Mi obsesión. Angy Skay

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Mi obsesión - Angy Skay


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notable presión en mi vientre, donde noté el gran bulto que emergía de entre sus piernas. Sus ojos me traspasaron y los míos trataron de esquivarlos, sin éxito—. Estoy esperando —volvió al ataque.

      Lo miré sin pestañear, notando aquella humedad en mis ojos que tanto odiaba. Su mano destapó mi boca y, con su dedo pulgar, delineó mi labio inferior, rozándolo con delirio, con pasión. Su labios quedaron tan cerca de los míos que tuve que contener todo el aire para no morir mientras pensaba que su maldita boca me devoraría de un momento a otro. Las piernas comenzaron a flojearme, y supe que el gran muro que había forjado solo para él estaba resquebrajándose sin remedio. Justo cuando creí que mis defensas terminarían por romperse, se separó de mí con lentitud como si no hubiese pasado nada y marcó un pequeño código para que el ascensor continuase.

      En cuanto las puertas se abrieron, salí como un huracán, con los ojos emborronados debido a las lágrimas que se agolparon en ellos, dispuesta a no abandonar mi habitación en toda la noche. Sin embargo, justo antes de detenerme a pensar en el motivo de todo lo que había ocurrido, me giré para observarlo.

      Las puertas del ascensor se cerraban.

      Él estaba apoyado en la barandilla de metal, con sus manos extendidas, mirándome.

      Sonriendo con picardía.

      A la mañana siguiente me levanté con una imagen grabada en mi retina: un hombre que condenaba el resto de mis días a la soledad.

      Durante el tiempo que me alejé de él intenté rehacer mi vida en varias ocasiones, pero nunca dio su fruto ni tuve una mínima posibilidad. Siempre se me escapaba de las manos y me sabía a poco todo en general: los besos de otra persona, el carácter, incluso la cosa más simple como lo era un piropo. Y el problema solo tenía un nombre: ninguno era Edgar. Ninguno tenía su voz, sus facciones o su actitud a la hora de volverme loca. Y un millón de veces me pregunté si era así como pretendía pasar página. Totalmente ofuscada, me dejaba llevar por las situaciones cotidianas, y lo único que hacía era blindar mi corazón de forma permanente.

      Y, ahora, la persona que tenía la llave se encontraba en ese mismo barco. Por ende, era a la que más intentaba evitar, porque tenía claro que, con él, seguiría siendo el segundo plato por el resto de mis días. Sería «la otra». No tenía ni puñetera idea de cómo trataría a su mujer y tampoco me importaba, pero me daba rabia. Mucha. Solo la vi una vez en una gala benéfica de Waris Luk, y con eso me bastó para odiarla el resto de mi vida. Porque, aunque era yo la que estaba metiéndose dentro de una familia, era ella la que se lo llevaba todas las noches a su cama, la que recibía sus buenos días o el simple beso mañanero que ansiaba.

      Edgar nunca se quedó a dormir conmigo. Perdí la cuenta de las veces que nos habíamos acostado cuando solo llevábamos «juntos» dos meses, o como quisiera llamarse esa relación, si es que podía catalogarse como tal. Quizá el problema no radicaba solo en que él estaba obsesionado conmigo. Quizá el problema era que yo también estaba obsesionada con él. Ya no sabía qué pensar.

      Pegué un manotazo en las sábanas y después me tapé la cara con la almohada, desesperada. ¿Tanto tiempo para esto?, ¿para que en solo un día derribase las pocas defensas que tenía? Porque sabía de sobra que si el suceso del ascensor se repetía, no sería capaz de contenerme ni aunque mi conciencia estuviera chillándome. Y así era mi vida: una puta montaña rusa de emociones que ni yo misma podía controlar. Y lo peor era cómo cojones pensaba afrontar una semana con esos ojos clavándose en mí a todas horas.

      Apoyé mis pies en el suelo, obligándome a ir a desayunar por la cuenta que me traía, o me tiraría los siete días metida en la cama; que, por cierto, ganas no me faltaban. Quizá sería una manera de evitarlo a toda costa, aunque la idea estúpida me trajese peores consecuencias de las que imaginaba. ¿Y si me dejaba llevar solo esos días?

      No. No. No. Y mil veces no.

      Si conseguía caer en las redes de Edgar, sí sería verdad que estaría perdida durante otros dos años más hasta que consiguiera despegar su olor de mi cuerpo.

      Me puse un vestido de color crema y debajo un bikini azul marino que tenía guardado en el cajón desde hacía bastante tiempo. Quizá un baño en alguna de las piscinas me iría bien después de hacer la visita por el barco. Visita a la que esperaba que Edgar no acudiese.

      Quince minutos después detuve mi paso en la entrada de la cafetería adaptada para el desayuno. Busqué con la mirada a Luke y lo encontré en la zona de las tortitas.

      —Buenos días —lo saludé con una sonrisa.

      Se giró para contemplarme y esbozó una gran sonrisa.

      —Buenos días, dormilona. ¿Quieres tortitas? —Me señaló una de ellas y puse cara de asco—. ¡Pues vas a perder diez kilos cuando llegues a Mánchester! —exageró.

      —Lo dulce no es uno de mis puntos fuertes —le aseguré.

      —Pues allí tienes lo salado —me indicó con la mano mientras me giraba en la dirección que estaba señalando—. Claro que, si quieres cogerte algo de allí, tendrás que compartir turno con el maravilloso Edgar.

      El pecho se me oprimió de nuevo y miré con mala cara a Luke, que hizo un gesto de no haber dicho nada malo.

      —¿Te crees que le tengo miedo? —le pregunté ofuscada.

      —Yo no he dicho tal cosa. —Alzó una ceja con diversión.

      —Voy a enseñarte yo a ti el miedo que le tengo a tu amigo —me envalentoné.

      Sujeté el plato con fuerza, aunque por dentro estaba como una jodida gelatina. Encaminé mis pasos hasta él y, con cara arrogante, le lancé una mirada a Luke, que me sonreía de oreja a oreja desde la distancia. Cuando se dio la vuelta, cambié mi gesto de manera radical y el puñetero pánico se apoderó de mí. Edgar se giró al notar una presencia tras él. Al verme, su rictus se tensó. Pasé mi mano por encima de su brazo sin llegar a tocarlo y después me serví un par de cosas más para marcharme de allí cuanto antes.

      —Espero que recuerdes que tienes una visita guiada por el barco con Lincón en media hora.

      Lo miré de reojo, contemplando cómo cruzaba sus poderosos brazos en el pecho. Iba vestido de manera informal, con camiseta básica y pantalones de deporte, y verlo de esa forma hizo que temblase de pies a cabeza. Era tan… condenadamente sexy. Tragué el nudo de la garganta y, con toda la decisión que encontré, le contesté:

      —No hace falta que vengas tú a recordármelo. Tengo memoria.

      Me escrutó con la mirada de una forma temeraria, y eso ocasionó que las piernas me cimbrearan como una hoja. Intenté mantenerme firme, aunque supe que no lo aguantaría si seguía así durante más tiempo cerca de él. Fui a darme la vuelta para irme, pero lo escuché decir:

      —Y también te recuerdo que tienes una conversación conmigo, y no te bajarás de este barco hasta que me lo expliques.

      Sin mirarlo, moví mi rostro un poco hacia la derecha.

      —No creo que deba darte explicaciones sobre por qué hago las cosas.

      Cuando tuve la intención de dar un paso para marcharme, se colocó delante de mí y me detuvo.

      —¡Sí que me las debes! —bufó furioso sin llegar a gritar, aunque, en el fondo, sabía que estaba deseándolo.

      Lo observé altiva. Sin añadir nada más, pasé por su lado, dejándolo como una estatua en medio del salón. Me senté en la mesa para dos en la que Luke estaba desayunando y dejé mi plato con un fuerte golpe que resonó en toda la cafetería.

      —Si quieres pasar desapercibida, lo has conseguido —se mofó.

      —Ja, ja, qué gracioso eres —me enfadé.

      —No aguantas una broma. Estas más arisca de lo que te recordaba.

      Suspiré y tomé asiento.


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