Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós


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tú no tienes tambor?» preguntó Jacinta al pequeñuelo, que apenas oída la pregunta ya estaba diciendo que no con la cabeza.

      —¡Que barbaridad! ¡Miren que no tener tú un tambor...! Te lo voy a comprar hoy mismo, ahora mismo. ¿Me das un beso?

      No se hacía de rogar el Pituso. Empezaba a ser descarado. Jacinta sacó un paquetito de caramelos, y él, con ese instinto de los golosos, se abalanzó a ver lo que la señora sacaba de aquellos papeles. Cuando Jacinta le puso un caramelo dentro de la boca, Juanín se reía de gusto.

      «¿Cómo se dice?» le preguntó Izquierdo.

      Inútil pregunta, porque él no sabía que cuando se recibe algo se dan las gracias.

      Jacinta le volvió a coger en brazos y a mirarle. Otra vez le pareció que el parecido se borraba. ¡Si no sería...! Era conveniente averiguarlo y no proceder con precipitación. Guillermina se encargaría de esto. De repente el muy pillo la miró, y sacándose el caramelo de la boca, se lo ofreció para que chupase ella.

      «No, tonto, si tengo más».

      Después, viendo que su galantería no era estimada, le enseñó la lengua.

      «¡Grandísimo tuno, me haces burla, a mí!...».

      Y él, entusiasmándose, volvió a sacar la lengua, y habló por primera vez en aquella conferencia, diciendo muy claro: «Putona».

      Ama y criada rompieron a reír, y Juanín lanzó una carcajada graciosísima, repitiendo la expresión, y dando palmadas como para aplaudirse.

      —¡Qué cosas le enseña usted!...

      —Vaya, hijo, no digas exprisiones...

      —¿Me quieres?—le dijo la Delfina apretándole contra sí.

      El chico clavó sus ojos en Izquierdo.

      «Dile que sí pero a cuenta que no te vas con ella... ¿sabes?... que no te vas con ella, porque quieres más a tu papá Pepe, piojín..., y que a tu papá le tien que dar la ministración».

      Volvió el bárbaro a cogerle, y Jacinta se despidió, haciendo propósito firme de volver con el refuerzo de su amiga.

      «Adiós, adiós, Juanín. Hasta mañana»; y le besó la mano, pues la cara era imposible por tenerla toda untada de caramelo.

      —Adiós, rico—dijo Rafaela pellizcándole los dedos de un pie que asomaban por las claraboyas del calzado.

      Y salieron. Izquierdo, que aunque se tenía por caballería, preciábase de ser caballero, salió a despedirlas a la puerta de la calle, con el pequeño en brazos. Y le movía la manecita para hacerle saludar a las dos mujeres hasta que doblaron la esquina de la calle del Bastero.

       Índice

      A las nueve del día siguiente ya estaban allí otra vez ama y doncella, esperando a Guillermina, que convino en unirse con su amiga en cuanto despachara ciertos quehaceres que tenía en la estación de las Pulgas. Había recibido dos vagones de sillares y obtenido del director de la Compañía del Norte que le hicieran la descarga gratis con las grúas de la empresa... ¡los pasos que tuvo que dar para esto! Pero al fin se salió con la suya, y además quería que del transporte se encargara la misma empresa, que bastante dinero ganaba, y bien podía dar a los huérfanos desvalidos unos cuantos viajes de camiones.

      En cuanto entraron Jacinta y Rafaela vieron a Juanín jugando en el patio. Llamáronle y no quiso venir. Las miraba desde lejos, riendo, con media mano metida dentro de la boca; pero en cuanto le enseñaron el tambor que le traían, como se enseñan al toro, azuzándole, las banderillas que se le han de clavar, vino corriendo como exhalación. Su contento era tal que parecía que le iba a dar una pataleta, y estaba tan inquieto, que a Jacinta le costó trabajo colgarle el tambor. Cogidos los palillos uno en cada mano, empezó a dar porrazos sobre el parche, corriendo por aquellos muladares, envidiado de los demás, y sin ocuparse de otra cosa que de meter toda la bulla posible.

      Jacinta y Rafaela subieron. La criada llevaba un lío de cosas, dádivas que la señora traía a los menesterosos de aquella pobrísima vecindad. Las mujeres salían a sus puertas movidas de la curiosidad; empezaba el chismorreo, y poco después, en los murmurantes corros que se formaron, circulaban noticias y comentos: «A la señá Nicanora le ha traído un mantón borrego, al tío Dido un sombrero y un chaleco de Bayona, y a Rosa le ha puesto en la mano cinco duros como cinco soles...». —«A la baldada del número 9 le ha traído una manta de cama, y a la señá Encarnación un aquel de franela para la reuma, y al tío Manjavacas un ungüento en un tarro largo que lo llaman pitofufito... sabe, lo que le di yo a mi niña el año pasado, lo cual no le quitó de morírseme...».—«Ya estoy viendo a Manjavacas empeñando el tarro o cambiándolo por gotas de aguardiente...».—«Oí que le quiere comprar el niño a señó Pepe, y que le da treinta mil duros... y le hace gobernaor...».—«¿Gobernaor de qué?...». —«Paicen bobas... pues tiene que ser de las caballerizas repoblicanas...».

      Jacinta empezaba a impacientarse porque no llegaba su amiga, y en tanto tres o cuatro mujeres, hablando a un tiempo, le exponían sus necesidades con hiperbólico estilo. Esta tenía a sus dos niños descalcitos; la otra no los tenía descalzos ni calzados, porque se le morían todos, y a ella le había quedado una angustia en el pecho que decían era una eroísma. La de más allá tenía cinco hijos y vísperas, de lo que daba fe el promontorio que le alzaba las faldas media vara del suelo. No podía ir en tal estado a la Fábrica de Tabacos, por lo cual estaba pasando la familia una crujida buena. El pariente de estotra no trabajaba, porque se había caído de un andamio y hacía tres meses que estaba en el catre con un tolondrón en el pecho y muchos dolores, echando sangre por la boca. Tantas y tantas lástimas oprimían el corazón de Jacinta, llevando a su mente ideas muy latas sobre la extensión de la miseria humana. En el seno de la prosperidad en que ella vivía, no pudo darse nunca cuenta de lo grande que es el imperio de la pobreza, y ahora veía que, por mucho que se explore, no se llega nunca a los confines de este dilatado continente. A todos les daba alientos y prometía ampararles en la medida de sus alcances, que, si bien no cortos, eran quizás insuficientes para acudir a tanta y tanta necesidad. El círculo que la rodeaba se iba estrechando, y la dama empezaba a sofocarse. Dio algunos pasos; pero de cada una de sus pisadas brotaba una compasión nueva; delante de su caridad luminosa íbanse levantando las desdichas humanas, y reclamando el derecho a la misericordia. Después de visitar varias casas, saliendo de ellas con el corazón desgarrado, hallábase otra vez en el corredor, ya muy intranquila por la tardanza de su amiga, cuando sintió que le tiraban suavemente de la cachemira. Volviose y vio una niña como de cinco o seis años, lindísima, muy limpia, con una hoja de bónibus en el pelo.

      «Señora—le dijo la niña con voz dulce y tímida, pronunciando con la más pura corrección—, ¿ha visto usted mi delantal?».

      Cogiendo por los bordes el delantal, que era de cretona azul, recién planchado y sin una mota, lo mostraba a la señorita.

      «Sí... ya lo veo—dijo ésta admirada de tanta gracia y coquetería—. Estás muy guapa y el delantal es... magnífico».

      —Lo he estrenado hoy... no lo ensuciaré, porque no bajo al patio—añadió la pequeña, hinchando de gozo y vanidad sus naricillas.

      —¿De quién eres? ¿Cómo te llamas?

      —Adoración. —¡Qué mona eres... y qué simpática!

      —Esta niña—dijo una de las vecinas—, es hija de una mujer muy mala que la llaman Mauricia la Dura. Ha vivido aquí dos veces, porque la pusieron en las Arrecogidas, y se escapó, y ahora no se sabe dónde anda.

      —¡Pobre niña!... su mamá no la quiere.

      —Pero tiene por mamá a su tía Severiana, que la ampara como si fuera hija


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