Tormenta de guerra. Victoria Aveyard

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Tormenta de guerra - Victoria Aveyard


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      Para mis padres y mis amigos,

      para ti y para mí

      UNO

      Mare

      Nos sumergimos en el silencio durante un prolongado momento.

      Corvium se tiende a nuestro alrededor y, aunque está llena de personas, parece vacía.

      Divide y vencerás.

      Las implicaciones de este precepto son claras, las líneas muy visibles. Farley y Davidson me miran con igual intensidad y yo les devuelvo la mirada.

      Supongo que Cal no tiene la menor idea de que ni la Guardia Escarlata ni Montfort le permitirán ocupar el trono que persigue. Supongo que la corona le importa más que lo que cualquier Rojo pueda pensar. Y creo que nunca debería llamarlo Cal otra vez.

      Su nombre es Tiberias Calore, el rey Tiberias, Tiberias VII.

      Ése es el nombre con el que nació, el que usaba cuando lo conocí.

      Ladrona, me llamó entonces. El mío era ése.

      ¡Ojalá pudiera olvidar la última hora, retroceder en el tiempo, tambalearme y tropezar! Disfrutaría un segundo más de ese espacio curiosamente agradable donde lo único que sentía era el dolor de mis músculos cansados y huesos reparados, el vacío después de la adrenalina de la batalla, la certeza del amor y el apoyo de Cal. A pesar de mi sufrimiento, no soy capaz de odiarlo por su decisión; la cólera vendrá más tarde.

      El rostro de Farley trasluce inquietud, algo raro en ella; estoy habituada a la fría determinación o la ardiente furia de Diana Farley. Reacciona a mi mirada haciendo una mueca con la boca, cubierta de cicatrices.

      —Transmitiré la decisión de Cal al resto de la comandancia —rompe la callada tensión con voz suave y comedida—; únicamente a la comandancia, Ada difundirá el mensaje.

      El primer ministro de Montfort baja la barbilla para indicar que está de acuerdo.

      —Sospecho que los generales Cisne y Tambor ya están al corriente de estos sucesos; han seguido con atención a la reina Lerolan desde que entró en escena.

      —Anabel Lerolan estuvo en la corte de Maven el tiempo suficiente, unas semanas por lo menos —declaro con voz firme y vigorosa; debo parecer fuerte pese a que no me sienta así: es una buena mentira—. Puede ser que ella tenga más información de la que yo os he dado.

      —Quizás —el primer ministro sube y baja la cabeza con aire reflexivo y entrecierra los ojos mientras mira el suelo y esboza un plan; hasta un niño sabría que el camino que nos aguarda será arduo—, y ésa es la razón por la que tengo que regresar allí —añade como si se disculpara, como si temiera mortificarme cuando sólo cumple con su deber—. Hay que mantener los ojos y oídos bien abiertos, ¿eh?

      —¡Ojos y oídos bien abiertos! —respondemos al unísono, para nuestra mutua sorpresa.

      Mientras abandona el callejón, el sol reluce en su cabello gris y lustroso; después del combate, tuvo el cuidado de eliminar el sudor y la ceniza y reemplazar por uno limpio su uniforme manchado de sangre, para recuperar así su acostumbrado porte ordinario y sereno: sabia decisión. Los Plateados gastan demasiada energía en su aspecto, en el falso orgullo de la fuerza y el poder visibles, y nadie lo hace más que el rey Samos y su familia, quienes ahora se encuentran en la torre que se levanta sobre nosotras. Junto a Volo, Evangeline, Ptolemus y la siseante reina Viper, Davidson pasaría inadvertido, podría fundirse con las paredes si quisiera. No lo verán venir, no nos verán venir.

      Trago saliva con aliento entrecortado para proseguir el hilo de mis pensamientos: Y Cal tampoco.

      Tiberias, me corrijo al instante, cierro la mano y clavo las uñas en mi piel con un aguijonazo placentero. Llámalo Tiberias.

      Las negras murallas de Corvium lucen pacíficas y descubiertas sin el cerco. Dejo de observar a Davidson y miro a los parapetos que rodean la sección central de la ciudad-fortaleza. La escalofriante ventisca acabó hace tiempo, la oscuridad se disipó y ahora todo parece aquí más pequeño, menos imponente. En otra época, se obligaba a los soldados Rojos a atravesar esta ciudad como si fueran ganado, la mayoría de ellos en marcha a su inevitable muerte en una trinchera; ahora son Rojos quienes patrullan las murallas, puertas y calles, y se sientan junto a reyes Plateados para hablar de la guerra. Algunos soldados cubiertos con pañoletas carmesíes deambulan por doquier con ojos ágiles como flechas y mantienen a mano sus desgastadas armas. Nadie tomará por sorpresa a la Guardia Escarlata, pese a que haya escaso motivo para que esté nerviosa, al menos por lo pronto; los ejércitos de Maven se hallan en retirada y ni siquiera Volo Samos se atrevería a intentar un ataque desde el interior de Corvium cuando necesita a la Guardia, a Montfort y a nosotros, y menos todavía cuando Cal —¡Tiberias, tonta!— ya ha pronunciado una hueca arenga a favor de la igualdad. Volo lo necesita tanto como a nosotros: su nombre, su corona y su maldita mano en ese abominable matrimonio con su infame hija.

      La cara se me enciende, avergonzada por el rastro de celos que se apodera de mí. Perder a Tiberias tendría que ser la última de mis preocupaciones, no debería dolerme tanto como el riesgo de que yo caiga, seamos derrotados en la guerra y permitamos que toda nuestra lucha haya sido inútil, pero lo consigue. Lo único que puedo hacer es resistir.

      ¿Por qué no dije que sí?

      Rechacé su ofrecimiento, lo rechacé a él. No habría podido aguantar otra traición, suya… y mía. Te amo es una promesa que ambos hicimos y rompimos. Debería significar Te elijo por encima de todo, te quiero más que a nada en el mundo, te necesitaré siempre, no podría vivir sin ti, haré cuanto sea preciso para impedir que nos separemos.

      Él no lo hizo. Yo tampoco.

      Yo valgo menos que su corona y él vale menos que mi causa.

      Y mucho menos que mi temor a otra jaula. Consorte, dijo, y me tendió una corona imposible. Haría de mí una reina si pudiese relegar de nuevo a Evangeline. Pero ya sé cómo es el mundo a la derecha de un rey y no quiero volver a vivir de esa forma. Aun cuando Cal no es Maven, el trono es el mismo, cambia a la gente, la corrompe.

      ¡Qué extraño destino habría sido el de Tiberias con su corona, su reina Samos y yo! Muy a mi pesar, una parte de mí querría haber dicho que sí. Habría sido sencillo, una oportunidad para rendirme, dar marcha atrás, ganar… y disfrutar de un panorama que ni siquiera en sueños habría imaginado: darle a mi familia una vida mejor, mantenerla a salvo y estar junto a Cal, permanecer a su lado, ser una chica Roja del brazo de un rey Plateado, con poder para cambiar el mundo, matar a Maven, dormir libre de pesadillas y vivir sin temor.

      Muerdo con fuerza mi labio para ahuyentar ese deseo. Es demasiado tentador y casi justifico la decisión de Tiberias; incluso separados, nos comprendemos.

      Farley cambia ruidosamente de postura para llamar mi atención: suspira, se apoya en el muro de la callejuela y cruza los brazos. A diferencia de Davidson, no reemplazó su ensangrentado uniforme, que después de todo no es tan repugnante como el mío, libre como está de fango y mugre. Aunque tiene manchas de sangre plateada, se han secado y ennegrecido. Clara nació hace apenas unos meses y Farley porta con garbo el peso adicional que persiste en sus caderas. Si acaso sentía compasión, la ha sustituido por una rabia que chispea en sus ojos azules y que no dirige contra mí sino al cielo, a la torre que se eleva frente a nosotras, donde un peculiar consejo de Plateados y Rojos pretende decidir ahora nuestro destino.

      —Ahí estaba él —no espera a que pregunte de quién habla—, con su cabellera plateada, ancho cuello y ridícula armadura. Respira en este mundo todavía, pese a que traspasó con una daga el corazón de Shade.

      Hundo


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