La muerte no existe. Sixto Paz Wells

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La muerte no existe - Sixto Paz Wells


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entre las personas estas vuelven a relacionarse entre sí. En el caso de Mauricio, al ser el primogénito se había quedado con un sentimiento profundo de insatisfacción por no haber contado con la atención y el cariño de su padre, cosa que ahora se cumplía al tener en su propia hija a ese mismo espíritu que venía a compensar lo que quedó pendiente.

      Capítulo II.

      Ani, la amiga invisible

      Se dice que los niños crean amigos invisibles

      para compensar carencias afectivas y de atención;

      pero teniendo ellos los ojos de la mente y del corazón abiertos, sin las limitaciones de los adultos,

      ¿hasta qué punto esas entidades invisibles

      son realmente imaginarias?

      Enseñanzas Rama

      Ingrid R., natural de Yucatán (México), de dieciséis años, sufría de endometriosis, lo cual le auguraba una vida con muy pocas posibilidades de quedar embarazada y tener sus propios hijos. Con el paso de los años conoció a quien sería su esposo y nada más casarse el médico ratificó el diagnóstico: ¡no podría tener bebés!

      A los veinte años se había transformado en una eficiente empresaria que viajaba de un lado a otro de la República Mexicana, y a pesar de los numerosos cuidados y tratamientos que había seguido seguía imposibilitada para tener bebés. También padecía de una ovulación inconstante, lo cual le hacía pasar por largos periodos sin regla. De pronto en un chequeo, el médico le confirmó lo que era imposible: estaba embarazada y de cinco meses. El médico estaba tan sorprendido como Ingrid de que su embarazo no se hubiese detectado antes.

      Pasado el tiempo de gestación nació el pequeño Eddie y siempre fue un niño solitario que decía que su único amigo era Ani, un personaje aparentemente imaginario. El grado de importancia que alcanzó Ani en la vida de Eddie fue tal que la madre tenía que tomar en cuenta a Ani en todo, servirle de comer, invitarlo a salir con ellos, despedirse de él por las noches…

      Las recomendaciones de diferentes psicólogos apuntaban a que Ingrid dejara que el tiempo pasara para que Eddie se olvidara de este personaje, que se habría originado por la soledad y la personalidad del niño, de tal manera que al interactuar con otros niños en la escuela todo esto pasaría a ser una etapa superada de su crecimiento.

      Ingrid no podía tener más hijos. El nacimiento de Eddie había sido un milagro que ya había descartado que se repitiera. Pero aun así se volvió a someter a un tratamiento para ver si había posibilidades de tener un hermanito para su hijo. Los tratamientos fueron muy agresivos: biopsias, legrados y medicación para forzar la menstruación y la ovulación. Hasta se planteó una laparoscopia para que pudiera bajarle la menstruación. Los doctores utilizaron todas las técnicas conocidas y confirmaron que no había posibilidades, ni tampoco nada en camino.

      Como parte del tratamiento Ingrid tenía que ser internada, y para ello viajó primero a Mérida para dejar al pequeño Eddie, por aquel entonces de cuatro años, con su abuela, y de allí marchar hacia el Distrito Federal para someterse a una cirugía. Faltaban seis días para la operación y, todavía en Mérida, una de aquellas noches, Ingrid, que estaba preparando algo de comer en la cocina, escuchó al pequeño sollozar. El niño se encontraba en el segundo piso y al escucharlo se asustó, de manera que fue rápido a su encuentro. Cuando llegó, Eddie, envuelto en un mar de lágrimas, le dijo:

      –¡Mamá, Ani se fue!

      La mamá, tratando de consolarlo y convencerlo de que Ani no se iba a ir y que regresaría pronto, le pregunto:

      –¿Cómo que se fue? ¡No, Eddie! ¿Por qué dices eso? Ya verás que no.

      –¡No, mamá, Ani no va a volver! Porque me dijo que a partir de este momento tenía que entrar a tu pancita porque va a ser mi hermanita!

      En ese momento Eddie señaló el vientre de su madre. Pero Ingrid no le creía. Pensaba que podía ser la ilusión y la imaginación del niño, deseoso de tener un hermanito. Así que lo abrazó tiernamente, luego lo acostó y lo acompañó hasta que se quedó profundamente dormido.

      Al bajar las escaleras Ingrid sintió como si una persona pequeña le tirara de la playera. Giró de inmediato para ver si no era su propio hijo que se había despertado, pero no había nadie. En ese momento se le puso la piel de gallina y entonces escuchó una voz como de una niña que le decía inocentemente:

      –¡Mami!

      Era como la afirmación de «aquí estoy». Pero lo increíble de todo es que la abuela lo escuchó también, y también lo hicieron otros familiares que estaban en el primer piso.

      Desde entonces Ingrid sintió la necesidad de hacerse la prueba de embarazo, que resultó positiva, algo imposible en vista de todo lo que le habían hecho y de todos los tratamientos a los que se había sometido. A partir de ese momento y sabiendo que estaba embarazada, se angustió pensando que podría sufrir un aborto en cualquier momento o que el bebé podría nacer afectado como consecuencia de todo lo anterior.

      A los seis meses nació Itzel con muchos problemas, con insuficiencia respiratoria y reflujo, lo que auguraba un panorama fatal. Los médicos decían de manera pesimista que la niña, de solo 1,6 kg, no iba a sobrevivir, y que lo único que se podía hacer era esperar el desenlace final. A Ingrid le reiteraron una y otra vez que la bebé se estaba asfixiando y que no podía comer, por lo que moriría de un momento a otro.

      Todo el mundo le decía, incluyendo sus parientes y hasta su marido, que tenía que hacerse a la idea de que la niña no sobreviviría. Habían pasado seis días desde el nacimiento y la niña estaba en casa, cuando de pronto dejó de respirar. En ese momento la abuela estaba hablando por teléfono con su marido y Eddie estaba en la sala. Ingrid, pendiente de la bebé, vio que la niña dejaba de respirar y cómo moría en sus brazos. Entonces dio un grito de alarma entre sollozos que atrajo a sus familiares, que la rodearon. Alguien, de manera inoportuna, le dijo:

      –¡Déjala ir! Si esta es la voluntad de Dios, no la podrás retener. Ya nos habían advertido los médicos que esto pasaría.

      En ese instante entró el pequeño Eddie a la habitación y se arrodilló en el suelo con los brazos en alto, y a pesar de sus cuatro añitos, se puso a orar llorando.

      –¡No dejes que se vaya mi hermanita, mamá! ¡No permitas que se muera!

      Ingrid reaccionó con coraje, desesperación e impotencia y le dio todo tipo de masajes a la bebé y le hizo respiración boca a boca. La niña ya llevaba en ese instante más de dos minutos sin respirar y se había puesto morada y había dejado caer sus bracitos y piernas.

      La abuela reiteró entonces:

      –¡La niña ya murió, hija! No te aferres a ella.

      En ese momento, Ingrid, cargando a su hija, la empezó a sacudir violentamente ante la sorpresa general diciendo:

      –¡Dios, no vale! Me mandaste a mi hija para cuidar de ella y ahora me la quieres quitar. Me la tienes que devolver.

      »¡Devuélveme a mi hija!

      Y, de pronto, como si el cielo hubiese escuchado la súplica y el justo reclamo, la niña volvió a respirar alzando los brazos y moviendo sus piernitas. En ese momento, lo único que pensó su mamá fue en regularle la respiración y ayudarla.

      A pesar de ser tan pequeña, mientras intentaba respirar y volver en sí, la bebé apuntó su mirada hacia Ingrid como pidiendo ayuda. Luego su mirada se fue serenando y llegó a expresar una sonrisa y un sentimiento de gratitud por haberle devuelto a la vida. Eddie abrazó las piernas de su mamá y dijo, agarrándole las manitos a su hermanita:

      –¡Gracias, hermanita, por haber vuelto y no haberte terminado de ir!

      Con el paso de los años, Itzel (Ani) se convirtió en una niña preciosa, de buen carácter, amada y querida por todos. Las notas del colegio desde el jardín de infancia reflejaban que era alguien sumamente inteligente y precoz, muy altruista y preocupada por sus compañeros. Siempre era


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