, árbol ilustre que ha sido una de las más socorridas muletillas de los poetas, y que en la región valenciana está por los suelos, quiero decir, que hay tantos, que hasta los poetas los miran ya como si fueran cardos borriqueros. Las tierras labradas encantan la vista con la corrección atildada de sus líneas. Las hortalizas bordan los surcos y dibujan el suelo, que en algunas partes semeja un cañamazo. Los variados verdes, más parece que los ha hecho el arte con una brocha, que no la Naturaleza con su labor invisible. Y por todas partes flores, arbustos tiernos; en las estaciones acacias gigantescas que extienden sus ramas sobre la vía; los hombres con zaragüelles y pañuelo liado a la cabeza, resabio morisco; las mujeres frescas y graciosas, vestidas de indiana y peinadas con rosquillas de pelo sobre las sienes.
«¿Y cuál es —preguntó Jacinta deseosa de instruirse—el árbol de las chufas?».
Juan no supo contestar, porque tampoco él sabía de dónde diablos salían las chufas. Valencia se aproximaba ya. En el vagón entraron algunas personas; pero los esposos no dejaron la ventanilla. A ratos se veía el mar, tan azul, tan azul, que la retina padecía el engaño de ver verde el cielo.
¡Sagunto! ¡Ay, qué nombre!, cuando se le ve escrito con las letras nuevas y acaso torcidas de una estación, parece broma. No es de todos los días ver envueltas en el humo de las locomotoras las inscripciones más retumbantes de la historia humana. Juanito, que aprovechaba las ocasiones de ser sabio sentimental, se pasmó más de lo conveniente de la aparición de aquel letrero.
«Y qué, ¿qué es?—preguntó Jacinta picada de la novelería—. ¡Ah! Sagunto, ya... un nombre. De fijo que hubo aquí alguna marimorena. Pero habrá llovido mucho desde entonces. No te entusiasmes, hijo, y tómalo con calma. ¿A qué viene tanto ¡ah!, ¡oh!...? Todo porque aquellos brutos...».
—¿Chica, qué estás ahí diciendo?
—Sí, hijo de mi alma, porque aquellos brutos... no me vuelvo atrás... hicieron una barbaridad. Bueno, llámalos héroes si quieres, y cierra esa boca que te me estás pareciendo al Papamoscas de Burgos.
Vuelta a contemplar el jardín agrícola en cuyo verdor se destacaban las cabañas de paja con una cruz en el pico del techo. En los bardales vio Jacinta unas plantas muy raras, de vástagos escuetos y pencas enormes, que llamaron su atención. «Mira, mira, qué esperpento de árbol. ¿Será el de los higos chumbos?».
—No, hija mía, los higos chumbos los da esa otra planta baja, compuesta de unas palas erizadas de púas. Aquello otro es la pita, que da por fruto las sogas.
—Y el esparto, ¿dónde está?
—Hasta eso no llega mi sabiduría. Por ahí debe de andar.
El tren describía amplísima curva. Los viajeros distinguieron una gran masa de edificios cuya blancura descollaba entre el verde. Los grupos de árboles la tapaban a trechos; después la descubrían. «Ya estamos en Valencia, chiquilla; mírala allí».
Valencia era la ciudad mejor situada del mundo, según dijo un agudo observador, por estar construida en medio del campo. Poco después, los esposos, empaquetados dentro de una tartana, penetraban por las calles angostas y torcidas de la ciudad campestre. «¡Pero qué país, hijo!... Si esto parece un biombo... ¿A dónde nos lleva este hombre?».—«A la fonda sin duda».
A media noche, cuando se retiraron fatigados a su domicilio después de haber paseado por las calles y oído media Africana en el teatro de la Princesa, Jacinta sintió que de repente, sin saber cómo ni por qué, la picaba en el cerebro el gusanillo aquel, la idea perseguidora, la penita disfrazada de curiosidad. Juan se resistió a satisfacerla, alegando razones diversas. «No me marees, hija... Ya te he dicho que quiero olvidar eso...».
—Pero el nombre, nene, el nombre nada más. ¿Qué te cuesta abrir la boca un segundo?... No creas que te voy a reñir, tontín.
Hablando así se quitaba el sombrero, luego el abrigo, después el cuerpo, la falda, el polisón, y lo iba poniendo todo con orden en las butacas y sillas del aposento. Estaba rendida y no veía las santas horas de dar con sus fatigadas carnes en la cama. El esposo también iba soltando ropa. Aparentaba buen humor; pero la curiosidad de Jacinta le desagradaba ya. Por fin, no pudiendo resistir a las monerías de su mujer, no tuvo más remedio que decidirse. Ya estaban las cabezas sobre las almohadas, cuando Santa Cruz echó perezoso de su boca estas palabras:
«Pues te lo voy a decir; pero con la condición de que en tu vida más... en tu vida más me has de mentar ese nombre, ni has de hacer la menor alusión... ¿entiendes? Pues se llama...».
—Gracias a Dios, hombre. Le costaba mucho trabajo decirlo. La otra le ayudaba.
—Se llama For...
—For... narina.
—No. For... tuna...
—Fortunata.
—Eso... Vamos, ya estás satisfecha.
—Nada más. Te has portado, has sido amable. Así es como te quiero yo.
Pasado un ratito, dormía como un ángel... dormían los dos.
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