Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
Читать онлайн книгу.Lord general Laris se espabila bajo la mirada de mi padre. Su copa está vacía, permitiéndole disfrutar la embriaguez de la victoria. Tose y se aclara la garganta; percibo su aliento etílico hasta el otro lado de la sala.
—En efecto, su majestad; basta con que usted lo ordene.
Una voz grave lo interrumpe.
—Me opondré si lo hace.
Cal elige con esmero sus primeras palabras desde que retornó de su rencilla con Mare Barrow. Como su abuela, viste de negro con ribetes rojos, en sustitución del uniforme prestado que usó en la batalla. Se revuelve en su asiento junto a Anabel, en el puesto que ella le asignó como su rey y causa. Su tío Julian, de la Casa de Jacos, ocupa su izquierda, mientras que la reina Lerolan se alza a su derecha. Flanqueado por esos dos Plateados de sangre noble y poderosa, Cal presenta un frente unido, un rey que merece nuestro apoyo por partida doble.
Por eso lo odio.
Él podría haber puesto fin a mi suplicio si hubiese roto nuestro compromiso y rechazado mi mano, cuando mi padre se la ofreció. A cambio de la corona, sin embargo, se deshizo de Mare; a cambio de la corona, me tendió una trampa.
—¿Qué? —dice mi padre por toda respuesta. Es un hombre de pocas palabras y menos preguntas todavía. El mero acto de oír su pregunta resulta perturbador y, muy a mi pesar, me tenso.
Cal ensancha despacio los hombros, de por sí amplios. Apoya el mentón en sus nudillos y frunce las cejas en un gesto reflexivo. Se ve más grande, listo y maduro de lo que es, al mismo nivel que el rey de la Fisura.
—Dije que me opondré a la orden de despachar la flota aérea, o cualquier otro destacamento de nuestra coalición, para que ejecute tareas de caza en territorio hostil —explica sin alterarse y debo admitir que aun sin corona se comporta como un rey, dueño de unas formas que imponen atención, si no es que respeto. No es de sorprender que sea así: fue educado para esto y se distingue por ser un pupilo disciplinado. Su abuela frunce los labios en una sonrisa tensa pero genuina; está orgullosa de él—. El Obturador es un campo minado todavía y tenemos muy poca información de inteligencia de la cual valernos más allá de la Cascada. Podría ser una trampa; no pondré en riesgo a nuestros soldados.
—Cada parte de esta guerra entraña un peligro —ruge Ptolemus, al otro lado de mi padre, mientras realiza un despliegue similar al de Cal y se yergue en su trono cuan largo es. El sol poniente tiñe de rojo su cabello y hace brillar sus satinados rizos plateados bajo su corona principesca. Esa misma luz envuelve a Cal en los colores de su Casa: el carmín de sus ojos y el negro de las sombras a su espalda. Se sostienen la mirada el uno al otro, a la extraña manera de los hombres. Todo es competencia, río para mí.
—¡Qué sagaz es usted, príncipe Ptolemus! —exclama Anabel con un tono sarcástico—. Pero su majestad el rey de Norta conoce la guerra a la perfección y yo estoy de acuerdo con su análisis.
Ya lo llama rey. No soy la única que lo nota.
Cal baja los ojos, azorado. Se recupera pronto y aprieta la mandíbula con resolución. Su decisión está tomada. No cedas más, Calore.
El primer ministro de Montfort, Davidson, asiente desde su lugar. En ausencia de la comandante de la Guardia y de Mare Barrow, resulta fácil pasarlo por alto; me había olvidado de él casi por completo.
—Coincido —dice, e incluso su voz es anodina, sin inflexión ni acento—. También nuestros ejércitos necesitan tiempo para recuperarse, y esta coalición lo necesita para recobrar… —hace una pausa y piensa; aún soy incapaz de descifrar su expresión y esto me molesta en extremo. ¿Podrá un susurro infiltrar los escudos de su mente?— para recobrar su equilibrio.
Mi madre no es tan inconmovible como mi padre y fija en el líder nuevasangre su negra y calcinante mirada. Su serpiente la imita y parpadea en dirección al primer ministro.
—¿Así que no hay agentes de inteligencia ni espías al otro lado de la frontera? Perdone usted, señor; yo tenía la impresión de que la Guardia Escarlata —casi escupe este apelativo— disponía de una intrincada red de espionaje tanto en Norta como en la comarca de los Lagos. Tal cosa sería sin duda de gran utilidad, a menos que los Rojos nos hayan engañado respecto a su fuerza —sus palabras destilan aversión como veneno salido de los colmillos de una víbora.
—Nuestros agentes operan como de costumbre, su majestad.
La general Roja, la rubia con el permanente gesto de desdén, irrumpe en la sala, seguida por Mare. Emergen del acceso en un costado del recinto, que atraviesan para ir a sentarse con Davidson. Se mueven con rapidez y sigilo, como si de esa forma pudiesen evitar que la sala las mire.
Mientras se acomoda en su asiento, Mare fija los ojos justo en mí. Para mi sorpresa, su mirada me provoca una emoción extraña. ¿Será vergüenza? No, no es posible, aunque mis mejillas se encienden; espero no colorear mis mejillas, de enojo ni de pena, sentimientos que se agitan por igual en mi interior, y por un buen motivo. Desvío la mirada hacia Cal, así sea sólo para distraerme con el único sujeto en este sitio que se siente más desdichado que yo.
Aunque él aparenta que la presencia de Mare no le afecta, no es su hermano; en contraste con Maven, no sabe ocultar sus emociones. Un tono plateado brota debajo de su piel y colorea sus mejillas, su cuello e incluso la punta de sus orejas. La temperatura de la sala aumenta un poco, por efecto de la emoción que él combate, sea cual fuere. ¡Vaya idiota!, profiero en mi mente. Tomaste tu decisión, Calore, y nos condenaste a ambos. Finge por lo menos que eres capaz de guardar la compostura. Si alguien debiera perder el juicio a causa del desconsuelo soy yo.
Doy por hecho que se pondrá a maullar como un gatito, pero en vez de eso parpadea con violencia y deja de ver a la Niña Relámpago. Cierra un puño sobre el brazo de su silla y su pulsera flamígera relumbra bajo el sol moribundo. Se controla; ninguno de los dos arde en llamas.
En comparación con él, Mare es una roca: rígida, implacable, insensible. No suelta un solo chispazo, únicamente me mira; me perturba pero no me reta. Por curioso que parezca, sus pupilas están desprovistas de su furia habitual; pese a que no son cordiales, tampoco desbordan aversión. Pienso que tiene pocas razones para odiarme ahora. Mi pecho se tensa; ¿sabe que la decisión no fue mía? Seguro que sí.
—¡Me alegra que haya vuelto, señorita Barrow! —le digo en serio; ella siempre es garantía de que los príncipes Calore se distraigan.
En lugar de contestar, cruza los brazos.
Por desgracia, su colega, la general de la Guardia, no es tan proclive al silencio; tienta al destino y pone mala cara ante mi madre.
—Nuestros agentes se turnan ya para seguir el repliegue del ejército del rey Maven y nos informan que éste avanza a marchas forzadas hacia Detraon. Maven y algunos de sus generales abordaron navíos en el lago Eris, parece que también en dirección a esa ciudad, en la que, se dice, habrán de celebrarse las exequias del monarca lacustre. Ellos cuentan con un número de sanadores muy superior al nuestro; quien haya sobrevivido a la batalla estará en posibilidad de combatir antes que nosotros.
Anabel frunce el ceño y le lanza a mi padre una mirada aniquiladora.
—Sí, la Casa de Skonos está dividida aún entre las dos facciones y la mayoría de sus miembros todavía es leal al usurpador. —Como si fuera culpa nuestra; hicimos todo lo posible, convencimos a cuantos pudimos—. Por no mencionar que la comarca de los Lagos tiene sus propias Casas sanadoras de la piel.
Davidson inclina la cabeza al mismo tiempo que hace un amplio ademán y exhibe una sonrisa tensa. Las arrugas en las comisuras de sus ojos delatan su edad. Calculo que tiene alrededor de cuarenta años, aunque es difícil asegurarlo.
Se lleva los dedos a la frente en una extraña especie de promesa o saludo.
—Montfort vendrá en su ayuda: pienso solicitar más sanadores, Plateados y ardientes por igual.
—¿Solicitar? —inquiere mi padre con sorna. Mientras los