Superar los límites. Rich Roll
Читать онлайн книгу.también mi cuerpo, toda mi vida, por dentro y por fuera. Echo otro vistazo al pedal roto y pienso en que todavía me quedan 217 kilómetros por delante: imposible. «Ya está», pienso, con pena y alivio a partes iguales. Para mí, la carrera se ha acabado.
De alguna forma consigo avanzar los casi dos kilómetros que quedan de Red Road, y pronto veo a los equipos esperando, los vehículos aparcados, con los suministros y las herramientas extendidas, preparados para ocuparse de los competidores que se aproximan. El pulso se me empieza a acelerar y me obligo a seguir hasta llegar a ellos. Tendré que enfrentarme a mi mujer y a Tyler, contarles lo que ha pasado, decirles que había fallado, no sólo a mí mismo, sino también a ellos, mi familia, que había sacrificado mucho para apoyar este sueño. «No tienes que hacerlo —susurra una voz dentro de mí—. ¿Por qué no te das la vuelta? O mejor, ¿por qué no te escabulles por la vegetación antes de que alguien te vea?».
Veo a Julie empujando a la gente para poder saludarme. Le lleva unos segundos darse cuenta de lo que ha pasado. De repente, la realidad le golpea, y veo en su cara la conmoción y la preocupación. Siento que las lágrimas brotan de mis ojos y me digo que tengo que mantener la compostura.
Por el espíritu de ohana, que en hawaiano quiere decir «familia», que es el alma de su raza, de repente me veo rodeado de media docena de miembros del equipo, de los equipos de otros competidores, todos corriendo para ayudarme. Antes de que Julie pueda hablar, Vito Biala, que hoy en día forma parte del equipo de relevos de tres personas llamado «Tren de noche», llega con un kit de primeros auxilios y empieza a tratar mis heridas.
—Vamos a hacer que vuelvas a la carretera —dice con total calma.
En cierta manera, Vito es una leyenda y un personaje ilustre del Ultraman, así que intento hacer acopio de fuerzas para devolverle su sonrisa irónica. Pero la verdad es que no puedo.
—Eso no va a pasar —le digo avergonzado—. Pedal roto. Se acabó.
Le señalo el lugar de la bicicleta en el que solía estar el pedal.
Y, en cierto modo, me siento un poco mejor. Justo en ese momento, cuando le estaba diciendo a Vito que había decidido abandonar, se me quita un peso de encima. Me siento aliviado por tener una salida fácil y elegante del atolladero en que me he metido y, además, una habitación caliente de hotel. Ya puedo sentir las sábanas suaves e imaginar mi cabeza sobre la almohada. Y mañana, en vez de correr un doble maratón, llevaré a la familia a la playa.
Junto a Vito está Peter McIntosh, el capitán del equipo de Kathy Winkler. Me mira y entorna los ojos.
—¿Qué tipo de pedal? —pregunta.
—Un Look Kēo —tartamudeo preguntándome por qué quiere saberlo.
Peter desaparece mientras un grupo de mecánicos de boxes cogen mi bicicleta y se ponen manos a la obra. Como si estuvieran intentando devolver a la carrera un coche de fórmula Indy 500, empiezan a realizar un diagnóstico comprobando el cuadro en busca de grietas, probando los frenos y el cambio de marchas, echando un vistazo a la alineación de las ruedas, con llaves Allen volando en todas direcciones. Frunzo el ceño. ¿Qué están haciendo? ¡No se dan cuenta de que se ha acabado!
Unos segundos después, Peter aparece con un pedal completamente nuevo idéntico al mío.
—Pero yo...
La mente me va a mil por hora intentando entender cómo es que esta situación ha cambiado tanto respecto a lo que ya tenía planeado. Ahora me doy cuenta de que la están arreglando. ¡Esperan que siga compitiendo! Hago un gesto de dolor mientras alguien me limpia las heridas del hombro. ¡Esto no es lo que tenía pensado! Ya me había hecho a la idea: estoy herido, la bicicleta está rota, se acabó, ¿no?
Agachada vendándome la rodilla, Julie mira hacia arriba. Sonríe.
—Creo que todo irá bien —me dice.
Peter McIntosh aparece de donde estaba ajustando el pedal. Mirándome directamente a los ojos y con un tono de general de cinco estrellas, exclama:
—Esto no se ha acabado. Ahora, vuelve a subir a la bicicleta y hazlo.
Me quedo sin palabras. Trago saliva y miro al suelo. Puedo ver que a mi alrededor todos los equipos me están mirando, esperando una respuesta. Esperan que escuche a Peter, que me suba a la bicicleta y que siga adelante. Que vuelva.
Quedan 217 kilómetros por delante. Sigue lloviendo. He cedido mi puesto y he perdido mucho tiempo respecto a mis competidores. Además de estar mentalmente exhausto, estoy herido, empapado y físicamente agotado. Respiro hondo para intentar calmarme. Cierro los ojos. El murmullo y el ruido que me rodean parecen disminuir, desvanecerse, y, de repente, todo desaparece. Silencio. Sólo el latido de mi corazón y un largo largo camino por delante.
Hago lo que tengo que hacer. Apago esa voz en mi cabeza que me dice que abandone y vuelvo a la bicicleta. Según parece, mi carrera no ha hecho más que empezar.
CAPÍTULO UNO
UNA RAYA EN LA ARENA
Era la noche antes de mi cuarenta cumpleaños. Aquella noche fresca de finales de octubre de 2006, Julie y nuestros tres hijos estaban profundamente dormidos, y yo intentaba disfrutar de esos momentos de tranquilidad en nuestro ruidoso hogar. Mi rutina de cada noche consistía en dejarme llevar por la comodidad de la enorme pantalla plana a todo volumen. Mientras disfrutaba de la nebulosa de la reposición de Ley y orden, me zampaba un plato de hamburguesas con queso y, tras ese agradable vértigo, masticaba un chicle de nicotina. Estaba convencido de que era sólo mi forma de relajarme. Tras un día duro, sentía que me lo merecía y que era inofensivo.
Después de todo, yo sabía lo que era hacerse daño. Ocho años antes me había despertado en blanco de una juerga de varios días en un centro de desintoxicación para alcohólicos y drogadictos en el Oregón rural. Desde entonces, me había mantenido milagrosamente sobrio. Ya no bebía ni me drogaba. Creía que tenía derecho a meterme algo de comida basura entre pecho y espalda.
Pero el día antes de mi cumpleaños algo pasó. Casi a las 2 de la madrugada me encontraba en la tercera hora de televisión alienante y próximo a la toxicidad sódica por miles de calorías. Con la barriga llena y un subidón por nicotina, decidí dejarlo por esa noche. Al salir de la cocina hice una comprobación rápida de mis hijastros, Tyler y Trapper, en su habitación. Me encantaba verlos dormir. Con sus once y diez años, respectivamente, pronto serían adolescentes reclamando independencia. Pero por ahora todavía eran niños con pijama metidos en sus literas soñando con monopatines y Harry Potter.
Con las luces ya apagadas, empecé a arrastrar mis 94 kilos escaleras arriba cuando, a medio camino, tuve que pararme: me pesaban las piernas y tenía problemas para respirar. Sentía la cara ardiendo y tuve que inclinarme para poder recuperar el aliento, con la barriga plegándose sobre unos pantalones vaqueros en los que ya no cabía. Con náuseas, miré hacia atrás, al tramo de escaleras que ya había subido. Eran ocho peldaños y quedaban más o menos la misma cantidad por subir. Ocho peldaños. Tenía 39 años y me faltaba el aire por ocho peldaños. «Tío, ¿es en esto en lo que te has convertido?», pensé.
Lentamente conseguí llegar hasta arriba, y entré en nuestro dormitorio, con cuidado de no despertar a Julie y a nuestra hija de dos años, Mathis, acurrucada junto a su madre en nuestra cama. Mis dos ángeles iluminados por la luz de la luna que entraba por la ventana. Mientras las observaba dormir me quedé quieto esperando a que mi pulso se ralentizara. Empezaron a brotar lágrimas de mis ojos abrumado por una mezcla confusa de emociones: amor, por supuesto, pero también culpa, vergüenza y un temor repentino y agudo. En mi mente apareció una imagen clara de Mathis el día de su boda, sonriendo, flanqueada por sus dos orgullosos padrinos de boda —sus hermanos— y su radiante madre. Pero en ese sueño lúcido, sabía que había algo que no iba nada bien. No estaba allí. Estaba muerto.
A medida que un sentimiento de pánico se apoderaba de mí, sentí un hormigueo en la base del cuello que con rapidez me recorrió toda la columna. Una gota de sudor cayó al suelo