Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft


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entusiasmarse con un grabado. Confío en que usted no revelará lo que voy a contarle. Le juro por Dios que observaba el grabado y se me desataba un hambre de alimentos que no podía adquirir ni cultivar… no se ponga nervioso… ¿le pasa algo? Después de todo no hice nada… solo me cuestionaba ¿qué habría sucedido de haberlo hecho?… Se dice que la carne es algo bueno para el cuerpo humano, que vigoriza la vida, así que me preguntaba si el hombre no podría extender mucho más su existencia si comiese una carne más similar a la suya.

      En este punto el susurro del anciano se apagó completamente. La interrupción no se debió al pavor que evidentemente yo no podía disimular, ni a la cada vez más furiosa tempestad. La razón fue un hecho mucho más simple, aunque sorprendente.

      Frente a nosotros se encontraba el libro abierto, naturalmente, con el repugnante grabado mirando hacia arriba. Al pronunciar el anciano la frase “más parecida a la suya”, se escuchó un sutil goteo sobre el papel amarillento del grabado. Al principio pensé que se trataría de una gotera que se había colado por alguna de las tantas grietas del techo, pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los caníbales de Anzique brillaba una pequeña gota de color rojo que le daba una intensidad adicional al ya de por sí pavoroso detalle. Fue al ver esa gota que el anciano paró de hablar, de inmediato, levantó la cabeza dirigiendo su mirada al piso de la habitación de la que había bajado un momento antes.

      Acompañé el camino de su mirada y exactamente sobre nosotros vi una gran mancha irregular de una sustancia húmeda y roja que parecía ir creciendo a medida que la mirada continuaba detenida en ella. Permanecí quieto y callado donde me encontraba, pero sin poder soportar el espectáculo cerré los ojos. Instantes después escuché cómo se descargaba otro rayo descomunal, que esta vez atinó de lleno en la casa haciéndola saltar por los aires y borrando para siempre sus enmarañados secretos. También derramó el olvido que permitió la protección de mi mente.

       The Picture in the House: escrito en 1920 y publicado en 1921.

      Yo, Karl Heinrich Graf von Altberg-Ehrenstein, capitán de corbeta de la Armada Imperial Alemana y al mando del submarino U-29, el día 20 de agosto de 1917 lanzo esta botella y este informe en el océano Atlántico, en una ubicación que me es desconocida pero que probablemente ronda los 20° de latitud norte y los 35° de longitud oeste, donde mi nave reposa averiada en el fondo del océano. Hago esto porque es mi deseo dar a conocer a la luz pública ciertos hechos sorprendentes dado que probablemente no sobreviviré para dar estas noticias en persona, ya que las circunstancias que me rodean son tan amenazadoras como asombrosas e incluyen, no solo el fatal daño del U-29, sino inclusive el desmayo de mi férrea voluntad alemana en una forma de lo más funesta.

      En la tarde del 18 de junio, tal y como informamos por radio al U-61 que se dirigía a Kiel, disparamos al buque carguero británico Victory que navegaba de Nueva York a Liverpool, en latitud 45° 1’ norte y longitud 28° 34’ oeste, permitiendo a la tripulación embarcar en sus botes para lograr una buena filmación cuyo fin eran los archivos del almirantazgo. El barco se hundió de forma convenientemente teatral, a pique por la proa y con la popa alzándose sobre las aguas hasta que todo el casco se orientó perpendicularmente hacia el fondo del mar. Nuestra cámara no perdió detalle y lamento que una película tan buena no pueda llegar a Berlín. Después, hundimos a cañonazos los botes salvavidas y nos sumergimos.

      Cuando emergimos, al atardecer, descubrimos el cuerpo de un marino en cubierta, aferrado de una manera muy curiosa a la barandilla. El pobre hombre era joven, bastante moreno y muy agraciado, seguramente era griego o italiano y, seguramente, tripulante del Victory. Sin duda, había buscado protección en la misma nave que se había visto obligada a destruir la suya. Una víctima más de la injusta y agresiva guerra que los malditos perros ingleses llevan a cabo contra la patria. Nuestros hombres lo registraron en busca de algo y encontraron en su bolsillo una pieza de marfil sumamente rara, tallada en forma de una joven cabeza coronada de laureles. El otro comandante, el teniente Klenze, se apoderó de ella pensando que aquello era algo muy antiguo y de gran valor artístico. Cómo había podido llegar a las manos de un insignificante marinero, era algo que ninguno de los dos podíamos figurar.

      Al arrojar el cuerpo por la borda tuvieron lugar dos sucesos que perturbaron considerablemente a la tripulación. Los hombres le habían cerrado los ojos, pero, al separarlo de la barandilla estos se abrieron, y muchos sufrieron la extraña sensación de que miraban atentamente y en son de burla a Schmidt y Zimmer quienes se hallaban inclinados sobre el cadáver. El contra­maestre Müller, un hombre mayor, al que le habría ido mejor de no ser un supersticioso rufián alsaciano, se perturbó tanto por la impresión, que estuvo observando el cuerpo en el agua, y jura que tras sumergirse un poco, colocó los brazos en posición de nadador y se impulsó hacia el sur bajo las aguas. Tanto a Klenze como a mí nos molestaron esas muestras de campesina ignorancia y amonestamos severamente a los hombres, sobre todo a Müller.

      Al día siguiente, debido al quebranto de varios miembros de la tripulación, se formó un verdadero problema. Evidentemente, estaban aquejados por algún tipo de tensión nerviosa causada por nuestro largo viaje y habían sufrido varias pesadillas. Algunos de ellos parecían confundidos y obnubilados y, tras comprobar que ninguno de ellos fingía su agotamiento, les relevé de sus funciones. El mar se hallaba bastante picado, así que nos sumergimos a una profundidad donde las olas nos resultaran un problema menor. Allí nos mantuvimos en una calma relativa, a pesar de la aparición de una misteriosa corriente de rumbo sur que no pudimos hallar en nuestras cartas. Los sollozos de los enfermos resultaban efectivamente fastidiosos, pero ya que no parecían desalentar al resto de la tripulación, evitamos tomar medidas drásticas. Teníamos la intención de continuar en aquella posición e interceptar al buque de línea Dacia, señalado en la información que recibimos de nuestros agentes en Nueva York.

      Salimos a la superficie a primera hora de la tarde y descubrimos el mar menos agitado. El humo de un buque de guerra sobresalía en el horizonte norte, pero la distancia a la que nos encontrábamos y nuestra capacidad de inmersión nos mantenían seguros. Lo que más nos inquietaba eran las habladurías del contramaestre Müller, que se hacían más inconvenientes al caer la noche. Se hallaba en un detestable estado infantil y murmuraba acerca de visiones de cuerpos muertos flotando al otro lado de las ventanillas, cuerpos que le miraban fijamente y que él, a pesar de lo hinchados que estaban, podía reconocer por haberlos visto morir durante alguna de nuestras victoriosas proezas germánicas. Y decía que su jefe era el joven hallado y arrojado al mar. Era algo absurdo y anómalo, así que mandamos que le dieran unos cuantos latigazos y le pusimos grilletes a Müller. Los hombres no se mostraron muy de acuerdo con semejante castigo, pero la disciplina es fundamental. Inclusive, rechazamos la petición de una comisión encabezada por el marinero Zimmer, que solicitaba que la rara cabeza tallada en marfil fuera lanzada al mar.

      El 20 de junio, los marineros Bohm y Schmidt, que habían caído enfermos el día antes, se volvieron locos furiosos. Lamenté que no hubiera ningún médico entre nuestros oficiales, ya que las vidas alemanas son preciosas, pero los constantes disparates de ambos marinos acerca de una espantosa maldición eran de lo más perjudicial para la disciplina, así que tuvimos que tomar una decisión severa. La tripulación aceptó este hecho de forma sombría, aunque eso pareció tranquilizar a Müller, que a partir de ese momento no volvió a dar problemas. Le liberamos por la tarde y en silencio volvió a sus labores.

      La semana siguiente todos estuvimos muy nerviosos, esperando al Dacia. La tensión aumentó con la desaparición de Müller y de Zimmer, que sin duda se suicidaron víctimas de los terrores que parecían atormentarlos, aunque nadie los vio en el momento de saltar al mar. Yo me sentía relativamente aliviado de librarme de Müller, ya que hasta su silencio había afectado muy negativamente a la tripulación. Ahora, todos parecían dados a guardar silencio, como guardando secretos temores. Muchos estaban enfermos, pero ninguno estaba trastornado. El teniente Menze, crispado por la tensión, se alteraba ante cualquier nimiedad, como por ejemplo, un banco de delfines que rondaba en número cada vez mayor en torno al U-29, o por la creciente intensidad de esa corriente sur que no aparecía en ninguna de nuestras cartas.

      Finalmente, se hizo


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