Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft


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del hecho de que había permanecido desconocido y olvidado durante muchas generaciones.

      Al final ocurrió lo que tanto había temido. Mis padres, alarmados por la alteración de ademanes y apariencia de su único hijo, comenzaron a ejercer sobre mis movimientos un discreto espionaje que amenazaba con conducirme al desastre. No había comentado a nadie mis visitas a la tumba, habiendo guardado mi secreto propósito con religioso celo desde la infancia; pero ahora me veía obligado a guardar precauciones cuando deambulaba por los laberintos de la hondonada boscosa, ya que debía despistar a un posible perseguidor. Guardaba la llave de la cripta colgando de un cordel alrededor de mi cuello, cuya existencia tan solo era conocida por mí. Nunca saqué del sepulcro cosa alguna que encontré entre sus paredes.

      Una mañana, mientras salía de la húmeda tumba y cerraba las cadenas del portal con mano no demasiado firme, advertí en un matorral adyacente el rostro de un observador. Sin duda, el fin estaba cerca; ya que mi enramado había sido descubierto y el objeto de mis salidas nocturnas desvelado. El hombre no se me acercó, por lo que me apresuré a volver a casa en un esfuerzo por espiar lo que pudiera informar a mi preocupado padre. ¿Iban mis estancias más allá de la puerta encadenada a ser reveladas al mundo? Imaginen mi regocijado asombro cuando escuché al espía contar a mi padre con un precavido susurro que yo había pasado la noche en el enramado exterior a la tumba; ¡con mis ojos somnolientos clavados en la hendidura que entreabría la puerta aherrojada! ¿Mediante qué milagro se había visto engañado el observador? Ahora estaba convencido de que un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por tal circunstancia celestial, volví a visitar abiertamente la cripta, seguro de que nadie podría presenciar mi entrada. Durante una semana degusté al completo los placeres de ese osario común que no debo describir, cuando aquello sucedió, y me arrancaron de allí para traerme a este maldito lugar de pesar y monotonía.

      No debí haber salido esa noche, ya que el estigma del trueno acechaba en las nubes, y una infernal fosforescencia brotaba del fétido pantano ubicado al fondo de la hondonada. La llamada de los difuntos, también, era distinta. En vez de la tumba de la ladera, venía del calcinado sótano en lo alto, cuyo demonio tutelar me hacía señas con dedos invisibles. Cuando salí de una arboleda intermedia al llano que hay ante las ruinas, contemplé a la brumosa luz lunar, algo que siempre había esperado vagamente. La mansión, desaparecida cien años antes, alzaba una vez más sus majestuosas formas ante la mirada extasiada; cada ventana resplandecía con el fulgor de multitud de velas. Por el largo sendero acudían los carruajes de la aristocracia de Boston, al tiempo que una muchedumbre de petimetres empolvados iba llegando a pie desde las mansiones vecinas. Con tal gentío me mezclé, a sabiendas de que mi sitio estaba entre los anfitriones, y no entre los invitados. En el salón sonaba la música, risas, y el vino estaba en cada mano. Reconocí algunas caras, aunque las hubiera distinguido mucho mejor de haber estado secas, o consumidas por la muerte y la descomposición. Entre una multitud salvaje y audaz yo era el más extravagante y disipado. Alegres blasfemias brotaban a torrentes de mis labios, y mis bruscos chascarrillos no respetaban la ley de Dios, el Hombre o la Naturaleza. De repente, un retumbar de trueno, haciéndose oír aún sobre el estrépito de aquella juerga tumultuosa, rasgó el mismo tejado e impuso un soplo de miedo en aquella porcina compañía. Rojas llamaradas y tremendas olas de calor envolvieron la casa, y los concelebrantes, aterrorizados por el descenso de una tragedia que parecía trascender los designios de una naturaleza ciega, huyeron vociferando en la noche. Únicamente quedé yo, atado a mi asiento por un terror mortal jamás sentido hasta entonces. Y en ese instante un segundo horror tomó posesión de mi alma. Quemado vivo hasta ser reducido a cenizas, mi cuerpo disperso a los cuatro vientos, ¡jamás podría yacer en la tumba de los Hydes! ¿Es que acaso no tenía derecho a descansar entre los descendientes de sir Geoffrey Hyde por el resto de la eternidad? ¡Sí! ¡Reclamaría mi herencia de muerte aun cuando mi espíritu hubiera de buscar durante eras otra morada carnal que la situase en aquella losa vacía del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde nunca arrostraría el triste destino de Palinuro!

      Mientras el espejismo de la casa ardiente se deshacía, me encontré gritando y debatiéndome como un demente entre los brazos de dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido hasta la cripta. La lluvia caía a raudales, y sobre el horizonte sur había fogonazos de los relámpagos que acababan de pasar sobre nuestras cabezas. Mi padre, con el rostro surcado de pesar, no hacía ningún gesto mientras yo le pedía a voces que me dejara reposar en la tumba, advirtiendo con frecuencia a mis captores que me trataran con toda la delicadeza posible. Un círculo oscurecido en el suelo del arruinado sótano indicaba un violento golpe de los cielos, y en esa parte un grupo de aldeanos curiosos con linternas indagaban en una pequeña caja de antigua factura que la caída del rayo había aflorado a la luz. Cesando en mis inútiles y ahora sin objeto forcejeos, observé a los espectadores mientras examinaban el hallazgo, y se me permitió participar de su descubrimiento. La caja, cuyos cerrojos habían sido destruidos por el golpe que la había desenterrado, contenía multitud de documentos y objetos de valor; pero yo tan solo tenía ojos para una cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una elegante peluca de rizos, ostentando las iniciales «J. H.». El rostro era tal y como yo me veía, de manera que bien pudiera haber estado contemplándome en un espejo.

      Al día siguiente me metieron en este cuarto con barrotes en la ventana, pero me he mantenido al tanto de ciertas cosas gracias a un sirviente no muy espabilado, y ya entrado en edad, por quien tenía gran cariño durante la infancia, y quién, al igual que yo, ama los cementerios. Lo que me he atrevido a contar de mis experiencias dentro de la cripta tan solo me ha brindado sonrisas conmiserativas. Mi padre, viene muy a menudo, dice que no he traspasado el portal encadenado, y jura que el herrumbroso cerrojo, cuando él lo examinó, no daba muestras de haber sido tocado en cincuenta años. Incluso afirma que todo el pueblo conocía mis viajes a la tumba, y que con frecuencia me observaban durmiendo en el enramado exterior a la tenebrosa fachada, los ojos entreabiertos y fijos en el resquicio que conduce al interior. Contra tales afirmaciones carezco de pruebas, ya que mi llave se perdió durante la lucha en esa noche de horror. Las extrañas cosas del pasado que aprendí durante aquellos encuentros nocturnos con los muertos son atribuidos al fruto de mi codicioso e incesante hojear de los viejos volúmenes de la biblioteca familiar. De no haber sido por mi viejo criado Hiram, estos serían momentos en que yo mismo estaría bastante seguro de mi propia locura.

      Pero Hiram, siempre fiel y con una confianza ciega en mí, me ha llevado a publicar al menos parte de esta historia. Hace una semana logró forzar el cerrojo de la puerta de la tumba sempiternamente entornada y bajó con una linterna hacia la profundidad. Sobre una losa y en el interior de un nicho, consiguió un ataúd viejo, pero sin nada adentro, en cuya fascinante placa se deja ver esta simple palabra: «Jervas.» En ese ataúd y en esa cripta él me prometió que descansaré.

       The Tomb: escrito en 1917 y publicado en 1922.

      Una semblanza del

      Ese privilegio de las evocaciones, sin importar lo imprecisas o equivocadas que estas resulten, es algo que le pertenece generalmente a las personas de mucha edad, y con frecuencia, gracias a esos recuerdos es que llegan al futuro los hechos sombríos de la historia, así como los cuentos menores ligados a los grandes acontecimientos.

      Para muchos de mis lectores que a veces han visto y han tomado nota sobre la presencia de una cierta veta antigua en mi manera de escribir, me es grato presentarme como un hombre joven entre los participes de mi generación y nutrir la fantasía de que nací en América en 1890. Sin embargo, ahora estoy dispuesto a revelar un secreto que había guardado por miedo a no ser creído y a hacer partícipe a la gente de un saber acumulado acerca de un período, del que conocí de primera mano a sus más insignes personajes. Entonces, sepan que nací en el condado de Devonshire, el 10 de agosto de 1690 (o de acuerdo con nuevo calendario gregoriano, el 20 de agosto), por lo tanto, mi próximo cumpleaños será el 228. Me trasladé pronto a Londres y siendo muy joven conocí a muchos de los más famosos gentilhombres del reinado de Guillermo, incluyendo al llorado Dryden, que era fanático de las tertulias del Café de Will. Luego, conocí a Addison y Swift, y también fui amigo íntimo de Pope, al que respeté y admiré hasta el día de su muerte. Pero el más tardío


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